Watergate, la toma del Capitolo y la sed de poder
Hay medio siglo de por medio entre los desastres de Watergate y la insurrección del 6 de enero del 2021, pero abundan los paralelos, y los contrastes, entre dos incidentes que tienen un denominador común: La sed de poder de dos gobernantes.
Dos presidentes de Estados Unidos hicieron tambalearse la democracia en su afán por conservar el poder.
Persisten los interrogantes en torno a ambos episodios al cumplirse el 50mo aniversario de un complot que le costó la presidencia Richard Nixon, que coincide con audiencias de una comisión de la Cámara de Representante que está sacando a la luz entretelones de la sublevación de principios del año pasado, que incluyó la toma del Congreso.
¿Hay pruebas irrefutables de los engaños de Donald Trump? ¿Se puede decir que su convocatoria a una protesta en Washington, su arenga a “pelear como demonios” y su insinuación de que tal vez el vicepresidente Mike Pence debería ser colgado, como dijeron algunos alzados, constituye esa evidencia?
Trump había perdido una elección y quería mantenerse en el poder. Pero ese no fue el caso de Nixon. Una pregunta clave es qué lo llevó a violar las leyes cuando se encaminaba cómodamente a su reelección.
El viernes se cumplen 50 años del día en que miembros de su campaña irrumpieron en la sede del Partido Demócrata en el edificio Watergate de Washington y fueron pillados.
Sus esfuerzos por encubrir lo ocurrido y por obstruir la justicia le costaron la presidencia casi dos años después, cuando renunció en lugar de someterse a un juicio político en el que seguramente hubiera sido hallado culpable. En esa ocasión, tres legisladores republicanos fueron a la Casa Blanca y lo convencieron de que no tenía salida.
Trump, en cambio, estaba desesperado después de perder ampliamente la elección del 2020. Pero nadie intervino y él movilizó abogados, ayudantes y amigos, y convocó a una agitada turba a Washington en un esfuerzo por desconocer los resultados y seguir en el poder. Pocos correligionarios lo exhortaron públicamente a que admitiese su derrota.
Watergate era el peor escándalo presidencial en la historia de Estados Unidos, la vara con la cual se medían todos los demás. Que derribó a un presidente. Pero no hubo derramamientos de sangre, como sí lo hubo el 6 de enero, y decenas de legisladores que apoyaron a Nixon perdieron sus bancas en las elecciones de 1974. Esta vez, se da por sentado que los republicanos ganarán escaños en las elecciones de fin de año.
Michael Dobbs, autor de “King Richard: Nixon and Watergate — An American Tragedy” (El rey Richard: Nixon y Watergate, una tragedia americana), publicado en el 2021, dijo que el sistema funcionó en el caso de Watergate porque el Congreso, los tribunales y la prensa hicieron su trabajo y sacaron a la luz una cadena de actividades delictivas que forzaron la renuncia de Nixon.
“El sistema fue puesto a prueba en esa ocasión”, señaló. “Pero hoy enfrenta retos mucho más duros”.
Cuando la comisión del Senado que investigó Watergate realizó sus audiencias a mediados de 1973, la inflación se acercaba al 9%, el mismo nivel de la actualidad. La bolsa de valores se vino abajo. Igual que sucede ahora, había muchas distracciones.
Pero los estadounidenses siguieron de cerca el espectáculo de un presidente que se hundía lentamente. Más del 70% dijeron que habían visto las audiencias --que duraron casi tres meses-- por la televisión. Las audiencias sobre el 6 de enero no aportan necesariamente nuevas revelaciones, sino que detallan lo que se descubrió a lo largo de meses de una metódica investigación.
Para Dobbs, la evidencia de una participación directa de Trump en la planificación o la promoción de disturbios con la intención de desconocer los resultados de la elección constituye una prueba irrefutable.
El reto que tienen por delante la comisión investigadora y cualquier proceso judicial que se pueda iniciar es “la naturaleza ambigua de las declaraciones de Trump desde un punto de vista legal”, dijo Dobbs. “La expresión ‘peleen como demonios’ puede tener distintas interpretaciones”.
La comisión difundió declaraciones de estrechos colaboradores de Trump que revelan que la gente del presidente sabía perfectamente que la denuncia de que le habían robado la elección era falsa. Ni siquiera su hija Ivanka la creía.
El secretario de justicia de Trump, William Barr, declaró que el presidente estaba “desconectado de la realidad” si realmente creía esas cosas.
Pero, ¿qué impacto tienen estas pruebas?
La extrema derecha del Partido Republicano insiste en negar la victoria de Joe Biden de cara a las elecciones de mitad de término de noviembre y varios de sus representantes han salido victoriosos en las primarias. Las audiencias de ninguna manera representarán la última palabra en la saga en torno a las mentiras de Trump.
“Trump no puede dejar pasar las críticas”, afirmó el académico de la Southern Methodist University Cal Jillson. “Prepárense para una ola de recriminaciones, una larga lista de enemigos y un programa de represalias”.
“Otros líderes republicanos se preguntarán qué tanto daño puede hacerle todo esto al partido”, acotó. “Pero por ahora no hay ningún Howard Baker en el horizonte”.
Baker pasó a personificar la política de esa época en el Congreso, partidista pero no venenosa. Fue el equivalente a la representante Liz Cheney, pero no fue marginado como ella, que no oculta su desprecio por Trump, y ningún republicano quiere llevarle la contra al ex presidente.
En un primer momento, Baker reaccionó instintivamente y apoyó a Nixon. “Soy tu amigo”, le dijo cara a cara al comenzar las audiencias. Pero era el principal republicano en la comisión investigadora y prestó atención a lo que sucedía, hizo preguntas, se empapó de todo y se dio cuenta de que había corrupción.
Hizo una pregunta que pasó a la historia --“¿qué sabía el presidente y cuándo lo supo?”--, pero no con la intención de perjudicarlo. No esperaba las respuestas que recibió esa pregunta.
“Pensé que todo era un complot de los demócratas y que no pasaría nada”, declaró Baker a la Associated Press en 1992. “Pero pocas semanas después de iniciadas las audiencias, empecé a darme cuente de que había mucho más de lo que yo pensaba, de lo que podía aceptar”.
La composición de la comisión --cuatro demócratas y tres republicanos-- fue decidida con un voto unánime en el Senado, algo impensable hoy. Se le encomendó investigar el tema de Watergate y si se había incurrido en “conducta ilegal, inapropiada o poco ética” en la campaña de 1972.
La comisión del 6 de enero de la Cámara de Representantes, en cambio, fue formada con 222 votos a favor y 190 en contra. Solo dos republicanos --Cheney y Adam Kinzinger, que no buscará la reelección-- votaron, y fueron incorporados a la comisión.
Mientras que Trump despotricaba abiertamente sobre el proceso, Nixon lo hacía en privado. O por lo menos eso pensó. El sistema para grabar conversaciones para la posteridad, que él mismo había instalado, fue lo que lo hundió. La Corte Suprema lo forzó a entregar esas grabaciones, en las que se escucha a su jefe de despacho, H.R. Haldeman, recomendarle que se pida al FBI que suspenda la investigación del incidente en la sede del Partido Demócratas antes de que detecte una conexión con la Casa Blanca o con el propio Nixon.
Nixon lo pensó un momento y dijo, “está bien, hagámoslo. Así hay que manejar esto y así lo vamos a hacer”.
Esa fue la “pistola humeante”, la prueba irrefutable, una admisión de culpabilidad y una forma de obstruir la justicia.
Carl Berntein, que con Bob Woodword destaparon todo el escándalo de Watergate en el Washington Post, dice que los verdaderos héroes de esta historia son “los republicanos que tuvieron el valor de decir que no era un asunto ideológico”, sino una pesquisa para determinar si se había cometido “un acto ilegal”.
Medio siglo después, todavía no se sabe quién ordenó la incursión en la sede demócrata. No hay indicios de que Nixon lo haya hecho directamente, aunque no hay dudas de que lo encubrió y cometió otras irregularidades.
Nixon creó una “cultura paranoica” que se extendió por Watergate, según Dobbs. “La conspiración cobró vida propia, impulsada por gente descabellada como Gordon Liddy, que se anticipaban a los deseos del presidente”.
¿Qué dirán los estadounidenses sobre el 6 de enero dentro de 50 años?
El historiador Michael Beschloss dijo en Twitter que la respuesta depende de si por entonces Estados Unidos es una democracia o una autocracia.
De ser una autocracia, “los líderes autoritarios del país probablemente celebren el 6 de enero como uno de los grandes días en la historia del país”, como afirma Trump.
Este artículo fue publicado por primera vez en Los Angeles Times en Español.