Dos refugiados -uno de Sudán y una de Ucrania- en la frontera de Polonia, pero dos recibimientos muy diferentes

Un alambre de concertina separa a Polonia y Bielorrusia en el cruce fronterizo cerrado en Kuznica, Polonia, el jueves 10 de marzo de 2022. (Erin Schaff/The New York Times)
Un alambre de concertina separa a Polonia y Bielorrusia en el cruce fronterizo cerrado en Kuznica, Polonia, el jueves 10 de marzo de 2022. (Erin Schaff/The New York Times)

KUZNICA, Polonia — El día que estalló la guerra en Ucrania, Albagir, un refugiado de 22 años de Sudán, yacía en el suelo congelado del bosque ubicado en la entrada de Polonia, tratando de mantenerse con vida.

Drones y helicópteros enviados por la patrulla fronteriza polaca lo buscaban. Era de noche, con temperaturas bajo cero y nieve por todas partes. Albagir, un estudiante de medicina, y un pequeño grupo de refugiados africanos, intentaban escabullirse hacia Polonia, con los últimos dátiles arrugados que les quedaban en los bolsillos.

“Estábamos perdiendo la esperanza”, aseguró.

Esa misma noche en un pequeño pueblo cerca de Odesa, Katya Maslova, de 21 años, cogió una maleta y su tableta, la cual utiliza para su trabajo como animadora, y abordó junto con su familia un Toyota RAV4 color vino tinto. Huyeron en una caravana de cuatro autos con ocho adultos y cinco niños, sumándose así al éxodo frenético de personas que intentan escapar de la devastación causada por la guerra en Ucrania.

“En ese momento, no sabíamos a dónde íbamos”, dijo.

Dos experiencias muy distintas en el mismo sitio

Durante las siguientes dos semanas, la experiencia de estos dos refugiados que cruzaban hacia el mismo país al mismo tiempo, ambos casi de la misma edad, no podría ser más distinta. Albagir recibió golpes en la cara e insultos racistas, y terminó en manos de un guardia fronterizo que, según Albagir, lo golpeó salvajemente y pareció disfrutar su actitud violenta. Katya se despierta todos los días con un refrigerador lleno y pan fresco en la mesa, gracias a un hombre al que denomina un “santo”.

Olga Martynova, a la derecha, empuja a su hijo Alosha en un columpio mientras su hija Alysa observa, en el parque de su nueva escuela en Bialki Gorne, Polonia, el sábado 12 de marzo de 2022. (Erin Schaff/The New York Times)
Olga Martynova, a la derecha, empuja a su hijo Alosha en un columpio mientras su hija Alysa observa, en el parque de su nueva escuela en Bialki Gorne, Polonia, el sábado 12 de marzo de 2022. (Erin Schaff/The New York Times)

Sus experiencias dispares subrayan las desigualdades de la crisis de refugiados de Europa. Ambos son víctimas de dos eventos geopolíticos muy diferentes, pero están en busca del mismo objetivo: escapar de los estragos de la guerra. Mientras Ucrania le proporciona a Europa su mayor oleada de refugiados en décadas, muchos conflictos continúan azotando el Medio Oriente y África. Dependiendo de la guerra de la que huya una persona, la bienvenida que recibirá será muy distinta.

‘Hola, soy Janusz’

El 25 de febrero, el día después de que Rusia invadiera Ucrania, Maslova iba en el asiento de copiloto del auto de su familia, engullendo una Pepsi mientras se movían aprisa por Moldavia.

Maslova observó por la ventana a personas vitoreando, saludando y recibiéndolos con el pulgar levantado.

Comenzó a llorar.

“No fue lo malo lo que nos hizo llorar, sino lo bueno”, dijo Maslova. “No estás preparada emocionalmente para el hecho de que el mundo entero te vaya a apoyar”.

Mientras se dirigían hacia el oeste, discutieron sobre el próximo destino. Alguien mencionó Letonia, otro dijo Georgia. Pero Maslova tenía su propio plan, aunque era un poco extraño.

Maslova había estudiado animación en una universidad de Varsovia y los padres de su compañera de cuarto conocían a un hombre cuyo padre tenía una casa disponible en una zona rural polaca. Si esto funcionaba, Maslova podría volver a la escuela de animación y cumplir su sueño de crear dibujos animados para niños. Al final, convenció a su familia de ir a Polonia.

Ese mismo día, Albagir seguía atrapado en el bosque que se encuentra en la frontera de Polonia con Bielorrusia. Tenía años huyendo. Cuando era niño, Albagir observó cómo su tierra natal, Darfur, era destrozada por la guerra y vio “todo lo que puedas imaginar”. Luego huyó a Jartum, la capital de Sudán, para estudiar medicina. Pero poco después, Jartum también se sumió en el caos.

Es por eso que, en noviembre, cuenta Albagir, viajó a Moscú con una visa de estudiante para tomar cursos en una universidad privada. Pero luego de la invasión rusa a Ucrania, y las severas sanciones que esta provocó, Albagir temió que su universidad fuera condenada al ostracismo. Así que huyó de nuevo.

Su plan era viajar de Rusia a Bielorrusia, luego a Polonia hasta llegar a Alemania, pero aseguró que no sabía que Polonia acababa de reforzar su frontera para repeler a los inmigrantes que venían de Bielorrusia.

A unos 210 kilómetros de distancia, al sur, la caravana de Maslova llegó finalmente a su destino, una granja en lo profundo de la campiña polaca.

De repente, un hombre corpulento y canoso emergió de la oscuridad.

‘Hola, soy Janusz’, dijo.

Janusz Poterek y su esposa Anna los abrazaron. Todos comenzaron a llorar. Y las lágrimas no se detendrían allí.

(VIDEO) Montañas de ropa donada abandonadas en la frontera con Ucrania

La familia de Maslova entró a la cocina y vio el banquete que sus anfitriones les habían preparado, y lloraron. Entraron al baño y se encontraron una hilera de cepillos de dientes, jabones y champús nuevos, y lloraron. Vieron las sábanas, toallas y mantas recién lavadas y dobladas sobre sus camas, y lloraron.

Poterek, un productor de manzanas, nunca antes había ayudado a refugiados, pero afirmó que cuando estalló la guerra, “no pude quedarme con los brazos cruzados”.

‘Si regresan, los mataremos’

Unas noches más tarde, mientras Maslova y su familia admiraban una pila de juguetes que sus anfitriones les habían traído a los niños, Albagir y tres hombres con los que viajaba fueron arrestados. Habían logrado cruzar la frontera polaca sin ser detectados, pero el conductor que habían contratado para llevarlos a Alemania olvidó encender las luces delanteras y lo detuvieron. Albagir afirmó que los policías polacos robaron sus tarjetas SIM y sus baterías recargables; apagaron sus teléfonos (para que no pudieran pedir ayuda); y los llevaron de regreso al lugar que temían: el bosque.

“¡Vamos! ¡Vamos!”, le gritaron los guardias polacos al grupo de Albagir. Los llevaron a punta de pistola hacia una cerca de alambre de púas en una parte aislada del bosque. Los guardias arrojaron a uno de los hombres contra la cerca con tanta fuerza que le causaron un corte profundo en la mano, contó Albagir. Cuando fue entrevistado, el hombre mostró una herida entre sus dedos.

Pocas horas después, tras deambular con poca comida y agua, y sin los medios para orientarse, llegaron a un puesto fronterizo de Bielorrusia y rogaron a los guardias que los dejaran entrar.

“Necesitábamos refugio”, narró Albagir.

Pero los bielorrusos tenían otros planes.

Los guardias los agarraron y los empujaron hacia un garaje helado, contó Albagir. Un enorme soldado bielorruso les gritó insultos racistas y los atacó con furia.

“Nos golpeó, nos pateó, nos tiró al piso, nos pegó con palos”, afirmó Albagir.

Albagir contó que había un kurdo de piel clara detenido en el garaje con ellos, a quien el soldado no tocó.

Luego, el soldado los llevó al bosque y les dijo: “Váyanse a Polonia. Si regresan, los mataremos”.

Según grupos defensores de derechos humanos, decenas de miles de refugiados han sido rechazados de un lado a otro entre Polonia y Bielorrusia, y han quedado en el limbo, sin poder ingresar a ninguno de los dos países ni regresar a casa.

El 5 de marzo, Albagir y su grupo cruzaron la frontera hacia Polonia por segunda vez en una semana, débiles y casi congelados. Llamaron a un número telefónico que les habían dado en caso de que tuvieran problemas, y una activista polaca los llevó en secreto a su casa y les advirtió que no salieran a la calle. Su experiencia no estaría totalmente desprovista de actos de bondad.

Uno de los hombres que estaba con Albagir, llamado Sheikh, no sabía hablar inglés, por lo que escribió un mensaje en su teléfono y presionó “reproducir”.

La voz robótica del teléfono entonó: “Toda Europa dice que todos los seres humanos tienen derechos, pero eso no fue lo que vimos”. Cuando se le preguntó si creía que el racismo había sido un factor en la manera en que habían sido tratados, Albagir no dudó. “Oh sí, muchísimo”, aseveró. “Racismo puro”.

‘¿Qué podría cocinarles?’

Para la familia de Maslova, el trato es cada vez mejor. Poterek inscribió a su hermano y hermana en una escuela primaria: el gobierno polaco ha extendido la educación y la atención médica gratuitas a los refugiados ucranianos.

“Pareciera que todo el país está flexibilizando un poco las reglas para los ucranianos”, dijo Maslova, luego de que un médico se negara a aceptarle el pago por una cita.

Cuando se les preguntó a sus anfitriones si recibirían refugiados africanos o del Medio Oriente, Anna Poterek respondió: “Sí, pero no tuvimos la oportunidad”.

Sin embargo, dijo que sería “más fácil” recibir a ucranianos porque compartían una cultura. Pensando en refugiados de países árabes y de África, se preguntó: “¿Qué podría cocinarles?”.

El jueves pasado, Janusz Poterek habló con un amigo para encontrarle un trabajo a Maslova como traductora.

Esa misma tarde, Albagir y los demás llegaron a un refugio en Varsovia. Una vez más, les advirtieron que no salieran a la calle.

© 2022 The New York Times Company

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