Argentina, rey del fútbol: ser campeón del mundo y seguir escribiendo la historia, la mejor ofrenda para el capitán Messi
RÍO DE JANEIRO.- La despedida del mejor futbolista de todos los tiempos de un estadio a la altura de la suya merecía un homenaje. A Lionel Messi se lo ofrecieron sus compañeros, que dibujaron con su templanza de campeones del mundo un regalo hermoso: quitarle a Brasil el invicto de 64 partidos como local en las Eliminatorias (51 triunfos, 13 empates), sencillamente todos los que había jugado en su historia en este país inmensamente rico en talento. La proeza, el 1 a 0 definitivo, ocurrió en una noche que se recordará por ese logro, pero mucho también por un registro tumultuoso, violento, indigno del clásico de los clásicos. Las imágenes de la paliza de la policía contra un grupo nutrido de hinchas visitantes dan la vuelta al mundo tanto como el gol antológico de Nicolás Otamendi, otro general que se resiste a abandonar este barco cargado de felicidad que se llama selección argentina. Palos, golpes, patadas, un golazo, jerarquía de equipo. Triunfo histórico, uno más. El Maracaná como caja de resonancia de un tiempo de cosecha que parece no acabar nunca para este grupo que cerró la fiesta saltando hecho un puño, de cara a los que antes habían sufrido la demencia policial.
¡GOL DE ARGENTINA🇦🇷! Nicolás Otamendi y un cabezazo que pone la ventaja sobre Brasil🇧🇷 en el Maracaná. Lo disfrutás EN VIVO por @TyCSports y https://t.co/mVyzpv6IWZ acá👉 https://t.co/ZiS8C5TN0b#EliminatoriasEnTyCSports⚽ pic.twitter.com/RPlTYTpu6o
— TyC Sports Play (@TyCSportsPlay) November 22, 2023
El guion del primer tiempo estaba escrito antes de empezar: se construyó en esos 20 minutos caóticos, protagonizados por la salvajería de la policía brasileña, dispuesta a dar palo a los hinchas argentinos colocados detrás del arco que iba a ocupar Alisson, como medida disuasoria. Fue la represión desbordante lo que pintó lo que vendría después, una vez que los heridos fueron sacados en camillas del estadio, el capitán Messi y sus jugadores aceptaron volver al campo de juego y el árbitro por fin dio inicio al juego. ¿Juego? Nada, más bien nervios, golpes, patadas. La primera la dio Messi, justo: si esta fue su despedida del Maracaná, se antojará inolvidable por lo periférico. Su “así no se puede jugar, nos vamos” tomado por las cámaras fue el comienzo de su función no futbolística: luego tomó del cuello a Rodrygo, se trenzó en discusiones en cada pique que se armó y hasta fue dos veces asistido en esa primera etapa por el kinesiólogo de la selección; el aductor de su pierna derecha estaba tan cargado como la espesa noche.
Brasil, que había esperado sin salir del campo mientras Claudio Tapia acordaba con la Conmebol volver y jugar, llevaba el peso de la crisis que atraviesa. Eso y la caldeada introducción lo volvieron menos Brasil: solo en la primera parte, el árbitro le pitó 16 faltas en contra y amonestó a tres jugadores, todos por golpear. Gabriel Jesús, Raphinha y Carlos Augusto se llevaron la amarilla. El cuestionado Diniz proponía más pierna que fútbol, contra su propia esencia. En esa caldera, Argentina sobreactuaba su seguridad, sobre todo cuando De Paul arriesgaba pases de más y los perdía en la sensible zona de salida, ocasiones que Cuti Romero debía corregir con su fiereza habitual. La mejor noticia para el campeón del mundo, en medio de los tumultos, la aportaba Lo Celso, de regreso en los primeros planos, sin fallar pases y buscando asociaciones todo el tiempo. Julián Álvarez era casi un holograma.
El segundo tiempo arrancó diez grados más abajo en intensidad y nervios, con Brasil un paso más adelante en la cancha, pero sin su capitán: Nino ingresó por Marquinhos. Un desborde de Raphinha por derecha -la primera vez que le ganó a Acuña- y, sobre todo, un remate de Martinelli desde el centro del área exigieron las habituales “Dibu-salvadas” antes de los 15 minutos. Pero lo que parecía el inicio de un hostigamiento futbolístico -ya no policial- de Brasil se acalló con un cabezazo imperial de Otamendi tras un centro de Lo Celso en un córner, a los 18 minutos. Un gol hermoso por la estética del salto, la perfección del cabezazo y también por cómo la pelota fue envolviendo la red. Un remate, un gol: semejante precisión heló a buena parte de los 68.138 espectadores. La minoría de ellos se repuso de un grito de la locura del comienzo y desempolvó el “Brasiiiiil, decime que se siente” que podía escucharse desde lejos: Argentina mandaba en el césped y la tribuna.
Diniz decidió jugar al todo o nada, perdido por perdido: mandó al prodigio Endrick (17 años) a jugar su primer clásico de mayores y quitó a Magalhaes, defensor central. Se exponía a los contraataques y cargaba su avanzada contra Martínez, que crispó todavía más los nervios locales cuando se echó en el campo aduciendo un dolor presumiblemente inexistente. Scaloni refrescó el equipo con Paredes por Enzo Fernández, Nicolás González por Lo Celso, Lautaro Martínez por Julián Álvarez y… Ángel Di María por Messi. El capitán se fue envuelto en la ovación de los 2000 hinchas argentinos y los aplausos -primero tímidos, después sostenidos- de los locales. Cerraba así su historia en este templo icónico en una noche que, por motivos bien distintos, él tampoco olvidará.