La reina Isabel y el poder y las limitaciones de las mujeres inspiradoras

Un retrato de la reina ilumina Piccadilly Circus en Londres, Inglaterra, el jueves 8 de septiembre de 2022. (Andrew Testa/The New York Times)
Un retrato de la reina ilumina Piccadilly Circus en Londres, Inglaterra, el jueves 8 de septiembre de 2022. (Andrew Testa/The New York Times)

LONDRES — Cuando se habla del progreso de las mujeres, se dice casi siempre lo mismo: durante demasiado tiempo, las mujeres se han visto frenadas por los prejuicios personales de individuos equivocados y por la incapacidad de la sociedad de imaginar su potencial para alcanzar logros deslumbrantes. Pero si una mujer extraordinaria pudiera abrirse paso y demostrar que los escépticos se equivocan, otras podrían seguir su ejemplo. Y si las mujeres pueden liderar, llegará la igualdad.

Tengo hijas pequeñas y esa narrativa está presente en todos sus libreros, en volúmenes como “Good Night Stories for Rebel Girls” (“Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes”), un compendio de anécdotas sobre mujeres impresionantes a lo largo de la historia, editadas con esmero para eliminar los obstáculos a los que se enfrentaron y que podrían horrorizar a un una niña de 6 años (es decir: casi todos).

La reina Isabel II nació en el poder; no tuvo que vencer a los contendientes masculinos para conseguir su puesto. Pero por el simple hecho de ser una reina y no un rey, fue fácil insertar su reinado en esa narrativa: una monarca cuya presencia en los salones del poder refutaba sin aspavientos cualquier argumento de que esos lugares debían ser competencia exclusiva de los hombres.

“No ha sido una feminista llamativa o incluso, como ella misma diría, una feminista en absoluto”, afirma Arianne Chernock, historiadora de la Universidad de Boston que estudia la relación entre la monarquía británica y el movimiento por los derechos de la mujer. “Pero a través de sus hechos, mucho más que con las palabras, creo que ha aportado esta alternativa tan silenciosa a las mujeres desde que se convirtió en reina”.

Pero la reina también nos dio una lección sobre los límites de esas “alternativas silenciosas” como catalizadores de una igualdad más generalizada. Cambiar de opinión es útil. Pero cambiar las sociedades, como demuestra la historia, requiere algo más.

Cambiar mentes, pero no sistemas

En una columna que se publicó poco después de que Isabel se convirtió en reina en febrero de 1952, Margaret Thatcher, quien entonces era una joven candidata que intentaba colarse en la política, escribió: “Si como muchos ruegan con fervor, el ascenso de la reina Isabel II ayudara a eliminar los últimos resabios de los prejuicios contra las mujeres que aspiran a los puestos más altos, una nueva era para las mujeres estará de verdad al alcance de la mano. Se ha demostrado sin lugar a dudas que hay un lugar para las mujeres en la cima del árbol”.

“En resumen”, concluyó Thatcher, “me gustaría ver a la mujer con una carrera ejerciendo su responsabilidad con una seguridad fácil en la época isabelina” (las cursivas son suyas).

Para cuando Thatcher se convirtió en primera ministra en 1979, se había dado a conocer por su férreo desdén a lo que ella denominaba “liberación femenina”. Pero ella no era la única en ver a la reina como símbolo del empoderamiento de las mujeres, comentó Chernock.

“Creo que ahora olvidamos cuán radical se consideraba que era la reina”, dijo. “Simplemente porque, en ese contexto de posguerra, se trataba de una mujer a la que todo el mundo decía seguir. Que mandaba”.

En su investigación, descubrió la cobertura estadounidense de mujeres “locas por la reina” que se inspiraban en Isabel. Una psicóloga entrevistada en un artículo de 1953 en Los Angeles Times dijo que su ascenso al trono había dado a las mujeres estadounidenses una “heroína que las hace sentir superiores a los hombres” y que las esposas querrían ahora tener el mismo tipo de autoridad en sus propios matrimonios que Isabel tenía con el príncipe consorte Felipe.

Buscando más en la historia, Chernock encontró una reacción similar al reinado de la reina Victoria. “Cuando la reina Victoria se coronó en 1837, en verdad ayudó a acelerar la conversación sobre el sufragio femenino”, dijo. “Eso es lo que me parece fascinante de Isabel II y de todas las mujeres que la precedieron, porque el simple hecho de tenerlas en la cima del gobierno abre el espacio para que otras personas piensen en estas posibilidades radicalmente diferentes”.

Pero cambiar las mentes no es lo mismo que cambiar las realidades.

Puede que Victoria haya inspirado el movimiento sufragista, pero las mujeres británicas no lograron el voto sino hasta mucho después de su muerte, tras una feroz campaña en la que muchas sufragistas fueron encarceladas, golpeadas, alimentadas a la fuerza y privadas de la custodia de sus hijos (eso no impidió que el Reino Unido invocara sus actitudes supuestamente ilustradas hacia las mujeres como justificación para el dominio imperial opresivo en India y en otros lugares).

Victoria fue venerada y amada en su época, pero su lección de reina ni siquiera fue suficiente para que su propia hija siguiera sus pasos. Según Chernock, Victoria creía en privado que su hija mayor sería mejor gobernante que su hijo mayor, pero nunca intentó desafiar la primogenitura masculina en público.

El reinado de Isabel fue testigo de un contraste similar entre el simbolismo y el efecto. Aunque las mujeres de todo el mundo veían a Isabel como símbolo de que las mujeres podían alcanzar las cimas del poder, en la práctica se ciñó con bastante rigidez a los roles de género tradicionales en cuanto a su comportamiento, su ropa y su imagen pública como esposa y madre.

Nunca aceptó públicamente el feminismo y su apoyo a la igualdad de la mujer consistió en gran medida en acciones intrascendentes, como elogiar a las deportistas que triunfaban, incluir a las mujeres en sus listas anuales de honores y pronunciar uno que otro discurso alabando el potencial de las mujeres.

© 2022 The New York Times Company