Adiós a Raúl Sanz: el Ruso fue jugador, formador, entrenador y un personaje irrepetible

El Ruso Sanz, en tiempos de Pumas, ante Francia en un test-match
El Ruso Sanz, en tiempos de Pumas, ante Francia en un test-match

Jorge Raúl Sanz, el “Ruso” Sanz (3 de marzo de 1949-24 de febrero de 2004), integró un grupo de entrenadores que durante décadas les dieron una impronta a sus clubes y al seleccionado argentino. Con su repentina partida se sumó a otros que ya se habían ido de gira: Francisco “Catamarca” Ocampo, Ángel “Papuchi” Guastella, Alberto Camardón, Carlos “Veco” Villegas, Aitor Otaño, Héctor “Pochola” Silva y Rodolfo “Michingo” O’Reilly, con quien Sanz integró en los Pumas una exitosa dupla que en la conducción igualaba lo técnico con lo emocional, el juego con la diversión.

De ese cuadro de honor de entrenadores-formadores que marcaron a fuego el rugby argentino prácticamente desde la década de los cincuentas hasta fines del siglo pasado también forman parte maestros vivientes, como José Luis Imhoff, José Javier “Tito” Fernández, Héctor “Pipo” Méndez, Luis Gradin, Emilio Perasso, Luis “Caña” Varela y Marcos Ocampo, hijo de “Catamarca” y de quien, de algún modo y junto a su padre, Sanz tomó más conceptos en su vida rugbística. El Ruso fue un discípulo de ambos y lo manifestaba con orgullo.

Al igual que varios de ellos, Sanz vivió el doble rol de jugador y entrenador de los Pumas. Como deportista llegó al seleccionado en 1973 desde Regatas Bella Vista, su club de inicio, en el cual fue capitán en la campaña del ascenso de 1969. En Buenos Aires Cricket & Rugby, el club que lo cobijó y que era su casa cuando se marchó de Bella Vista, inició su función de entrenador. Junto a otro Puma, Tommy Harris Smith, dirigió al equipo que logró el ascenso en 1987. Ese mismo año recibió el cap de uno de los clubes fundadores de la UAR. También preparó a los Pumitas –con dos Pumas, José “Coco” Benzi y Daniel “Banana” Baetti– y fue secretario de la UAR cuando los Pumas consiguieron el Bronce en el Mundial Francia 2007.

Camaleónico, visceral –muchas veces al extremo–, divertido, polémico, ampuloso, inflexible en sus opiniones, el Ruso, con su clásico y eterno vozarrón, era capaz de decir en una misma oración algo profundo seguido por una de sus múltiples ocurrencias irreproducibles y que, seguramente, seguirán repitiéndose allí donde haya una mesa de rugby. Se trató de un personaje irrepetible por su modo de ser y de vivir, defensor a ultranza –un talibán– del rugby voluntario y precursor en adaptar sistemas que en su momento modernizaron el juego doméstico. Su Biei campeón tenía un pack invencible, que en las prácticas incluso doblegaba al de los Pumas. Sanz era un agudo observador del juego, con ojo clínico para analizarlo.

En su despedida el momento más emotivo se dio cuando el cortejo fúnebre, que había partido de Palermo con destino final en Bella Vista, se detuvo en Biei. En el centro de la cancha se depositó el féretro, rodeado por amigos –los Campbell, los Tiesi, entre tantos otros– y ex jugadores, aquéllos a los que entrenó, a los que consideraba “tropa propia” y quienes le decían “Comandante”. El padre Juan Pablo Contepomi –Raúl Sanz tenía una gran relación con la familia– ofició la ceremonia y luego, junto a los restos del Ruso, se fueron un pan de césped de la cancha y una camiseta de Buenos Aires (sin publicidad). Además de por sus jugadores de BACRC, tenía debilidad por Andrés “Perica” Courreges, Juan Hernández, Felipe Contepomi y Tomás Cubelli, a quien le decía “El Profesor”.

Mantuve una relación de afecto de muchos años con Raúl Sanz, por lo cual las últimas líneas de este texto, con perdón de quienes las lean, tendrán un tono personal. El Ruso transcurrió gran parte del último Mundial junto a los enviados por LA NACION. Tenía pasión por Francia, por su belleza, su cultura y su rugby. Se enamoró de La Baule-Escoublac; se emocionó en Marsella cuando los Pumas pasaron a las semifinales y también cuando volvió a recorrer las calles de Agen. En París, donde se sentía local, disfrutó cada instante. Aunque hubiera gente esperando en la vereda, siempre tenía su mesa en Lipp, la brasserie del boulevar Saint-Germain fundada en 1880, donde solía comer Ernest Hemingway. Raúl arrastraba alguna pena y una rodilla maltrecha que lo limitaba y que no quería operarse, porque temía que algo saliera mal. Estaba feliz porque había vuelto a Biei y planeaba entrenar a alguna división juvenil. El domingo 29 de octubre –un día después de la final y un día antes de emprender el regreso a la Argentina– íbamos caminando por París y en un momento se detuvo para decirme, con su tono característico: “¡Hermano, mirá lo que es esta ciudad! Disfrutemos, porque no sabemos si vamos a volver”. Ay, el destino.