Trump ejerció presión sobre el sistema electoral, y las fisuras fueron evidentes
A medida que los esfuerzos del presidente Donald Trump por revertir las elecciones de 2020 se han desvanecido de forma constante, el país parece haber escapado de un escenario apocalíptico en el epílogo de la campaña: desde el 3 de noviembre, no ha habido tanques en las calles ni disturbios civiles generalizados. Tampoco ha habido ninguna intervención descarada del poder judicial ni de alguna legislatura estatal partidista. La victoria evidente de Joe Biden ha resistido el tráfico de teorías de conspiración de Trump y su campaña de demandas infundadas.
Al final —sí, el enfrentamiento poselectoral instigado por Trump y su partido realmente está llegando a su fin— el ataque del presidente a las elecciones terminó en un anticlímax. Se selló no con nuevas convulsiones políticas peligrosas, sino con una carta de una burócrata desconocida designada por Trump, Emily Murphy de la Administración General de Servicios, en la que se autorizó el proceso de entregar de manera formal el gobierno a Biden.
Por ahora, el país parece haber evitado el desastroso colapso de su sistema electoral.
La próxima vez, los estadounidenses podrían no ser tan afortunados.
Si bien la misión de Trump de alterar las elecciones ha fracasado hasta el momento en todos los sentidos, sí logró dejar en evidencia las profundas grietas en la estructura de la democracia estadounidense y ha abierto el camino para futuras perturbaciones y quizás hasta desastres. Con el esfuerzo más amateur posible, Trump logró congelar la transición de poder durante casi un mes, ordenando la indulgencia sumisa de los republicanos y atizando el miedo y la frustración entre los demócratas mientras exploraba una variedad de opciones descabelladas para impedir la presidencia de Biden.
Nunca estuvo cerca de lograr su objetivo: los funcionarios estatales clave se resistieron a sus súplicas de privar de sus derechos a una cantidad enorme de votantes, y los jueces prácticamente se rieron en la cara de su equipo legal en los tribunales.
Ben Ginsberg, el abogado electoral republicano más destacado de su generación, afirmó que duda que algún futuro candidato intente replicar la misma estrategia de Trump, porque ha sido un gran fracaso. Señaló además que pocos candidatos y abogados electorales considerarían a Rudy Giuliani y Sidney Powell —las caras visibles del litigio de Trump— como los autores de un nuevo e ingenioso manual de estrategias.
“Si en unos meses recordamos esta estrategia de Trump como simplemente un fracaso absoluto, entonces lo más probable es que nunca sea emulada”, dijo Ginsberg, quien representó al expresidente George W. Bush en la disputa de las elecciones de 2000. “Sin embargo, el sistema fue sometido a una presión como nunca antes”.
Esa presión, dijo, reveló suficientes disposiciones vagas y lagunas en la ley electoral estadounidense como para demostrar que una futura crisis es demasiado creíble. Ginsberg señaló en particular la falta de normas uniformes para la certificación oportuna de las elecciones por parte de las autoridades estatales, y la incertidumbre sobre si las legislaturas estatales tienen el poder de nombrar a sus propios electores (representantes del Colegio Electoral) para desafiar el voto popular. Las elecciones de 2020, dijo, “deberían ser un llamado a considerar esos problemas”.
Sin embargo, incluso sin precipitar una verdadera crisis constitucional, Trump ya ha hecho añicos la histórica norma de que un candidato derrotado debe conceder la elección de manera rápida y elegante, y evitar impugnar los resultados sin una buena razón. Él, junto con sus aliados, también rechazó la vieja convención de que los medios de comunicación deben anunciar al ganador, y en cambio explotó la fragmentación de los medios y el ascenso de las plataformas como Twitter y Facebook para fomentar una experiencia de realidad alternativa para sus seguidores.
El próximo candidato republicano que pierda una elección reñida podría encontrarse con algunos votantes que esperen que él o ella imite la conducta de Trump, y si un demócrata llegara a adoptar la misma táctica, el Partido Republicano no tendría argumentos para quejarse.
No obstante, lo más importante, según expertos legales y políticos, es la forma en la que Trump identificó los puntos de presión peligrosos dentro del sistema. Esas vulnerabilidades, dijeron, podrían ser manipuladas por otra persona para que tengan un efecto desestabilizador en unas elecciones más reñidas, quizás una que presente evidencias reales de manipulación o interferencia extranjera, o con un resultado que arroje un ganador que haya perdido con facilidad el voto popular pero que haya logrado una victoria muy estrecha en el Colegio Electoral.
En esos escenarios quizá no sea una maniobra tan arriesgada para un candidato perdedor intentar detener la certificación de los resultados a través de juntas estatales y de condado de bajo perfil, o incitar a legisladores estatales para que nombren una lista de electores, o presionar a los designados políticos en el gobierno federal para que bloqueen una transición presidencial.
De hecho, Trump logró entrometerse en los procedimientos electorales normales en varios estados. Convocó a los líderes republicanos de Míchigan en el Despacho Oval mientras sus aliados planteaban la idea de nombrar electores a favor de Trump de ese estado, en el cual Biden ganó por más de 150.000 votos. Además, inspiró una ofensiva por parte de la derecha en contra del secretario de estado de Georgia, el republicano Brad Raffensperger, quien se negó a confirmar las falsas acusaciones de Trump sobre la manipulación de boletas de votación. Aunque Raffensperger supervisó unas elecciones justas, los dos senadores republicanos de Georgia, invocando al presidente, pidieron su renuncia.
Aún está por verse si Trump terminará como un perdedor particularmente resentido o como el precursor de una nueva era tipo “viejo oeste” en las elecciones estadounidenses. Este siglo ya ha tenido elecciones mucho más reñidas, incluyendo las del año 2000, que sumió al país en una revisión de una semana de los destartalados procedimientos de recuento de votos en Florida, y las de 2016, en las que Trump se convirtió en presidente con una brecha históricamente amplia entre el voto popular y el del Colegio Electoral. Sin embargo, nadie más ha considerado las tácticas corrosivas que Trump ha buscado implementar.
Al igual que muchas otras maquinaciones presidenciales en los últimos cuatro años, el complot de Trump contra las elecciones se desmoronó en parte por las circunstancias externas —la gran cantidad de estados clave a favor de Biden, por ejemplo— y en parte debido a su propia torpeza. Sus abogados y asesores políticos nunca idearon una estrategia real para revertir el voto popular en varios estados grandes, y se dedicaron a una combinación de fanfarronadas televisadas y acusaciones descabelladas de fraude electoral en las grandes ciudades, de las cuales no había pruebas.
Barbara Pariente, la expresidenta de la Corte Suprema de Florida que supervisó la batalla estatal en las elecciones de 2000, afirmó que es esencial que el Congreso aclare el proceso mediante el cual las elecciones se realizan y se deciden, a fin de evitar el riesgo de un desastre mucho mayor en los próximos años. El equipo de Trump, dijo Pariente, ya había violado los estándares fundamentales de conducta legal al presentar casos que buscaban anular una gran cantidad de votos “sin ninguna evidencia de irregularidades, para luego pedirle a un tribunal que investigara más a fondo”.
“Cuando veo lo que está sucediendo en la actualidad, creo que es un ataque real a nuestro sistema democrático estadounidense, y está provocando que decenas de millones de estadounidenses duden del resultado”, dijo Pariente. “Eso tiene graves implicaciones, en mi opinión, para el futuro de este país”.
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This article originally appeared in The New York Times.
© 2020 The New York Times Company