En Colombia, puedes avistar ballenas y llevarles serenata
Cada año, cuando miles de ballenas jorobadas regresan a su zona de cría cerca de una bahía protegida, los lugareños se reúnen en la playa para recibirlas con cuentos, bailes y música.
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Cada mes de julio, decenas de miles de visitantes llegan a la costa del Pacífico colombiano, abarrotando los frenéticos muelles de pasajeros del puerto de Buenaventura mientras esperan las lanchas rápidas que los llevarán a las pequeñas comunidades que bordean la remota Bahía Málaga. Han venido a ver a las ballenas jorobadas.
Las ballenas, que se cuentan por miles, están en su propia misión masiva: migrar de sus zonas de alimentación cerca de Chile a sus zonas de reproducción cerca de Colombia, donde permanecen hasta octubre.
Durante la temporada de avistamiento de ballenas, que comienza a mediados de julio, hay barcos con capitanes y guías autorizados que llevan a los visitantes —en su mayoría colombianos, pero cada vez más extranjeros— a ver a las criaturas abrirse paso, echar aire y golpear el agua con sus aletas y colas.
En tierra, los visitantes también pueden presenciar un espectáculo menos conocido, pues los residentes de la zona se reúnen en un festival anual para celebrar a las ballenas y revivir una cultura que se desvanece.
‘Yo le tenía mucho miedo a las ballenas’
En una noche de finales de junio, el sol bajó y un delicioso fresco se extendió por la playa de La Barra, un pueblo de unos 400 habitantes al borde de la Bahía Málaga.
El festival, con un público formado principalmente por lugareños, estaba a punto de comenzar. Aparte del fotógrafo y de mí, los únicos asistentes eran miembros de un gran contingente de médicos y veterinarios voluntarios que habían venido a ayudar a los habitantes del pueblo. Por todas partes deambulaban perros y gatos vendados.
Los ancianos de la zona se acercaron uno a uno a un micrófono para compartir historias sobre las ballenas.
Amable Rivas, pescador y guía naturalista, recordaba cómo, antes de que las lanchas a motor se convirtieran en algo habitual, las ballenas jorobadas jugaban junto a los veleros que transportaban pasajeros desde y hacia Buenaventura. La gente marcaba las estaciones con la llegada y la partida de las ballenas. Fabricaban sillas con las vértebras gigantes de ballena que llegaban a la playa.
En la década de 1990, dijo Rivas, los pescadores empezaron a ver yates llenos de gente que venía de otros lugares a ver a las ballenas jorobadas. Antes de eso, no se le había ocurrido que las ballenas pudieran ser una atracción. “Yo le tenía mucho miedo a las ballenas”, dijo, debido a las historias que había escuchado: “que se habían tragado a un tal Jonás”, el personaje de la Biblia. Ahora considera que la ballena jorobada es un “regalo”. A veces, cuando estaba en el agua, las oía cantar y les respondía.
Luego de que hablaron los ancianos, un grupo de mujeres jóvenes se turnó para recitar poemas. Entre ellos, una balada de un pez “que es gordo, gordo, gordo”. Se formó una banda de marimba y los niños bailaron con audacia y pericia danzas populares inspiradas en las ballenas. También empezaron a circular las copas de viche, un fuerte licor casero de caña.
El Festival Mundial Ballenas y Cantaoras, que celebra su séptima edición con el apoyo del gobierno regional, consta de dos partes: un pequeño acto a finales de junio para dar la bienvenida a las ballenas y otro del 20 al 22 de septiembre para despedirlas.
En septiembre, las multitudes suelen ser mayores, e incluyen miembros de las comunidades indígenas wounaan del interior que se unen a los residentes afrocolombianos de los pueblos de la playa. Se presentan grupos musicales de toda la región, no en el suelo desnudo como ahora, sino en un escenario que los residentes de La Barra pronto empezarán a construir.
La fiesta ya había empezado bien. A medida que avanzaba la noche, la marimba y los tambores se hacían más fuertes y el viche fluía. Los habitantes de La Barra celebraban a las ballenas, pero también se celebraban a sí mismos.
Redescubrir al ‘pez gordo, gordo, gordo’
La zona de la Bahía Málaga, que forma parte de un parque marino nacional de aproximadamente 47.000 hectáreas, es un importante sitio de nacimiento para las ballenas jorobadas. Las hembras y sus crías buscan refugio en las cálidas aguas de la bahía, lejos de los barcos pesqueros, las rutas marítimas y los machos agresivos.
Hace unos años, un organizador comunitario llamado Fabian Bueno, de 42 años, empezó a preguntarse qué tipo de significado tenían tradicionalmente las ballenas jorobadas para las culturas que viven cerca de la bahía. “¿Alguna vez han escuchado los cantos de las ballenas?”, empezó a preguntar Bueno a la gente. “¿No han escuchado historias de sus abuelos?”.
Al principio, dijo Bueno, parecía que no había mucha relación con las ballenas, y que los residentes locales tradicionalmente las temían, pero siguieron indagando.
Una cantaora afrocolombiana, como llaman los lugareños a las mujeres guardianas de las tradiciones orales, le enseñó a Bueno el poema sobre un “pez gordo, gordo, gordo”. Los wounaan tenían una palabra para ballena, aprendió, que significaba “delfín grande”. Ninguna de las dos culturas cazaba ballenas, cuya llegada anual se asociaba a la abundancia, tanto de pescado como de cultivos básicos.
Fue entonces cuando a Bueno se le ocurrió la idea de un festival centrado en las ballenas. La intención, afirmó, fue ayudar a la gente a dar a conocer sus tradiciones y su talento, y crear un sentido de identidad y de pertenencia.
Un nuevo tipo de turismo
Las ballenas no son la única atracción de la bahía de Málaga, situada a la mitad de la costa colombiana del Pacífico. Los visitantes también vienen a practicar kayak, surf y a recorrer la vasta red de canales de manglares que se encuentra apenas tierra adentro desde las playas. Los transbordadores desde Buenaventura desembarcan en Juanchaco. Desde allí, se puede llegar a los pueblos cercanos de Ladrilleros y La Barra en una hora a pie o más rápido en mototaxi.
Los alojamientos en Ladrilleros van desde cabañas de bambú hasta pequeños y confortables resorts con piscina. En La Barra, donde este año se celebra el festival de la ballena, abundan los restaurantes familiares, los locales de alquiler de tablas de surf y los albergues de madera, como Casa Majagua, donde las habitaciones privadas cuestan desde 40.000 pesos colombianos (unos 10 dólares) la noche.
La mañana siguiente a la inauguración del festival, mientras la mayor parte de La Barra dormía, caminé hacia el norte por la amplia playa de arena gris desde Casa Majagua hacia la desembocadura del río San Juan, cuya enorme red de afluentes conecta las comunidades de la playa con el interior. El letrero de tela hecha jirones de Hola-Ola, un lugar que había oído describir como el mejor restaurante de La Barra, ondeaba al viento.
La cocinera jefe y propietaria, Odalia Rivas, conocida como Ola, ya estaba trabajando. La temporada de ballenas es una época de abundancia de mariscos, dijo. Entre ellos, los cangrejos azules de su plato estrella: el encocado de cangrejo. Rivas saltea los cangrejos en leche de coco, cebolla, tomate y hierbas, los envuelve en hojas de plátano y los sirve con una piedra para romper el caparazón. Otros de sus mejores platos están protagonizados por la piangua, un molusco de carne negra que se recoge en los manglares y tiene una textura que recuerda a las caracolas de mar.
Muchas mujeres de la zona, entre ellas la hija de Ola, Sari Rentería, salen todos los días a los manglares con la marea baja y recogen pianguas. “Te sientes unida a la tierra”, me dijo Sari Rentería más tarde esa mañana, con sus largos antebrazos enterrados en el barro.
Rentería estaba diseñando una nueva experiencia para los turistas, algo que hacer cuando no estaban viendo ballenas, haciendo surf o tumbados en la playa. Su tío, Rivas, el pescador que había hablado la noche anterior, ya ofrecía excursiones en barco para descubrir las numerosas cascadas y piscinas naturales de la zona. Sari Rentería lleva a los visitantes a buscar pianguas que pueden cocinar juntos.
Santiago Ortiz, un funcionario electo de La Barra, nos había acompañado a los manglares. Ortiz, al igual que Bueno, era un gran defensor de la oralidad. Es en situaciones como ésta, dijo —mujeres que recolectan pianguas, por ejemplo— donde se mantienen esas tradiciones. “Hay esta idea de que tu abuelo se sienta en una silla a contarte algo. Pero así no es”, explicó. “Te lo cuenta cuando estás haciendo algo, como pescando”.
Ortiz es un político fuera de lo común: un estudiante de biología de 19 años de la ciudad de Cali que solo puede ir a La Barra los fines de semana y los días festivos. Espera promover una forma limitada de turismo en el pueblo, que haga hincapié en la naturaleza y la cultura. La celebración del festival de las ballenas ayudó. “Y sentimos que es el memento exacto”, dijo, para “mostrárselo al mundo”.
‘El espíritu de la ballena’
Parte de la visión de Bueno para el festival de la ballena era crear un espacio cultural compartido para afrocolombianos y wounaan, que se unieron principalmente a través del comercio. Cuando le pregunté a Rivas, la chef, qué recetas eran comunes entre los wounaan, no tenía ni idea. “Somos como muy separados”, explicó.
Aunque ningún wounaan había acudido a la noche inaugural del festival, algunos tenían previsto presentar canciones, artesanía y cuentos en septiembre. Por ese motivo, los habitantes de una comunidad wounaan llamada Jooin Jeb, habían invitado al equipo de Bueno a su casa, en un afluente del río San Juan.
Por la mañana temprano, en medio de una incesante lluvia ligera, el fotógrafo y yo partimos con Bueno y su delegación del festival desde Ladrilleros en barcas pilotadas por capitanes wounaan a través de los manglares más espesos y antiguos que yo jamás había visto, en dirección a Jooin Jeb. Al cabo de dos horas, las oscuras telarañas de los manglares dieron paso a la vista de encajes de palmeras de açai. Un tucán voló bajo sobre el río. Atracamos en unas escaleras de tierra excavadas en la empinada orilla.
Los ciento treinta y tantos habitantes de Jooin Jeb hablan la lengua wounaan, woun meu, además de español. Muchas mujeres wounaan son maestras tejedoras que utilizan finas fibras de palma y tintes naturales para crear elegantes cestas de paredes rígidas y brillantes. Hoy era un día festivo importante para la comunidad, y muchos de los adultos jóvenes que trabajan o estudian en otros lugares habían regresado. Todos, desde los bebés hasta los ancianos, lucían en la piel diseños recién pintados de tinta azul-negra hecha con el fruto de la jagua.
Otoniel Chamarra, de 39 años, se había pintado la parte superior del cuerpo con un dibujo en doble zigzag cuyas cuatro líneas se cruzaban en el corazón. El diseño pretendía representar caminos, dijo, porque estaba contemplando qué camino tomar con sus estudios y su vida. Chamarra estudiaba administración de empresas en Cali y también era gestor cultural de Jooin Jeb. En septiembre, va a hablar en La Barra sobre las perspectivas wounaan sobre la ecología y, por supuesto, las ballenas.
Durante la mayor parte de su historia, los wounaan han sido marineros y han habitado playas como la de La Barra, según Chamarra. Aunque en los últimos siglos vivieron más tierra adentro, “hemos estado siempre en el río y en el mar”, dijo. Afirmó que “cuando una persona está desviada en el mar”, las ballenas la protegen.
Según Chamarra, es en el mes de junio, cuando las ballenas jorobadas se dirigen a la Bahía Málaga, cuando los wounaan se preparan para esta fiesta, y reúnen a todas las familias para un próspero año venidero. “El espíritu de la ballena”, dijo, “es el alma de los productos que cosechamos”.
Tras compartir con nuestros anfitriones un generoso almuerzo de pescado de río al vapor y jugo fresco de açai, nos despedimos de Jooin Jeb. Flotaban mariposas azules iridiscentes alrededor de nuestras barcas en nuestro viaje a través de la selva y los manglares. El gran río se ensanchaba a medida que nos acercábamos al mar, atraídos, como tantos otros, hacia las ballenas.
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