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Aldea ucraniana conmocionada por hallazgo atroz tras la retirada de las fuerzas rusas

Residentes de Pravdyne, un pueblo cerca de Jersón, Ucrania, el lunes 28 de noviembre de 2022, ayudan a exhumar los cuerpos de seis personas que presentaban signos de ejecución. (Finbarr O'Reilly/The New York Times).
Residentes de Pravdyne, un pueblo cerca de Jersón, Ucrania, el lunes 28 de noviembre de 2022, ayudan a exhumar los cuerpos de seis personas que presentaban signos de ejecución. (Finbarr O'Reilly/The New York Times).

PRAVDYNE, Ucrania — Primero salieron pequeños trozos de hueso. Luego un par de brazos atados por las muñecas con una cuerda.

Y luego la pala desenterró un cráneo con un agujero de bala, la boca abierta y los dientes cubiertos de barro negro y espeso.

A pesar de que escenas como esta se han repetido en toda Ucrania, de donde sea que los rusos se hayan retirado, el grupo de aldeanos y oficiales de policía parecían aturdidos al borde de una fosa común el lunes en Pravdyne, un pueblo cerca de la ciudad de Jersón.

Una lluvia fría les golpeaba la espalda, pero estuvieron inmóviles mientras se exhumaba la fosa. Ninguno de los habitantes del pueblo sabía siquiera los apellidos de los seis hombres que habían sido asesinados, al estilo de una ejecución, y luego enterrados aquí, pero eso no importaba.

“Eran ucranianos”, aseguró Kostiantyn Podoliak, un fiscal que había venido a investigar.

Y ahora sus restos yacen en una tumba poco profunda debido a su nacionalidad.

Jersón y los pueblos circundantes del sur de Ucrania fueron liberados tras ocho brutales meses de ocupación, cuando las asediadas fuerzas rusas se retiraron precipitadamente hace más de dos semanas. Los residentes salieron a las calles, agitando banderas, abrazando a los soldados y brindando con copas de coñac.

Pero a medida que pasan los días, esa euforia ha dado paso a las crecientes pruebas de atrocidades y a la aleccionadora realidad de comunidades maltrechas y apenas habitables, de las que la mayoría de los civiles huyeron hace meses y a las que no podrán regresar pronto. En su huida, los rusos volaron en pedazos las centrales eléctricas, cortando la electricidad, el agua corriente, la calefacción y el servicio telefónico, con lo que hicieron retroceder a los residentes más de un siglo.

Y aunque los rusos se hayan ido, siguen matando gente en Jersón y sus alrededores, una ciudad que antes de la guerra albergaba a cerca de 280.000 habitantes. Casi todas las mañanas, el ruido de los proyectiles de artillería rusos disparados a kilómetros de distancia, desde el otro lado del río Dniéper, sacude la ciudad. En la última semana han muerto más de una docena de civiles, entre ellos cuatro hombres cuyo error fatal, según los residentes, fue estar de pie juntos afuera y compartir un café.

La policía marca una bolsa para cadáveres mientras los investigadores de crímenes de guerra exhuman varios cuerpos de una fosa común en Pravdyne, un pueblo cerca de Jersón, Ucrania, el lunes 28 de noviembre de 2022. (Finbarr O'Reilly/The New York Times).
La policía marca una bolsa para cadáveres mientras los investigadores de crímenes de guerra exhuman varios cuerpos de una fosa común en Pravdyne, un pueblo cerca de Jersón, Ucrania, el lunes 28 de noviembre de 2022. (Finbarr O'Reilly/The New York Times).

Como casi todos los pueblos y aldeas en poder de los ucranianos que están cerca de Jersón, Pravdyne —cuya población era de 1222 habitantes antes de la guerra, según el jefe del pueblo— no tiene electricidad ni agua corriente y se ha convertido en un escenario desolador de árboles sin hojas, casas desiertas y largas carreteras llenas de barro.

Un pequeño convoy de investigadores de crímenes de guerra recorrió una de esas carreteras el lunes, después de enterarse de la muerte de varios guardias de seguridad que venían de fuera del pueblo y trabajaban para una empresa agrícola, y que vivían en una casa de color azul pálido.

Según los habitantes del pueblo, uno de los guardias, un hombre simpático llamado Vlad, había entablado una relación con una adolescente que había sido maltratada por su padrastro. Al padrastro le preocupaba que él se metiera en problemas, dicen los aldeanos, así que empezó a colaborar con los rusos y se inventó la historia de que Vlad y los otros guardias de seguridad estaban espiando a los rusos.

Una mañana de mediados de abril, Anatoliy Sikoza, un vecino, oyó una explosión en la casa. Cuando corrió hacia ella, la encontró destruida. Tirados en el suelo, semienterrados entre los escombros, yacían los cuerpos de seis de los siete guardias de seguridad y de la adolescente. Sikoza dijo que es cazador y sabe un par de cosas sobre la muerte.

“Me di cuenta de que no murieron por la explosión”, afirmó.

Se acercó más. Vio que varios de los hombres tenían las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. La chica, agregó, parecía haber sido estrangulada.

Crímenes de guerra

Estos descubrimientos han sido un horror recurrente en Ucrania. En abril, después de que los rusos se retiraran de los suburbios de Kiev, las autoridades encontraron cientos de cadáveres de civiles, sobre todo en la ciudad de Bucha, y los residentes dijeron que los soldados rusos habían ejecutado a muchos de ellos, casi siempre sin motivo.

Al este, se produjeron hallazgos similares en Izium en septiembre y en Limán en octubre, después de que los rusos se retiraran tras una ofensiva ucraniana.

En Pravdyne, Sikoza relató que rogó a los soldados rusos que le permitieran enterrar a los muertos. Estos se negaron. Tanta gente había huido del pueblo que perros abandonados vagaban por las carreteras. Los animales encontraron los cuerpos y empezaron a despedazarlos.

Sikza volvió a suplicar. Finalmente, tras cinco semanas, los soldados le permitieron preparar una tumba para seis de los guardias de seguridad; no pudo encontrar el cuerpo del séptimo y la familia de la joven la enterró por separado.

A principios de noviembre, los rusos comenzaron a retirarse. Las fuerzas ucranianas llegaron días después. Los investigadores de crímenes de guerra, los trabajadores humanitarios y otras personas no tardaron en llegar. Una pista de un periodista que había hablado con los habitantes del pueblo llevó a los investigadores a la fosa común. Los investigadores están retirando los cuerpos para analizar la causa de muerte y tratar de utilizar las pruebas para procesar a las fuerzas rusas por crímenes de guerra.

“Sabía que iba a ser difícil, pero no estaba preparado para esto”, comentó Serhiy Rebizhenko, un empleado que había sido reclutado por los ancianos de la aldea para desenterrar la fosa común. “Conocía a esta gente. Poco antes había bromeado con ellos. Y ahora míralos”.

Incluso los policías veteranos parecían conmocionados. Catalogaron las partes del cuerpo, sin decir apenas una palabra. Sus ojos se detuvieron en los cráneos.

Serhiy Motrych, médico forense con 28 años de experiencia, ha visto muchos muertos. El lunes, tras sacar los restos en descomposición de la tumba y colocar los trozos en láminas de plástico transparente, se sentó en el asiento delantero de su auto, con la mirada fija. “Llevo tanto tiempo haciendo esto que no siento ninguna emoción”, dijo.

Pero entonces hizo una pausa. Su labio empezó a temblar. Se dio la vuelta.

“Acaban de matar a mi sobrino en el frente de batalla”, agregó, con la voz llena de angustia.

“Esta guerra...”, agregó, con los ojos fijos en la carretera.

No llegó a terminar la frase.

© 2022 The New York Times Company

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