Tronar cohetes, la deplorable tradición mexicana que perdura
No todas las tradiciones son sanas. Se sabe. Y no hay mejor ejemplo que la quema de cohetes, esa costumbre tan mexicana como pegarle a la piñana en una posada al fragor de un ponche. Desde ningún punto de vista se podría justificar tamaño arrebato de demencia: ver cómo estallan unos remedos de bomba que, en realidad y desafortunadamente, suelen tener mucha potencia y emular con mucha eficiencia a sus padres. Y en las manos incorrectas, se convierten en peligro total.
Cada vez se alzan más voces contra esa longeva usanza del mexicano. Y ojalá siga siendo así año tras año, hasta que una mayoría abrumadora vea con desprecio a quien contamina el aire sin ningún tipo de consecuencia. Todavía no es así. Al menos no en los hechos reales. Y es que, siendo sinceros, se necesitan pantalones para ir a pedirle a cualquier grupo de adolescentes que se olviden de las explosiones, empezando por el riesgo de que lo crean a uno anticuado y miedoso.
El problema radica en que conseguir cohetes en México es muy fácil y más en esta época —literalmente, se consiguen a la vuelta de la esquina—. Pero ese parece ser un problema marginal que apenas y merece la atención de las autoridades, porque lo sabemos todos: la noche del 15 de septiembre tornarán palomas y R-15 en nuestra cuadra. No habrá nadie para evitarlo, aunque al día siguiente el olor a pólvora invite a la náusea y el aire esté cargado de una neblina incómoda.
Lo peor es que todos asumen que, con la llegada de las fiestas patrias, también vendrán esos funestos estruendos callejeros. Digamos las cosas como son: da hasta miedo salir a la calle. Pero de alguna manera ese miedo se ha interiorizado para ver como algo normal las explosiones en vía pública.
La contaminación que provocan es indignante. Martillan los oídos de los perros de casa y de calle. Y son un riesgo latente para quienes los queman y para cualquier persona que se encuentre cerca. Los ejemplos hablan por sí solos. El año pasado, un joven de 23 años murió en Milpa Alta, durante una fiesta patronal de esa alcaldía, luego de que le explotara una mochila en la que cargaba pirotecnia.
En diciembre de 2016, la explosión en el mercado de cohetes de Tultepec conmocionó a todo el país. Fueron 46 los muertos y hubo decenas de heridos. Ni las explosiones previas de 2005 y 2006, en el mismo mercado, sirvieron para prevenir la tragedia. Literalmente, se juega con fuego.
Y quizá, para continuar con el asombro, se llegará al punto en que los aficionados a esta costumbre se radicalicen a tal punto que vean la quemazón como un acto de rebeldía. Lo conocemos de memoria: lo censurado siempre es más atractivo.
En la Ciudad de México, de hecho, está prohibido tronar cohetes. La Ley de Cultura Cívica establece multas que van de los 1, 882 a los 2, 688 pesos. También hay castigos que comprenden de 25 a 36 horas de cárcel y 12 a 18 días de trabajo comunitario. Al final, sin embargo, las calles de la capital, como cualquier lugar del país, serán iluminadas (a la mala) como cada año. Parece ya, a estas alturas, un destino ineludible.
Ya sea porque contamina y es dañina para todos, porque atormenta a los canes, porque puede causar tragedias sin bálsamo, porque teóricamente está prohíba: habría que poner un alto, para siempre, a la pirotecnia y todos sus penosos usos y sus más variadas y retorcidas presentaciones. No más, por favor. Es una tradición, sí, pero una tradición putrefacta y absurda.