"Raúl": por qué no está bien el tono cercano con el que es tratado el caudillo cubano | Opinión
Imagínese que en 1988, cuando llegaba el final de su régimen, vía referendo -que quiso burlar, sin éxito- la gran prensa hiciera una semblanza, lógica, de la trayectoria de Pinochet, y que a esa semblanza le acompañara un artículo de opinión, en primera página, titulado "Chile y Augusto, fin de ciclo".
Ahora imagine que, en otro gran medio, haya -también lógico- una cronología del historial político de Pinochet, pero que en él no figuren las casas clandestinas de detención que operaban en su aparato represor, ni las acusaciones de tortura sistemática en su contra, ni tampoco el registro de decenas de miles de desaparecidos.
Algo similar acaba de pasar en días recientes con la salida formal de Raúl Castro del Partido Comunista de Cuba (aunque buena parte de la oposición cubana mantiene que su poder es el mismo, sólo ya no es parte logística de él), único partido legal de la isla y en el poder desde hace 62 años.
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Omisiones peligrosas
Alguna prensa, en ocasiones, muestra en pequeños detalles una aproximación a la historia política de algunos países que revelan, implícitas, debilidades en su tratamiento con respecto a ciertos personajes protagónicos. Recientemente se vio en El País de España que a Raúl Castro, el segundo y también sempiterno jefe de la revolución cubana, se le mencionaba en el diario español como "Raúl".
Y parece una sutileza que no tendría por qué indicar nada estrafalariamente negativo, pero llamar a personas por su nombre, cuando ellas detentan el poder, es una expresión de confianza y cercanía que puede hacer al lector, por una parte, tratar sin cuestionamiento al personaje del caso o, por la otra, hacer pensar que el medio que lee es arte y parte del grupo de quien, con naturalidad, menciona con cierto rasgo de afecto.
Algo parecido sucedió en la versión hispana de la BBC, en la que, paralelamente, se detallaban los hitos históricos de Raúl Castro con fotografías respectivas de cada época, como si fuese un político más -o común- parte de la institucionalidad regular de la región. Sin reconocer, al menos, que ha formado parte de un polo que, si bien es defendido por una parte del mundo y la política, ha sido severamente acusado de oprimir libertades, torturar, fusilar y eliminar la pluralidad de pensamiento de todo un país por más de 60 años.
Entonces uno regresa a la pregunta con la que inicia este texto: ¿valdría tratar a Pinochet, en su época, de "Augusto" y contar su ascenso militar sin, por ejemplo, mencionar los desaparecidos por sus 17 años de dictadura? ¿A Stalin tratarlo de Joseph o a Hitler de Adolf, y narrar cronológicamente sus hazañas militares sin mencionar sus genocidios?
¿A quién favorecemos?
El cuestionamiento no tiene la intención, como pretenderán algunos, de fungir como argumento para disminuir mucha buena prensa que ha hecho un servicio público formidable por décadas o siglos, con periodistas que dan la vida por ofrecer a los lectores lo que no sería dado sin sus oficios. La patraña de llamar comunistas, vendidos y otros etcéteras que ahora parecen acompañar tan ligeramente a las críticas en las redes no son parte de este señalamiento. Discutir no es destruir ni despreciar. Por el contrario. Es una puerta para ser mejores.
Muchos de quienes escribimos en los medios contando lo que pasa en nuestro mundo lo hacemos por las motivaciones más nobles, tratando de seguir las más rigurosas complejidades del periodismo, así que no se trata de echar de un plumazo todo por la borda.
Cuestionar no significa mandar a la hoguera al cuestionado. Sino hacernos una reflexión pública de un detalle que parece de insignificancia semiótica, pero que en realidad dice mucho de la prensa más preciada, al menos del mundo en español.
Permitirse tratar con confianza y cercanía a quien ha sido pilar de una dictadura acusada de genocidio y que tiene ya más de seis décadas es también tolerarle. O suponer que, siendo de un signo, esa dictadura es más "amigable" que siendo de otro.
Es menester preguntarnos a quién favorecemos cuando damos tratamiento preferencial, en la simbología de las palabras, a unos dictadores sí y a otros no. A los lectores no. A los consumidores de información no los favorecemos. A la gente para la que trabajamos no le estamos haciendo bien. Y quizás a la prensa independiente, tampoco.
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Esquinas ideológicas
Muchos enemigos de la libertad señalan a la prensa de ser cómplice de quienes en el poder tienen banderas progresistas. Pero uno ha visto a muchos periodistas y medios siendo rigurosos, criticando y cuestionando a quienes se suponen se le identifican, precisamente porque están en el poder.
Quizás es un ejercicio que habría que hacer en todos los ámbitos.
Dicen que los trapitos se lavan en casa, porque en el fondo parece que exponerse frente a otros nos hace vulnerables. Aunque quizás sea ese un complejo. Quizás lo que es público hay que discutirlo públicamente. Y de seguro eso toma también exponerse si es que uno quiere promover una idea que considera mejor.
Para muchos, eso que ocurrió no puede sino producir desconfianza. Valdría la pena preguntarse por qué en la cultura o la visión de algunos profesionales del periodismo los delitos parecen ser menos tolerables cuando provienen de unos sectores que de otros. Y, sobre todo, si la respuesta es suficiente para justificar ciertas aproximaciones editoriales.
Es una reflexión que podría ser parte de la agenda de los medios y del periodista en general, que es, genuinamente, a quien usualmente le interesa realmente que lo que pasa en el mundo llegue en su complejidad a sus lectores, y no que la información sea una herramienta de una esquina ideológica.
No se le llama por su nombre
Pocos oficios tienen una motivación tan noble como la del periodista. Contarle a los demás, contarle tanto y tan bien que su cuento sirva para que todos tengan su propio criterio, porque la información, profesionalmente asumida, es un bastión de la libertad. Muchos dan la vida (metafórica y literalmente), trabajan a deshoras y en los tiempos libres de otros, para hacer que todos sepamos del mundo en el que vivimos. Y la mayoría de ellos lo hace por pura vocación. Son contados los periodistas que hacen fortunas con su oficio.
Y, es verdad, las creencias de cada quien le acompañan aunque tenga la mentalidad más científica posible. ¿Cómo no van a acompañar también a un periodista? Pero hay una frontera de la que las creencias no deben pasar. A un dictador no se le llama por su nombre. Ni se cuenta su vida sin mencionar en tercera persona siquiera que se tiene como co-responsable de campos de concentración, éxodos y fusilamientos.