Acceso a la información: vida y muerte de un derecho

El derecho de acceso a la información en México tiene, parece ser, una historia circular: inició con una matanza y pareciera terminar con otra, la perpetrada por el gobierno federal y la mayoría de Morena y aliados en el Senado de la república. Inició también en la Suprema Corte de Justicia de la Nación y, si vive, será devuelto a la vida por el máximo tribunal del país.

Para quienes quieran recordar -hoy los adeptos del lopezobradorismo prefieren no recordar las exigencias democráticas de la izquierda en las décadas de los ochenta y noventa, ni pensar nada, ni cuestionar nada que venga del titular del Ejecutivo- fue la matanza de Aguas Blancas, en 1995 -en la que murieron 17 campesinos y en la que participaron fuerzas de seguridad de Guerrero-, investigada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, lo que dio pie a que por primera vez en nuestro país el escueto fraseo del artículo 6 constitucional -“El derecho a la información será garantizado por el Estado”- fuera considerado como una garantía individual y no como una prerrogativa de los partidos políticos para poder difundir sus plataformas electorales en medios de comunicación.

Viene a cuento lo que la Suprema Corte consideró a propósito de su investigación para develar la verdad de lo sucedido en Aguas Blancas: “El artículo 6º constitucional, in fine, establece que ‘El derecho a la información será garantizado por el Estado’. Del análisis de los diversos elementos que concurrieron en su creación se deduce que esa garantía se encuentra estrechamente vinculada con el respeto de la verdad. Tal derecho es, por tanto, básico para el mejoramiento de una conciencia ciudadana que contribuirá a que ésta sea más enterada, lo cual es esencial para el progreso de nuestra sociedad. Si las autoridades públicas, elegidas o designadas para servir y defender a la sociedad, asumen ante ésta actitudes que permitan atribuirles conductas faltas de ética, al entregar a la comunidad una información manipulada, incompleta, condicionada a intereses de grupos o personas, que le vede la posibilidad de conocer la verdad para poder participar libremente en la formulación de la voluntad general, incurren en una violación grave a las garantías individuales […] pues su proceder conlleva a considerar que existe en ellas la propensión a incorporar a nuestra vida política lo que podríamos llamar la cultura del engaño, de la maquinación y de la ocultación, en lugar de enfrentar la verdad y tomar acciones rápidas y eficaces para llegar a ésta y hacerla del conocimiento de los gobernados”.

A propósito de la matanza de Aguas Blancas, la Suprema Corte dio con una interpretación del texto constitucional que abriría la puerta para la construcción de un nuevo derecho humano, sumamente potente en su dimensión democrática: el derecho de las personas a contar con información sobre lo que hacen sus autoridades, desde el inquilino de Palacio Nacional hasta el último de los burócratas del municipio más inhóspito del país.

El desarrollo legal y jurídico del derecho de acceso a la información ha pasado por muchos momentos, cada uno de ellos robusteciendo y profundizando el anterior: la creación de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental y del IFAI en 2002, el desarrollo de leyes estatales en los siguientes años, una primera reforma constitucional en 2007 y otra más en 2014, creando al INAI y dándole rango de órgano constitucional autónomo.

Un elemento central de ese periplo para dotar a las personas de un derecho vital en cualquier democracia es el principio de máxima publicidad. Lo creó la primera Ley Federal de Transparencia, luego fue elevado a rango constitucional en 2007 y se mantiene hoy en el artículo 6 de la Constitución (‘En la interpretación de este derecho deberá prevalecer el principio de máxima publicidad’), y no es otra cosa que un mandato para todo operador jurídico, para todo servidor público, para todo legislador que consiste en privilegiar siempre la publicidad de los actos de la autoridad, es decir: entender que en una democracia es preferible saber a no saber. Y justamente porque el conocimiento de lo público refuerza la voluntad general, los casos en que la información no sea pública deben estar absolutamente acotados y ser excepcionales.

Como puede verse, el derecho de acceso a la información es una inmensa, molesta y dolorosa piedra en el zapato para cualquier autoridad. Ese es justamente su propósito, su diseño, su profunda lógica garantista. El derecho de acceso a la información es de los poquísimos andamiajes institucionales que somete a la autoridad frente a las personas, de ahí su trascendencia. Y justamente por su impresionante potencia democrática (pues da a las personas poder sobre el Estado y sus autoridades), la garantía de este derecho debe recaer en un organismo autónomo, alejado de la voluntad del gobernante y que posea los recursos humanos y financieros necesarios. Eso es lo que dos constituyentes permanentes entendieron y quisieron para el país en 2007 y en 2014.

Pero no sólo en México se reconoció la importancia del derecho de acceso a la información para las personas y para las democracias: la propia OEA elaboró una Ley Modelo Interamericana a fin de que los países de la región pudieran retomarla y desarrollar internamente el derecho de acceso a la información. Y esta ley modelo también entendió que el principio de máxima publicidad es esencial para evitar que intereses particulares copten lo público: “Esta Ley se basa también en el principio de máxima publicidad, de tal manera que cualquier información en manos de los sujetos obligados sea completa, oportuna y accesible, sujeta a un claro y preciso régimen de excepciones que deberán estar definidas por ley y ser además legítimas y estrictamente necesarias en una sociedad democrática”. La OEA, además,  entendió que el organismo garante de este derecho debe ser autónomo, independiente, especializado, imparcial, colegiado y dotado de capacidad sancionatoria.

Hoy, en México, atestiguamos la debacle de este derecho ante la paralización del INAI orquestada por el presidente López Obrador y por la mayoría legislativa de Morena y aliados en el Senado de la república al negarse a nombrar comisionados para que el Instituto pueda tomar sus resoluciones con el quórum suficiente y requerido por ley. No se trata de la cancelación de un programa de gobierno, de una política pública, de una humilde acción gubernativa: se trata de uno de los contenidos más importantes de la dignidad humana, de acuerdo con la teoría de los derechos humanos: el derecho de toda persona a saber qué hace cada autoridad, con qué lo hace, para qué lo hace. Los límites del derecho de acceso a la información son aquellos de la imaginación de las personas en una sociedad, traducida en solicitudes de acceso a la información: costo y abasto de medicamentos, espionaje de las fuerzas armadas a civiles, adjudicaciones directas para compra de granos, pagos a Cuba por médicos cubanos en territorio nacional, pilotajes y efectos de las políticas educativas, evaluación de profesores, de policías, masacres perpetradas por fuerzas de seguridad y sí, también el costo de las toallas de Vicente y Martha Fox.

Los derechos humanos (votar y ser votado, derecho de acceso a la información, derecho a la protección de datos personales, derecho a la salud, a la educación, al medio ambiente, etc.) son la razón de ser del Estado en una sociedad democrática y el límite de la actuación de cualquier autoridad. Así lo ha reconocido la Corte Interamericana de Derechos Humanos al revisar en 2011 el control de convencionalidad en el Caso Gelman vs. Uruguay, sentencia en la que estableció un límite que alcanza incluso a la regla de la mayoría legislativa: ‘La legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados como la Convención Americana, […] por lo que, […] la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas, en las cuales también debe primar un “control de convencionalidad”, que es función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial. En este sentido, […] “el límite de la decisión de la mayoría reside, esencialmente, en dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales y la sujeción de los poderes públicos a la ley”.

Afortunadamente, no sólo el artículo 6º sino también el artículo 1º constitucional dan a las ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación el asidero jurídico necesario para revertir el coma inducido del INAI y del derecho de acceso a la información que han promovido el presidente López Obrador, el Secretario de Gobernación Adán Augusto López y los legisladores de Morena. La mayoría no puede atentar contra los derechos humanos que garantizan y protegen la dignidad y la libertad de las personas.

* Sergio López Menéndez (@serlomen) es egresado de la UNAM (Ciencia Política). Consultor  interesado en derechos humanos, instituciones y política. Actualmente estudio la licenciatura en derecho en la UNAM.