La selección: amar la ciudad

La silueta de los edificios de Nueva York vista desde Central Park. <a href="https://www.shutterstock.com/es/image-photo/usa-april-new-york-2020-visitors-2283706311" rel="nofollow noopener" target="_blank" data-ylk="slk:Paparacy/Shutterstock;elm:context_link;itc:0;sec:content-canvas" class="link ">Paparacy/Shutterstock</a>
La silueta de los edificios de Nueva York vista desde Central Park. Paparacy/Shutterstock

En medio de Central Park, en Nueva York, hay una zona boscosa en la que apenas entra la luz solar llamada The Ramble. Los caminos serpentean, los matorrales suben y bajan, está prohibidísimo pasear por cualquier elemento de tonalidad verde y orientarse en semejante maraña de hojas es una empresa difícil.

Hace tiempo alguien me dijo que en ciertos puntos del parque uno podía perderse y olvidar que estaba en la gran ciudad. Imagino que se refería a The Ramble y a la sensación de paz que produce. Pero lo cierto es que, siendo una zona querida por los vecinos, es un espejismo en el bullicio. Nadie se va a la Gran Manzana a esconderse en medio de los árboles

La revolución industrial hizo que cientos de miles de personas abandonasen el campo para hacinarse en espacios verticales y diminutos. La precaria concentración de mentes benefició sin embargo a la creatividad y el arte se hizo con las calles. La atracción por el jaleo y las prisas de la metrópolis se volvió irrefrenable.

Hoy en día, la ciudad es un imán, objeto y sujeto de muchas vidas y obras. Su diámetro se estira, encoge, muta y muchas veces hasta se reproduce. Lo que estaba hace veinte años puede que ya no exista, los sonidos de hace siglos ya son solo un recuerdo. Y sin embargo, ahí siguen las urbes, en el centro de nuestro mundo.

Marc Augé, de cuyo fallecimiento se cumple un año el mes que viene, se hizo famoso por definir el concepto de “no lugar”, un espacio en el que el ser humano está de paso, sin apropiarse del mismo, permaneciendo por lo tanto anónimo. Pensemos en supermercados, aeropuertos y centros comerciales. Pensemos incluso en barrios que se han construido sin tener en cuenta las necesidades de sus vecinos. Pensemos en todas esas esquinas carentes de vida.

Ahora bien, ¿quién dice que un no lugar no puede transformarse en un lugar por derecho propio si lo colonizamos, si cambiamos su identidad, si lo hacemos nuestro?

La ciudad es de todos, no solo de los coches y las terrazas. Por ella pasea Leopold Bloom, a ella se enfrenta Fortunata y en ella investigan los detectives de Paul Auster.

Porque lo cierto es que, paradójicamente, a pesar del ruido y el trasiego, la ciudad es un espacio que se abre al caminar sin rumbo, al vagar por ella con pereza. Concha Méndez Cuesta, poeta de la generación del 27 y paseante, lo describía muy bien en sus versos:

Me gusta andar de noche las ciudades desiertas,

cuando los propios pasos se oyen en el silencio.

Sentirse andar, a solas, por entre lo dormido,

es sentir que se pasa por entre un mundo inmenso.

Los que amamos las ciudades, las amamos a pesar de sus transformaciones, de los no lugares, de las carreras, del riesgo del anonimato. Las amamos precisamente por ello, porque todo pasa ahí gracias a su incomparable personalidad. Y sin embargo, es cierto. De vez en cuando también necesitamos huir de ellas. Para eso existe The Ramble.

The Conversation
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