Cuando tu hijo es un animal
La cargada conversación cultural sobre las mascotas y los niños —véase “Chimp Crazy”, “señoras con gatos y sin hijos” y más— revela las contradicciones ocultas de la vida familiar.
“El amor por los monos es totalmente diferente al amor que sientes por tu hijo”, dice Tonia Haddix, una agente comercial de animales exóticos, al principio de Chimp Crazy, la serie documental de HBO que investiga el mundo de la tenencia de chimpancés. “Si es tu hijo biológico, es algo natural, porque realmente has dado a luz a ese niño. Pero cuando adoptas un mono, el vínculo es mucho, mucho más profundo”.
Chimp Crazy llega en un verano de obsesión cultural y política sobre el lugar de los animales en nuestras vidas familiares. Cuando JD Vance se convirtió en el candidato republicano a la vicepresidencia, resurgió su comentario de 2021 sobre las “señoras con gatos y sin hijos”, y las situó como adversarias de la familia tradicional. The New York Magazine publicó un número especial en el que se cuestionaba la ética de la tenencia de mascotas, que incluía un ensayo polarizador de una madre anónima que descuidó a su gato cuando llegó su bebé humano. En el trasfondo de estas historias, se oyen los ecos de una discusión en internet que enfrenta a los animales de compañía con los niños: mascotas y nenes forzados a una batalla psíquica por el reconocimiento de los adultos.
Esta dinámica se siente sobrecargada desde 2020, el año en que la vida familiar estadounidense —esa institución insular de la que se espera que satisfaga todas las necesidades de cuidado humano— se volvió positivamente hermética. La pandemia del coronavirus exageró una tendencia más amplia hacia el aislamiento doméstico: los dueños de mascotas pasan más tiempo con sus animales, los padres más tiempo con sus hijos, todo el mundo pasa menos tiempo con los demás, excepto quizás en internet, donde nuestras escenas domésticas chocan en un teatro de quejas y de estrés.
Cuando un gato, un perro o, desde luego, un chimpancé se cuelan en una historia familiar, la sacan de balance y revelan sus hipocresías y sus perjuicios. En Chimp Crazy, Haddix se erige como el avatar de todas las contradicciones del ideal doméstico del cuidado privado en casa: ama a sus “bebés” chimpancés con tal obsesión que los atrapa (y se atrapa a sí misma) en un miserable diorama de vida familiar.
Haddix, una mujer de cincuenta y tantos años que se describe a sí misma como la “Dolly Parton de los chimpancés”, cree que Dios la eligió para ser cuidadora. Era enfermera titulada antes de trabajar como voluntaria en un destartalado centro de cría de chimpancés en Misuri, donde habla de un chimpancé macho llamado Tonka como si fuera su madre. Haddix también tiene dos hijos humanos, pero los quiere menos, y lo dice en televisión.
Al nombrarse a sí misma madre de un animal salvaje encarcelado, afirma una forma idealizada de maternidad, que describe como desinteresada, interminable y pura. Chimp Crazy es la historia de lo ruinosa que puede ser esta idea del amor, tanto para la mujer como para el simio.
A medida que avanza la serie, se descubre una red clandestina de criadores e intermediarios de chimpancés. Brittany Peet, abogada de Personas por el Trato Ético de los Animales (PETA, por su sigla en inglés), lo describe como una “cultura de casi exclusivamente mujeres que crían chimpancés y monos como si fueran bebés”, figuras maternas claramente solitarias que mitifican a los simios como niños eternos que nunca contestan, nunca maduran y nunca se van.
Por supuesto, los chimpancés en absoluto estaban destinados a vivir entre la gente; es solo la jaula lo que los mantiene allí. Una y otra vez, Chimp Crazy muestra cómo el “amor” humano por los chimpancés conduce al abandono, el abuso y la violencia. La serie trata de la locura de dejar suelto a un animal salvaje en la familia, pero también del vacío en el centro de la familia.
Mientras veía Chimp Crazy, leí el número de The New York Magazine sobre la tenencia de animales de compañía. La portada muestra a una persona vestida de felino, sujetando los barrotes de una ventana como si mirara desde el interior de una celda, y sus páginas están repletas de jerga — “padre de mascota”, “bebé peludo”, “hijo para primerizos”— que sugiere que cuando hablamos de nuestras mascotas, en realidad estamos hablando de nosotros mismos. O al menos, de nuestros hijos.
El ensayo que ha estallado en internet, “¿Por qué dejé de querer a mi gato cuando tuve un bebé?”, es la historia de una madre primeriza anónima sobre cómo su querido gato, Lucky, se convirtió en su némesis posparto. A medida que Lucky se convierte en un estorbo, se lleva la peor parte de la frustración y desesperación de la autora ante la abrumadora carga que supone cuidar de su primer hijo. En el ensayo, la madre lo expresa como un problema de afecto disminuido. Sus críticos en internet le reprochan, en un estribillo repetido, que “el amor no es finito”.
Tonia Haddix ama a sus chimpancés; la escritora anónima de la revista detesta a su gato. En ambos casos, los animales sufren, y el amor solo confunde el tema. El amor infinito es una idea bonita, pero el cuidado es un trabajo, y la capacidad humana para trabajar tiene límites.
La dueña de Lucky, a quien le preocupa que el trato que da a su gato la convierta en una “psicópata”, descuida al gato mientras espera que su amor regrese por arte de magia. Mientras leía su historia, me preguntaba si la propia expectativa de que su corazón produzca el amor ilimitado necesario para alimentar actos sobrehumanos de cuidado le impide hacer lo correcto por su mascota y encontrarle a Lucky un cuidador que pueda satisfacer sus necesidades, sin necesidad de brillo sentimental.
Limitar los cuidados a la familia tradicional —lo que con demasiada frecuencia significa descargar todos los cuidados en una mujer— no hace justicia ni a los niños ni a sus padres, y mucho menos a las mascotas. Cuando JD Vance le dijo a Tucker Carlson hace unos años que Estados Unidos está gobernado por “señoras con gatos y sin hijos”, emprendió una guerra cultural contra cualquier mujer que se resistiera a este modelo de cuidado aislado y castigador. Como Vance aclaró más tarde, “no tengo nada en contra de los gatos”: el gato, con su reputación de independencia distante, simplemente significa la mujer que es libre de seguir una vida pública fuera del hogar.
Vance no es el único que sugiere que las mujeres se retiren al hogar para criar a sus hijos con singular obsesión. Cada pocos meses en X, me sirven pruebas de una corriente cultural cruzada que sugiere que los niños, y por extensión sus padres, no son bienvenidos o no son aptos para la vida pública. Tengo grabada en la memoria una pelea en internet que estalló el pasado mes de noviembre, cuando una autodenominada “PetParent” publicó un post sobre una niña pequeña que corrió hacia su perro. Tras bloquear a la niña con su cuerpo, la mujer informó de que la había educado (“Quizá sería mejor que no corriéramos hacia perros que no conocemos”) y luego educó a su madre: “Si no sabe responder a comandos de voz”, dijo la mujer refiriéndose a la niña de la madre, “quizá debería llevar correa”.
Cuando un niño se abre camino en el mundo, aprende por ensayo y error. En el mejor de los casos, se encuentra con vecinos y otras personas dispuestas a ayudarle. Esta interacción, ya sea real o dramatizada para llamar excesivamente la atención, delata en cambio una condescendencia hacia la niña, una falta de voluntad para reconocerla como persona y un afán por castigar a sus padres por no controlar a su hija.
Los perros suelen aparecer en este tipo de discusiones sobre la idoneidad de los niños en espacios públicos, normalmente para insinuar que los niños no deberían aparecer fuera de casa hasta que los padres los hayan “adiestrado” para sentarse, quedarse quietos y callarse. En abril, una foto publicada en X de una pizarra en la puerta de un pub en la que se leía “DOG FRIENDLY, CHILD FREE” (“Amigable con los perros, libre de niños”) inspiró semanas de idas y venidas.
Cuando los niños son considerados perros inferiores y los perros son mitificados como niños superiores —más aptos para la vida social humana que toda una clase de personas—, no estoy seguro de quién gana, pero no creo que sean ni los niños ni las mascotas. A menudo, los niños y las mascotas circulan en estas historias como objetos fóbicos, lugares de proyección donde los humanos adultos volcamos nuestras propias necesidades insatisfechas. Cuando Haddix se dispone a cuidar de una sucesión de chimpancés jóvenes, niega su dolor y el suyo propio para alimentar sus fantasías de felicidad doméstica.
La teórica feminista Sophie Lewis, en su provocador panfleto de 2022 “Abolir la familia: un manifiesto por los cuidados y la liberación”, señala que puede ser más fácil reconocer los sistemas que maltratan a los animales que ver las estructuras que no sirven a las personas. “No dudamos en afirmar que los animales no humanos están mejor fuera de los zoológicos, aunque sus hábitats alternativos sean cada vez más escasos”, escribe. Del mismo modo, “la familia está haciendo un mal trabajo en los cuidados, y todos merecemos algo mejor”.
Uno de los momentos más tristes de Chimp Crazy es cuando Justin, el hijo adulto de Haddix, reflexiona sobre su infancia en una familia en la que un simio era más importante que él. Recuerda a su madre saltándose los actos escolares para atender las necesidades urgentes de sus mascotas. “De ahí viene la gran atracción por estos primates”, dice. “Son como niños que nunca crecen, así que van a necesitar constantemente sus cuidados”.
Está llegando a un acuerdo con la propia necesidad de su madre de ser necesitada. Cuando está con un primate, “se nota que es feliz”, dice. “Y yo no puedo interponerme”.
Amanda Hess
es crítica para The New York Times. Escribe sobre internet y cultura pop para la sección de Artes y colabora regularmente con The New York Times Magazine. Más de Amanda Hess
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