2020: Y ahora nueva Nueva York descubre el comercio ambulante

Cristina Sánchez en su puesto de frutas en la avenida Roosevelt en Queens, el 18 de julio de 2020. (Juan Arredondo/The New York Times).
Cristina Sánchez en su puesto de frutas en la avenida Roosevelt en Queens, el 18 de julio de 2020. (Juan Arredondo/The New York Times).

NUEVA YORK - El tramo de la avenida Roosevelt en Queens bullía de gente que se abría paso entre los carritos y puestos que ofrecen de todo, desde maíz tostado con aroma dulce hasta cubrebocas.

El rugido frecuente del tren número siete a menudo ahogaba el sonido del regateo.

En una esquina se encontraba de pie Cristina Sánchez, desolada, en un puesto de productos agrícolas. No había vendido nada. Durante la pandemia, había caído en una frenética carrera por sobrevivir: primero perdió su trabajo, luego su habitación de alquiler.

Para Sánchez, de 47 años, las pérdidas han sido numerosas. Sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en su familia en México.

“Solía enviarles 150 dólares todas las semanas”, dijo. “Ahora apenas llego a los 20”.

Sánchez es parte del más de medio millón de inmigrantes no autorizados de la ciudad cuyas vidas se han visto alteradas por la pandemia, pero que no son elegibles para la mayoría de la asistencia financiera, incluyendo el dinero de los estímulos y préstamos.

Con recursos limitados, muchos inmigrantes de Latinoamérica (que ya estaban entre los más afectados por el virus) han recurrido a la labor que desempeñaban en su país natal: trabajar como vendedores ambulantes.

No obstante, durante décadas, Nueva York ha limitado la cantidad de permisos para vender en la calle (actualmente está restringida a 2900 para alimentos y 853 para mercancía general) lo que crea un mercado negro y hace a los vendedores vulnerables a multas elevadas.

Los ambulantes están frustrados y sienten que una forma respetable de ganarse la vida en otras partes del mundo aquí está criminalizada.

En el epicentro sin trabajo ni documentos

Jackson Heights fue parte del “epicentro del epicentro” de la pandemia en Nueva York. Los efectos de esos primeros meses aún reverberan entre los trabajadores migrantes que perdieron su empleo y se enfermaron a una velocidad alarmante.

Sánchez llegó a Nueva York en 2004. Trabajó en varios empleos hasta hace tres años, cuando encontró trabajo doblando ropa en una tintorería por 700 dólares a la semana. Eso fue suficiente para unirse a la fila de compañeros inmigrantes formados afuera de la sucursal de Western Union, que esperan para enviar dinero a la familia.

“Solo trato de seguir adelante y seguir ayudando a mis hijos con su educación”, señaló. “Pero ahora con la pandemia, no puedo ayudarlos. No hay trabajo”.

Perdió su trabajo en marzo y a finales de junio ya no tenía casa.

Cuando el COVID-19 apareció en Nueva York, pagaba 60 dólares semanales por subarrendar una habitación en la avenida Roosevelt. Pagó durante cuatro meses hasta que se agotaron sus ahorros.

El propietario la desalojó y aunque sus amigos la instaron a luchar contra el desalojo (hay una suspensión en vigor hasta finales de este año) se sintió intimidada.

Desesperada, le preguntó a un amigo si podía dormir en el sofá de su sala y, como muchos otros inmigrantes no autorizados en la ciudad, se dedicó a la venta ambulante para sobrevivir.

Empezó a vender alimentos con la ayuda de Sabina Morales, una vendedora experimentada que al principio le suministró productos agrícolas maduros. Su antiguo empleo le ha dado un poco de trabajo recientemente, pero sabe que necesita encontrar otra fuente de ingresos, en especial cuando el clima se vuelva frío.

“Esto ha afectado mucho a mis hijos”, dijo Sánchez, mientras comenzaba a llorar. “Trato de decirles que, como no hay un trabajo estable, lo que gano solo me alcanza para sobrevivir cada día”.

Por cada vendedor callejero, hay otros que se benefician de su trabajo. Es un ecosistema fluido, evidenciado por la avalancha de recién llegados como Gerardo Vital y quienes los apoyan.

Vital estaba tan orgulloso de su país adoptivo que se ganaba la vida mostrando a los turistas hispanohablantes los lugares más destacados de Manhattan y Washington D. C.

“Tenía reservaciones para hacer recorridos todos los días desde marzo hasta septiembre”, señaló. Sus ingresos fueron suficientes para comprar dos autos y alquilar un todoterreno para grupos turísticos. “Pero cuando cancelaron los vuelos y cerraron las fronteras, mi mundo se vino abajo de nuevo.”

Decidió vender tacos de alambre (preparados con carne, chiles, tocino y queso) en la calle. El propietario de un establecimiento delicatesen local le permitió usar un puesto de venta cerrado en la acera por la noche, sin costo alguno. Durante el día, vende batidos.

Trabaja de 9 de la noche a 2 de la mañana, le vende a la gente que vuelve a casa después de trabajar en turnos nocturnos o a los juerguistas ebrios y con apetito. Dijo que la calle puede ser un poco riesgosa.

Manuel Antonio Díaz Córdova vende cubrebocas en su puesto de la avenida Roosevelt en Queens, el 30 de septiembre de 2020. (Juan Arredondo/The New York Times).
Manuel Antonio Díaz Córdova vende cubrebocas en su puesto de la avenida Roosevelt en Queens, el 30 de septiembre de 2020. (Juan Arredondo/The New York Times).

“Conozco a todos los vagos y delincuentes, a todos ellos”, comentó.

Vital esperaba que sus tacos de alambre atrajeran a los clientes que anhelaban una comida que les recordara a su hogar.

“Este es el tipo de resiliencia creativa a la que siempre han recurrido las comunidades de inmigrantes”, dijo Alyshia Gálvez, profesora del Lehman College y directora fundadora del Instituto de Estudios Mexicanos Jaime Lucero.

Las políticas hacen la vida más difícil… y más incierta

Como la veterana ambulante que es, Morales lanzó una mirada estoica y sensata en la avenida Roosevelt. A su lado había un camión frigorífico parado, donde almacena sus productos agrícolas.

Ha vendido estos productos en Jackson Heights desde que llegó a Nueva York hace 15 años y, desde que comenzó la pandemia, ha ayudado a otros, como Sánchez, a montar sus propios puestos.

No obstante, la afluencia de vendedores nuevos ha dificultado su trabajo aún más.

“Antes de la pandemia, los negocios eran mucho mejores”, dijo Morales, quien vino a la ciudad para reunir a su nieto de 5 años con su madre. “Ahora hay más vendedores que clientes”.

Una vez a la semana, se aventura a ir a Hunts Point, buscando mayoristas que ofrezcan productos maduros con descuento. Puesto que el metro suspendió el servicio nocturno, Morales ha estado durmiendo en el coche de un amigo para esperar hasta el amanecer antes de volver a la avenida Roosevelt.

A diferencia de la mayoría de los vendedores que no tienen el permiso ni el dinero para alquilar uno, Morales tiene la licencia requerida para administrar su puesto.

No obstante, tiene un precio muy alto: afirma que paga 22.000 dólares cada dos años al dueño actual del permiso, quien solo le pagó 300 dólares a la ciudad.

Ahora pertenece a una coalición de vendedores ambulantes, defensores y políticos que instan a los funcionarios a aprobar un proyecto de ley que crearía un Fondo de Trabajadores Excluidos, el cual gravaría con impuestos a los más acaudalados de la ciudad para proporcionar ayuda financiera a los trabajadores que viven en Nueva York sin permiso legal.

“Ha habido muy poca ayuda, así que hemos tenido que resolver esto por nuestra cuenta”, afirmó Jessica Ramos, senadora estatal que patrocina el proyecto de ley.

Muchos funcionarios de las comunidades de inmigrantes también están presionando para reducir el límite del permiso y así evitar una catástrofe aún mayor. Un proyecto de ley pendiente en el concejo municipal añadiría 400 permisos más de vendedores ambulantes de alimentos anualmente durante 10 años.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company

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