¿Ha triunfado la democracia deliberativa en Madrid?

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“Nuestros políticos aseguran que se ha de tomar a los hombres tal como son y no como los soñadores bienintencionados imaginan que deben ser, pero ese tal cual son viene a significar en realidad lo que un determinado tipo de política ha hecho de ellos por medio de alevosas maquinaciones” (Kant, El conflicto de las Facultades)

Conviene analizar los acontecimientos políticos con cierta perspectiva histórica para poder comprenderlos mejor. Cabe por tanto comentar los resultados electorales de la comunidad madrileña con una mirada superficial, que sólo destaque las obviedades, pero resulta más instructivo desentrañar su trasfondo cultural. Un diagnóstico certero sólo puede hacerse identificando una etiología y examinando las causas.

Cuando hablan las urnas, el resultado es inapelable. Pero no deja de ser ilustrativo preguntarse por qué se ha dado un vuelco electoral tan pronunciado en poco tiempo. Si se hubiera producido por hacer balance de una gestión, la cuestión sería muy sencilla. Los votantes habrían premiado el acierto de afrontar problemas muy acuciantes y no habría más vueltas que darle. Pero la cuestión parece algo más compleja.

Esos éxitos de gestión deberían compartirse con quienes han cogobernado estos dos últimos años, pero el socio gubernamental (Ciudadanos) ha desaparecido del mapa. Cabría entonces pronosticar que los milagros económicos alcanzados van a crecer exponencialmente sin ese lastre, tal como se nos asegura, prometiendo una sustancia rebaja impositiva sin explicar cómo se financiará la salud o la educación sin ir más lejos. Pero el problema es que no se presentaron estadísticas o testimonios de la gestión realizada.

Descalificaciones y argumentos vacíos

Salvo honrosas excepciones, hemos asistido a un tedioso cruce de continuas descalificaciones donde los argumentos brillaban por su ausencia. Se nos brindaban eslóganes bastante pueriles y dilemas grandilocuentes que ganaban adeptos con suma facilidad, sobre todo por vía negativa. Se trataba de anular a quien pensara diferente, invitándole a hacer mutis por el foro, en vez de intentar convencerle con mejores argumentos y escuchar sus réplicas.

Ese maniqueo clima político social no se propone arbitrar consensos y encontrar conjuntamente soluciones para los problemas reales que jalonan la vida cotidiana. Pretende más bien imponer una cosmovisión hegemónica excluyente que demoniza todo cuanto no coincida con sus inquebrantables premisas, las cuales no admiten verse contrastadas con posibles alternativas.

Hannah Arendt nos previno sobre todo lo que implica un proceso de banalización sistemática. No hace falta que comparezcan monstruos para perpetrar barbaridades. Basta con ir considerando como cosas normales lo que no debería ser asumido como algo habitual, inocuo e inofensivo. El proceso es paulatino y suele pasar inadvertido.

Definir la libertad como hacer lo que a uno le apetece distorsiona una pieza clave de nuestra convivencia. Como subraya Erich Fromm la libertad no equivale a licencia. El ejercicio de nuestra libertad, como bien señalan Rousseau y Kant entre otros, no puede transgredir unos determinados límites en caso de que nuestro capricho pueda causar algún daño a los demás. Valga como ejemplo moderar nuestra socialización para prevenir contagios durante una pandemia. Esta medida requiere grandes dosis de pedagogía social, para que cunda una responsabilidad compartida y se comprenda el sentido del sacrificio personal en aras de un bien mayor compartido.

Depauperar el discurso político e infantilizar a sus destinatarios tiene graves precedentes históricos y geográficos. Los paralelismos pueden ser ilustrativos, aunque pretendan ser descalificados como meras analogías denigratorias u ofensivas. Las épocas y lugares donde prendió esa llama terminaron atravesando etapas muy convulsas.

¿Afirmar que ciertas ideologías cayeron del buen lado de la historia equivale a suscribirlas o darlas por buenas e incluso preferibles a otras? Esto es algo que debe contestar cada cual. Pero no parece recomendable frivolizar con ese tipo de asertos, máxime cuando al mismo tiempo se descalifican como diabólicas las que caen al otro lado. Las trincheras no permiten avanzar.

La “magia social” de los políticos

En medio de las penurias que ha impuesto la pandemia sanitaria y sus múltiples aspectos asistenciales, económicos, laborales o psicológicos, la gente demanda soluciones inmediatas y acepta muy gustosamente una suerte de pensamiento mágico. Aunque no se crea en la magia natural, nos dice Cassirer en El mito del Estado, se instaura una suerte de “magia social” administrada por los políticos que deciden aprovechar esa coyuntura.

Entonces el anhelo de caudillaje alcanza una fuerza realmente arrolladora, tras desvanecerse la esperanza de cumplir con sus deseos por una vía ordinaria. Las declamaciones del caudillo se convierten así en sentencias de culto que resultan indiscutibles y deben seguirse al pie de la letra. Se le confiere un poder místico con autoridad soberana y queda exonerado de mantener una mínima coherencia.

Como advierte Kant en El conflicto de las Facultades:

Da la impresión de que la gente anhele encontrar una suerte de adivino o hechicero familiarizado con las cosas sobrenaturales. Si alguien es lo bastante osado como para hacerse pasar por taumaturgo, este conquistará al pueblo y le hará abandonar con desprecio el bando de la filosofía, la cual debe oponerse públicamente a tales taumaturgos para desmentir esa fuerza mágica que el público les atribuye de un modo supersticioso y rebatir las observancias ligadas a ella; como si el encomendarse pasivamente a tan ingeniosos guías dispensara de toda iniciativa propia, al procurar la enorme tranquilidad de alcanzar con ello los fines propuestos.

Este mecanismo ha resultado exitoso en distintas épocas y conviene recodar los desenlaces. Ganar unas elecciones con una elevada participación arrollando al contrario es algo muy positivo, siempre que haya mediado un debate para intercambiar ideas y plantear alternativas. De brillar esto por su ausencia, estaríamos ante una situación diferente. La victoria sigue siendo indiscutible. Pero los métodos que sirven para conseguir ciertas metas no resultan irrelevantes.

Quizá debiéramos estar más atentos a un clima cultural que no repara en la importancia del método y sólo repara en el objetivo alcanzado, al margen del itinerario recorrido. Recurrir a la crispación aparentando hacer justo lo contrario, descalificar al adversario reprochándole hacer eso mismo y banalizar la política puede triunfar, como nos testimonia muchas veces la historia, pero no suele favorecer marcos de convivencia estables, como sí suele hacerlo el contexto donde impera la democracia deliberativa.

Los liderazgos carismáticos deben ser algo más que fenómenos mediáticos tan efímeros como insustanciales. Quienes pretendieron hacer una nueva política para regenerar la democracia y terminar con el bipartidismo pueden darnos algunas lecciones al respecto, siendo esto algo que también vale para sus antagonistas. Unos ya han cruzado sus respectivas puertas giratorias y otros no tardarán en hacerlo.

Hay proyectos de largo recorrido y alcance que se toman su tiempo para llegar a buen puerto, porque les interesa tanto el camino a recorrer y el modo de transitarlo como los objetivos que se pretenden conseguir mancomunadamente, rehuyendo los cultos a la personalidad.

Deliberación como pilar de la democracia

El intercambio de argumentos entre quienes piensan diferente y la deliberación sobre cómo resolver las cuestiones que se comparten son algo inherente al genuino sistema democrático. Por eso resulta fundamental para el camino elegido convencer al interlocutor. La propaganda puede subyugar sin transmitir absolutamente nada e imponerse sobre sólidos argumentos menos impactantes a nivel emocional. Cabe mantener la fachada de una estructura democrática, pero nos interesaría más vigilar que sus vigas no queden devoradas por las termitas de una evanescente demagogia y cuidar de que las goteras tampoco inunden el edificio.

A la vista de los acontecimientos, podría resultar instructivo releer El miedo a la libertad escrito por Erich Fromm hace ocho décadas. Pero también a clásicos del pensamiento político y moral, como Kant y Rousseau. Cassirer recordó a estos pensadores ilustrados con gran provecho en una época tenebrosa que decidió ignorar sus enseñanzas.

Albert Speer lamenta en sus Memorias no haber leído a Cassirer (otro autor judío) sino durante su cautiverio en la fortaleza de Spandau, al entender que su trayectoria vital podría haber sido muy distinta. Sólo entonces comprendió cuánto cuenta pensar por sí mismo sin delegar esa tarea en tutores bien dispuestos a tratarnos como menores y oficiar como guías de nuestras vidas, tal como señala también Kant en Qué es la Ilustración:

“Pereza y cobardía son las causas merced a las cuales tantos continúan siendo con gusto menores de edad durante toda su vida, y por eso les ha resultado tan fácil a otros erigirse en tutores suyos. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! No hace falta pensar, si otros asumen por mí tan engorrosa tarea. Resulta difícil zafarse de una minoría de edad que casi deviene algo connatural. Uno incluso se encariña con ella y eso le hace sentirse incapaz de utilizar su propia mente. Reglamentos y fórmulas, eslóganes y lugares comunes constituyen los grilletes de una permanente y culpable minoría de edad”.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Roberto R. Aramayo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.