El universo dentro del último aliento de César

El asesinato de Julio César, óleo de Heinrich Friedrich Füger (1751—1818). <a href="https://sammlung.wienmuseum.at/objekt/129161-die-ermordung-julius-caesars/" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Birgit y Peter Kainz, Museo de Viena;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas" class="link ">Birgit y Peter Kainz, Museo de Viena</a>, <a href="http://creativecommons.org/licenses/by/4.0/" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:CC BY;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas" class="link ">CC BY</a>

Bajo la estatua de Pompeyo, allá por el año 44 a. e. c., Julio César exhalaba su último aliento bajo los puñales de algunos de sus más fieles colaboradores. Y además de amargura y decepción, su último aliento contenía muchas, muchísimas moléculas de nitrógeno, oxígeno, dióxido de carbono, algo de agua y otros gases. Tantas que ahora mismo, cada vez que usted respira, en sus pulmones podría entrar una de ellas.

Pero no sería una molécula cualquiera, sino una nueva. Una molécula que, tras ser exhalada por el insigne prócer, nunca antes habrá sido respirada por nadie. Es la paradoja del último aliento de César, formulada originalmente por Enrico Fermi, otro romano universal e incansable explorador de lo infinitamente pequeño que, además, fue el gran artífice del primer reactor nuclear construido por el ser humano.

La vida en mil millones de suspiros

Ya que estamos con los latines, nullius in verba: hagamos números.

Tirando por lo alto, una persona que viva 90 años respirará casi mil millones de veces. Si los 8 000 millones de habitantes de la Tierra llegásemos a los 90 años, al final de nuestras vidas sumaríamos unos 8 trillones de respiraciones, un 8 con 18 ceros detrás. Ciertamente la cifra marea, pero es que la exhalación de César (y cada suspiro humano) contenía tantas moléculas que se acerca peligrosamente a los dominios del coloso del microcosmos: el número de Avogadro. Un 6 con 23 ceros detrás.

No es que cada uno de nosotros pueda respirar una molécula “inmaculada” cada vez, sino que se necesitarían del orden de 100 000 civilizaciones como la nuestra viviendo a toda máquina para pasar por los pulmones todas las moléculas del último aliento de Julio César. O de Marilyn Monroe. O un “¡vamos!” de Rafa Nadal.

De lo ínfimo a lo inmenso

Definido en su momento como el número de átomos que hay en 12 gramos de carbono-12, el número de Avogadro equivale también al número de moléculas en 18 mililitros de agua. Y, puñado arriba o abajo, es del orden del número de estrellas en el universo. ¿Casualidad? Posiblemente sí, pero lo cierto es que tendemos a identificar lo ínfimamente pequeño con lo infinitamente grande.

De hecho, la imagen más icónica de los átomos es muy similar a la de un planeta con un enjambre de satélites. Hace poco más de un siglo el modelo planetario del átomo dio respuesta a muchos interrogantes, aunque en realidad no es correcto hablar del aspecto de los átomos en el sentido coloquial de la palabra. Un átomo no es como lo dibujamos, pero en infinidad de aplicaciones podemos imaginarlos como unas bolitas un tanto especiales, y sirve. Las estimaciones del número de moléculas en un suspiro no responden a un conteo una a una, pero también sirven, encajan en ciencia.

Chupitos cuánticos

A las 6 con 23 ceros de moléculas en cada suspiro humano hay que seguir aumentando aún más ceros si miramos los átomos que contienen cada una de esas moléculas.

¿Qué dimensiones tienen los átomos y las moléculas para que en un vaso de chupito quepa un universo de ellos?

Expresado en milímetros, el diámetro de un átomo es del orden de un 1 precedido de 7 ceros decimales, una longitud con nombre propio: un ángstrom.

A su vez, esas bolitas infinitesimales están casi huecas, toda su materia se concentra en un núcleo que, también en milímetros, mide algo más de un 1 con 12 ceros delante. ¿Tendrá nombre propio una unidad de longitud tan pequeña? Sí, un fermi. En honor al padre de nuestra inquietante paradoja. ¿Otra casualidad?

Realmente, no toda la masa del átomo está en el núcleo. Revoloteándolo y constituyendo una especie de órbitas difusas, están los electrones. Cargas negativas de masa casi despreciable, pero que determinan los enlaces entre átomos, es decir, la arquitectura de la vida.

Su comportamiento cuántico y, por tanto, impredecible, crea y destruye radiación electromagnética y, por tanto, luz. Los electrones usan la radiación como “combustible” para saltar de una órbita a otra más energética, y la emiten como excedente cuando pierden energía. Igual que los buzos cogen o sueltan lastre para bajar o subir, los electrones absorben o emiten radiación para alejarse o acercarse al núcleo.

¿Qué más podemos decir de la materia que cabe en un vaso de chupito o en un suspiro? Pues que, obviamente, no existe ni existirá supercomputadora capaz de calcular los movimientos de tanta molécula. Pero por suerte, no todo está perdido.

Las estrellas, átomos del cosmos

Rayando el ecuador del siglo XIX, la diosa Minerva, que tantas veces había inspirado a Julio César, envió a dos genios universales, verdaderos puentes entre Newton y Einstein: James Clerk Maxwell y Ludwig Boltzmann, pioneros en mecánica estadística. ¿Y qué hicieron ellos por los alientos? Pues nada menos que descubrir y aplicar que, igual que la estatura de las personas se distribuye en unos rangos en torno a unos valores más probables, el movimiento de los trillones de partículas que forman un gas también sigue distribuciones probabilísticas. Usaron estas distribuciones para calcular las propiedades de la materia macroscópica (temperatura, presión, flujo de calor, entropía…).

Hoy, gracias a ellos (y a otros, por supuesto), podemos considerar que las estrellas son como los átomos de las galaxias. Y las galaxias, los átomos del cosmos, que no es sino un fluido. Como la luz.

No fue fácil que la comunidad científica aceptase que los sistemas físicos como el aliento de César tuvieran propiedades predecibles a partir de los caprichosos movimientos de un número inimaginable de átomos y moléculas. Frustrado y humillado por sus colegas, Ludwig Boltzmann se suicidio en 1906. Poco después, demasiado tarde, sus hipótesis y teorías fueron aceptadas. Sobre su lápida, santuario de peregrinación para físicos y románticos, se grabó la eterna ecuación de la entropía y los microestados, que conecta el micro y el macrocosmos y que en realidad no escribió él sino el físico alemán Max Planck.

Pero, aunque no exenta de suspiros, ésa es ya otra historia.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Antonio Manuel Peña García no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.