Robert Redford, el hombre misterioso que amó mucho y se enamoró poco

En la película Propuesta indecente, John Cage, el personaje interpretado por Robert Redford, afirmaba: "Si deseas algo con mucha fuerza, déjalo en libertad. Si vuelve a ti, será tuyo para siempre. Si no regresa, no te pertenecía desde el principio". Aunque el film se estrenó en 1993, cuando al actor le faltaban tres años para llegar a los sesenta, aquellas reflexiones dichas en la ficción cinematográfica bien podían aplicarse a la manera en la que la estrella de Hollywood se manejó con sus amores reales desde su primera juventud. Poca histeria. Cautela. Dejar fluir ese río del destino. Con los años, apeló a la solvencia de la madurez. Saberse seguro, pero sin los alardes de quien ostenta dinero, fama y sex appeal. Tampoco necesitó jactarse, dado que estuvo poco tiempo disponible para el juego de la seducción. Su vida se definió en los compromisos. En los extensos compromisos. Con dos mujeres construyó matrimonios formales. Y con otras tres, relaciones que, si bien no llegaron al altar, fueron importantes y, en algún caso, duraderas.

Desde ya, como corresponde a una figura de su talla, los rumores sobre mil y un amores se multiplicaron a lo largo de toda su vida pública. Pero él, todo un caballero, con códigos de otras épocas, jamás abrió la boca. Ni para afirmar ni para desmentir. Cuando el vínculo lo ameritaba, se mostraba públicamente. Sin soberbias. Y cuando el final irrumpía en sus parejas, no había escándalos, sino un "hasta luego". Robert Redford se manejó con prudencia y sobriedad. Sabía que contaba con todas las herramientas para tener a la mujer que quisiese en su cama. Pero él, que supo disfrutar como nadie de las sábanas, apostó al amor profundo. Siempre. Todas sus mujeres sumaron. Nada fue porque sí. Pero fueron sus dos matrimonios, quizás poco para los estándares amorosos de la industria, los que le proporcionaron la paz que necesitaba en momentos inclementes.

Descalzos en el parque

Corría 1955 cuando perdió a Martha, su madre. La muerte prematura de Martha lo sumió en una profunda depresión y en la necesidad de comenzar a transitar otros espacios. Airear su alma. Así fue como, una vez cumplido sus 20 años, Robert emigró a Europa abandonándolo todo, incluso sus estudios, aunque, hay que decirlo, no era un estudiante ejemplar. El beisbol pesaba más.

Italia y Francia fueron los destinos escogidos. Allí comenzó una vida bohemia que, además, estaba marcada por los estragos del alcohol. Sin duda, una forma rápida, al alcance de la mano, de tapar frustraciones más profundas ligadas a la realización personal, a lo vocacional y a esa partida de su madre, a los 41 años, inesperada y cruenta, como consecuencia de una enfermedad que la consumió rápidamente.

Por su bien, la estadía en París fue breve. El mismo reconoció, alguna vez, que "hubiese sido una catástrofe una permanencia de más tiempo en Europa, dado que, en aquellos tiempos, estaba perdido". Sin embargo, y como suele suceder, la otra cara de la moneda siempre está al alcance de la mano para quien desea capitalizarla. A él le sucedió. En esos tiempos erráticos conoció, y se enamoró, de Lola van Wagenen, una chica de buena posición económica, culta, estudiante de la carrera de Historia e integrante de la iglesia mormona. Indudablemente, fue ella la que obró el milagro a partir de su profunda vocación religiosa y convicción espiritual. Robert dejó de beber compulsivamente y se anotó en el Pratt Institute de Nueva York para iniciar sus estudios vinculados al arte. En realidad, su foco estaba puesto en la escenografía y la puesta en escena. Fue en esa escuela donde le sugirieron que probara con la actuación. Eso hizo. Esa decisión, casual y sin convicción, lo llevó a convertirse en la estrella mundialmente reconocida. El destino y sus artilugios.

En 1958, el vínculo con Lola era tan profundo que decidieron plasmarlo en una boda. El matrimonio duró 27 años. El fruto del amor se vio coronado en cuatro descendientes: Scott, Shawna, David James y Amy. El primero murió al año de nacer. Muerte súbita fue el diagnóstico. El golpe, como no podía ser de otra manera, sumió a la pareja en una gran depresión, pero jamás puso en riesgo el vínculo férreo que los unía. Al contrario, la desgracia los fortaleció como matrimonio. Se amaban profundamente.

Robert Redford, estampa de galán

Los tiempos de la pareja coincidieron con el inicio de la carrera actoral de Robert, quien debió enfrentarse a su padre que jamás aceptó su vocación. "¿No piensas trabajar nunca?", le decía cada vez que su hijo le comentaba sobre algún pequeño papel para el que había sido convocado. Rápidamente ingresó en la televisión. Aparecieron Playhouse 90, Perry Mason, Alfred Hitchcock presenta y La dimensión desconocida. Se iba haciendo de un nombre con cierta trascendencia. Una estrella a punto de estallar.

Finalmente, en 1961, le llega la gran oportunidad: protagonizar en Broadway Sunday in New York. Un suceso que hizo que el nombre de Robert Redford ya tuviera identidad propia. Con el ascenso laboral, el matrimonio decidió comprar un campo en Utah. Allí vivirían en pleno contacto con la naturaleza. Una vida simple. Sin estridencias. Como le imponía la religión a ella. Y como él deseaba construir a partir de su perfil bajo y su amor por lo agreste. Sus luchas en favor del equilibrio ambiental lo han acompañado toda su vida. Emulando a uno de sus grandes sucesos cinematográficos, Robert y Lola gozaban de pasear descalzos por las praderas de su rancho. Incluso, lo hacían cuando ameritaba tomar alguna decisión laboral de importancia.

La separación, casi tres décadas después de la boda, fue de común acuerdo. Causó impacto en los medios. Y, desde ya, en los hijos de la pareja, sobre todo en Amy, quien declaró que el divorcio de sus padres fue lo peor que le había tocado atravesar en la vida.

El candidato

Luego de la ruptura impensada con su gran amor, el actor tuvo algunas relaciones no definitivas. Eran tiempos de fama importante. Del crecimiento del Festival Sundance, creado por él. De su tarea como director y productor. Y de continuar escogiendo trabajos que confirmarían ese lugar estelar de actor internacional y prestigioso.

Como nadie, Robert supo empatar la balanza con los platillos del talento y de la seducción del galán superfluo. Sin embargo, en medio de la vorágine del éxito con mayúsculas, se hacía sentir la falta de una mujer al lado. Los hijos iban creciendo y no requerían de la mirada paterna de cerca. La diseñadora de vestuario Kath O´Rear y la top model francesa Nathalie Naud ocuparon, durante un tiempo, el corazón del actor. Con la última, los 26 años de diferencia terminaron haciendo mella. Era imposible continuar con ese vínculo. Por otra parte, además de sus roles como actor, director y productor, el ciudadano ilustre de Santa Mónica desarrollaba su tarea como filántropo y activista en causas ecológicas. Todo esto parecía conllevar una prioridad superior a la de las mieles del amor. Y fueron Kath y Nathalie quienes padecieron esa dinámica donde las mujeres ocupaban un lugar secundario en sus prioridades. Lo cierto es que Robert aún no había hecho el duelo por el divorcio con su ex mujer. Allí residía, verdaderamente, la inestabilidad emocional del actor.

En 1986, y tras los breves romances que intentaron aplacar sus deseos amatorios, le tocó rodar Peligrosamente juntos. La comedia policial era dirigida por Ivan Reitman, quien fue el primero en notar la atracción del actor con Debra Winger, su compañera de rubro. Aquel título del film se convirtió en una profecía. Un augurio. Así fue.

Robert Redford con Melanie Griffith y Sonia Braga en Cannes, en 1988; con la actriz brasileña vivió un intenso romance

Sin embargo, el verdadero amor, aquel que, en parte, emularía al que mantuvo con su primera mujer Lola, sería el que llegaría de la mano de Sonia Braga. La noticia corrió rápido en todo el mundo. Se convirtieron en una de las parejas más fotografiadas del momento. Hacía muy poco que se había separado. Y ella, la bella brasileña protagonista de Doña Flor y sus dos maridos, era una de las mujeres más sensuales del show business. Hasta se habló de casamiento. Si bien la boda no sucedió, la pareja estuvo unida durante largos siete años.

Cerca de la finalización del vínculo rodó, como director, El río de la vida con Brad Pitt y Tom Skerritt. El tema era el vínculo entre los padres y los hijos. Justamente, una cuestión que lo preocupó siempre. Algo, mucho, de su vida se espejaba en esa historia de ficción. Es que sus hijos, sobre todo la menor, no le perdonaron jamás la separación con su madre. De todos modos, le dieron siete nietos y siempre afirmaron que Robert estuvo cuando tenía que estar. Padre presente, atento, y de escucha permanente.

El golpe

Ni las candidaturas ni los premios Oscar ganados, ni la Medalla Nacional de las Artes, recibida en 1996 en Estados Unidos; ni las francesas insignias de Caballero de la Orden de la Legión de Honor, obtenida en 2010 por sus méritos civiles, lo colmaron del todo. Se mostraba feliz por los logros pero, para él, la gran recompensa de la vida era el amor, ese motor que le daba sentido a todo. Por eso, cuando lo perdía o fallaba en el intento por conquistarlo, se sumía en profundas tristezas que no llegaban a ser depresiones patológicas, pero sí mermaban su capacidad de acción. Fue la pintora alemana Sibylle Szaggars quien le devolvió la capacidad de confiar. De amar profundamente. De no temer en una nueva derrota del corazón.

La conoció en Sundance en 1996. Al comienzo, solo se trató de una amistad intensa. Se contaban todo. Se confesaban todo. Con los años, la cosa se transformó en un noviazgo que concluyó en boda en el 2009. No se muestran demasiado en público, pero sus aficiones comunes por el cuidado del medio ambiente y la pasión por la pintura los llevaron a recibir el Príncipe Rainiero de las Artes, una distinción sumamente prestigiosa otorgada a la pareja por la labor conjunta. La espiritualidad y la ecología son otros de los intereses compartidos. Los une la la misma concepción del mundo, idénticos valores y una atracción física insoslayable. Pusieron en marcha ese erotismo que fluye seguro en la madurez porque se sostiene en los cuerpos, pero, sobre todo, en la cabeza. Sublimando y ejerciendo. Como debe ser cuando el calendario ya dio varias vueltas. Sibylle, como buena artista plástica, talló el amor a la medida de Robert. Ese amor que pareciera ser el definitivo.