“Nos representa”: el pueblo de una sola calle que emprendió una gesta cuando le cambiaron su nombre de mujer legendaria
GRAN CHINA, San Juan.– “Estoy orgullosa de ser una china”, confiesa Carola Araya. Nació y se crio en el pueblo Gran China, a 12 kilómetros de Jáchal, en el San Juan profundo. De apenas 400 habitantes, un día de 2004 se desayunaron con un monolito que había instalado el gobierno local y comunicaba que el pueblo había cambiado de nombre por el de un sindicalista de la CGT cercano a Eva Perón. Nadie quiso esto, se unieron y hasta hicieron una consulta popular; tras dos años de resistencia, lograron dejar sin efecto la modificación.
“Defendimos nuestro nombre porque es parte de nuestra identidad”, dice Araya. Fue autoridad de mesa en el plebiscito comunitario y recuerda el movimiento vecinal que se gestó en aquel año. “Siempre estuvimos olvidados y, aunque seamos personas con poca formación y humildes, defendemos nuestro nombre”, reafirma. Hubo colecta de firmas, notas, escribieron petitorios e iban caminando hasta Jáchal. “Para nosotros la historia de la Gran China nos representa”, señala. “Ella fue una gran mujer”, agrega.
¿Quién fue la Gran China? Según la tradición popular, a fines del siglo XIX bajaba desde los cerros proveniente de un paraje conocido como Las Lajitas una mujer montada en una yegua con atuendos gauchos, rebenque en la cintura, lazo y una mirada severa. “Mi abuelo me contaba que era muy linda”, agrega Daniel Guerra, presidente del Club Unión Vecinal Independiente de Gran China. La gaucha iba hasta una pulpería para comprar su abasto. Vivía con sus padres. Todos los paisanos la miraban, se había convertido en una Venus criolla.
“Tenía una gran personalidad”, dice Guerra. A la primera insinuación, los enlazaba y procedía con su rebenque; era despiadada con los hombres. A la par, su fama se hacía más grande por los albardones y los valles. Se tejieron historias alrededor de ella. En el mostrador de la pulpería, la peonada engrandeció la figura de esta “china” huraña que salía poco de su casa familiar; en sus vueltas al pueblo ayudaba a los pobres, siempre tenía tiempo para una gauchada si el que la pedía era un desposeído u olvidado. Los protegía. “Por eso la llamaron Gran China”, recuerda Guerra.
El pequeño pueblo en los inicios del siglo XX homenajeó a esta mujer, que tiene aspiraciones de leyenda, y tomó aquel apodo. No se sabe en qué año nació ni murió, tampoco se conoce su nombre. Hasta hace poco se podían ver las ruinas de aquella pulpería donde ella acostumbraba a ir, en la actualidad ya nada queda. A su casa en Las Lajitas la devoró el monte. Aquellos pobladores que la conocieron han fallecido y los abuelos que recogieron el relato oral corrieron la misma suerte. “Solo queda un viejito que está muy enfermo”, expresa Guerra.
“No íbamos a permitir que nos quitaran el nombre”, añade. ¿Quién fue el sindicalista elegido por el gobierno de Jáchal de aquel entonces? Se trató de José Gregorio Espejo, quien perteneció al Sindicato Obrero de la Industria de la Alimentación (SOIA) y se desempeñó como secretario general de la CGT. “No tenía nada que ver con nosotros”, sostiene Araya.
Los pobladores tienen un punto de encuentro, el Club Unión Vecinal Independiente de Gran China. La mítica figura de la gaucha une a aquellos que estuvieron en el movimiento de 2004 y a las nuevas generaciones que no tienen tanto registro de la historia de la mujer que dio nombre al pueblo. “Queremos que la historia no se pierda”, sentencia Guerra. Para eso, se unen en el club y hacen tortas fritas, semitas (pan con chicarrón), empanadas y pasteles (empanadas fritas de cebolla y carne) y la receta que identifica a Gran China: el asado a la olla.
Al amanecer se enciende el fuego con leña del monte, protegido por una corona de piedras. Se coloca una olla y, dentro de ella, carne. “Blanda, vacuna”, explica Araya. Aquí el primero de los secretos: durante un buen rato se hierve con vino y, cuando se le agrega cebolla, zanahoria rallada, tomate y los condimentos, se añade agua. Durante cuatro o cinco horas la olla nunca deja de recibir calor. En la parte final del proceso, el segundo y definitivo secreto para darle consistencia: le suman puré de papas. El resultado es una carne guisada, absolutamente tierna. Se acompaña con torta fritas, que aquí llaman sapaipillas.
Economía de subsistencia
“El pueblo es solo una calle”, describe Guerra. Gran China es eso, el polvo y la tierra curtida se mimetizan con las solitarias casas de adobe. En la entrada se anuncia su nombre con letras en relieve. La calle termina al pie de los cerros. Los membrillares la enmarcan, unos perros cruzan despreocupados y los niños juegan. El aire huele a libertad, pero también a abandono. En los jardines delanteros y en los patios del fondo, las casas tienen árboles frutales, plantas de tomate y plantaciones de cebolla. La naturaleza ha premiado con aromas y fertilidad a la reducida comodidad.
“No existe el sueldo, y los que hay son mínimos”, detalla Araya. Cada familia tiene una economía de subsistencia. Los hornos de barro cocinan los panes y las semitas que acompañarán durante todo el día a los hombres y mujeres que trabajan la tierra y hacen changas; algunos venden tortas fritas y pasteles. “Tenemos nuestras chivas, vendemos carne”, sostiene Araya. Con poco, hacen mucho. Sin embargo, y a pesar de la dura realidad, los pobladores no se resignan a caer en la desesperanza y se unen en el club para exhibir sus ajuares criollos y compartir el asado a la olla. En estas ceremonias paganas, hallan una clase de felicidad.
“Húngaros”, así les llaman a los hinchas del club. El nombre proviene de una gloria local: un director técnico que tenía ese apodo. “Hace poco estuvieron Los Hacheros cantando”, cuenta Araya; es un grupo musical destacado en la grilla de los festivales de pueblos. Las mesas son coloridas, con manteles a cuadros. Un hombre es el asador, revuelve la olla con un cucharón y las mujeres a un costado fritan las tortas fritas. La sencillez es la base de una belleza pura y muy humana. Hubo una época en donde había más verde, ahora las lluvias se han olvidado de esta zona y el tono dominante es el ocre. “Le cuesta a las nubes dar agua”, reconoce Guerra.
No hay intendente ni una autoridad gubernamental. “Más o menos vengo a ser yo, pero todos somos iguales”, dice Guerra. El sentido de comunidad es determinante. El deporte es la única actividad posible, entretenimiento y a la vez formación, y donde se ejercita el resguardo de la cultura y la identidad local. Tienen muchos sueños. Uno es prioritario: “Queremos tener césped en la cancha”, apunta Guerra. Un alambrado olímpico protege un rectángulo de tierra. El partido de fútbol genera una nube de polvo denso que asciende en una columna que desaparece en lo alto con el zonda, implacable. “A veces es imposible jugar, no se ve la pelota”, agrega.
Hay un campeonato local donde participan los pueblos del valle y de la serranía. El Independiente de Gran China no puede participar. Su equipo de primera tiene un gran problema: “No tenemos zapatillas”, reconoce Guerra. Tomaron su nombre del club de primera A de Avellaneda, pero ese mundo queda lejos, inalcanzable. Entonces buscan soluciones con sus herramientas, amasan sopaipillas y las venden, pero el precio de las zapatillas se asemeja a una quimera. Aunque, contra esta realidad, no bajan los brazos, sueñan.
“Queremos hacer un monolito en la entrada al pueblo con una figura de la Gran China montada en su caballo”, afirma Guerra. También quieren que los niños del pueblo conozcan la historia, que se enseñe en la escuela. Que no se pierda. Mientras una gallina picotea la tierra cerca del palo del arco en la cancha y el arquero aprovecha la acción de sus delanteros para tomar un mate, dos jóvenes jinetas montan sus caballos y ven el partido. Hablan entre ellas.
“La Gran China nos representa a las mujeres. Acá lo que nos proponemos, lo conseguimos”, confiesa Araya. Al mediodía en el club, el pueblo unido se prepara para comer su asado a la olla. No hay parrillas, pero sí los aplausos para los hombres y mujeres que estuvieron al lado del fuego durante tantas horas. En una mesa algunas doñas exponen su arte: mermelada de tomate, de membrillo, las infaltables semitas, sopaipillas y las tabletas cimarronas, una versión del alfajor con arrope de uva.
“Nunca faltan las florcitas”, afirma Araya. Así nombran al pochoclo, la forma de hacerlo es en una olla de acero de fundición donde calientan arena y granos de maíz. No se hacen con aceite. Cuando la arena levanta temperatura, “las florcitas” nacen y golpean contra la tapa de la olla. “No tenemos mucho, pero podemos decir que tenemos nombre”, confiesa Araya. Para todo el pueblo es un orgullo.