Un rancho familiar se ve arrastrado a la locura de la frontera

Jim Chilton utiliza una fuente que instaló en un tanque de agua del rancho de su familia, que tiene más de 8 kilómetros de colindancia con la frontera de México, cerca de Arivaca, Arizona, el 9 de enero de 2024. (Erin Schaff/The New York Times)
Jim Chilton utiliza una fuente que instaló en un tanque de agua del rancho de su familia, que tiene más de 8 kilómetros de colindancia con la frontera de México, cerca de Arivaca, Arizona, el 9 de enero de 2024. (Erin Schaff/The New York Times)

ARIVACA, Arizona — Jim Chilton, de 84 años, les puso nombre a los caminos terregosos de su tierra en honor a cuatro generaciones de ganaderos de su familia. Ahora, se preparaba para conducir a través de su rancho, una propiedad colindante con la frontera estadounidense, sin saber qué podría encontrar. Decidió llevar consigo una pistola, por si se encontraba con más contrabandistas ligados con el cartel de Sinaloa, y botellas de agua para los migrantes que había visto hacía poco perdidos y deshidratados en el desierto de Sonora.

“¿Tienes tu teléfono satelital?”, preguntó su esposa, Sue Chilton, de 81 años. No había conexión de la red de telefonía móvil en la mayor parte del rancho ni otras casas en varios kilómetros a la redonda.

“Me lo voy a llevar, pero si no me comunico, es que todo está bien”, le advirtió Jim Chilton.

El plan para ese día era revisar tres tanques de agua colocados en un área lejana y encontrar a unas cuantas vacas que tenían perdidas, tareas aparentemente sencillas pero que debía realizar en un lugar en el que, desde hacía unos meses, todo se había ido complicando. Chilton extendió un mapa del sur de Arizona sobre el capó de su camioneta y le mostró a su esposa la ruta que planeaba seguir por la tierra de pastoreo de su propiedad, un área equivalente a tres veces la superficie de Manhattan ubicada a las afueras de Arivaca, Arizona. Deslizó su dedo por una cordillera inhóspita, a través de seis cañones, y por los casi 9 kilómetros de su rancho que colindan con la frontera México-Estados Unidos, una ruta que se ha convertido en uno de los corredores más utilizados en la reciente oleada récord de inmigración ilegal.

“¿Seguro que tienes todo lo que necesitas?”, preguntó Sue Chilton.

Jim Chilton verificó que su botiquín de primeros auxilios estuviera en la caja de su camioneta y volvió a revisar sus suministros. “No podría estar mejor preparado”, concluyó.

Jim y Sue Chilton durante el almuerzo en casa en su rancho, que tiene más de 8 kilómetros de colindancia con la frontera de México, cerca de Arivaca, Arizona, el 11 de enero de 2024. (Erin Schaff/The New York Times)
Jim y Sue Chilton durante el almuerzo en casa en su rancho, que tiene más de 8 kilómetros de colindancia con la frontera de México, cerca de Arivaca, Arizona, el 11 de enero de 2024. (Erin Schaff/The New York Times)

“Supongo que depende de qué versión de la frontera encuentres hoy”, comentó Sue Chilton. De un tiempo para acá, les decía a sus amigos que intentar comprender la crisis actual en la frontera le recordaba una vieja fábula sobre un grupo de hombres ciegos que se topaban con un elefante. Uno de ellos tocaba la trompa del animal y creía que era una víbora; otro tocaba una pata y creía que era un árbol; otro más tocaba la cola y creía que era una cuerda.

La pareja Chilton había intentado desde hacía algunos años desenmarañar los misterios de su propio patio trasero. A medida que la situación se fue agravando en su rancho, lograron captar algunas verdades a medias. Descubrieron drogas y por lo menos 150 veredas de contrabando en el área de pastoreo de su tierra, así que instalaron cámaras de seguridad y ofrecieron darles armas a sus cinco empleados fijos. Esos empleados comenzaron a ver grupos de migrantes abandonados cerca de la frontera, así que los Chilton instalaron fuentes de agua en el desierto para ayudar a mantener viva a la gente. Las cámaras de seguridad grabaron cada mes el paso de cientos de hombres camuflajeados por su tierra, por lo que testificaron ante el Congreso y participaron con Donald Trump en campañas a favor de la construcción de un muro, con la esperanza de lograr que menos personas pasaran por su tierra.

Por desgracia, de los inmigrantes que ingresan ilegalmente al país, un mayor número que nunca antes cruza por la frontera sur: tan solo en diciembre, alcanzaron la cifra récord de 302.000. Cada noche, la crisis generaba más peligro y desesperación en su rancho, y los Chilton todavía no lograban captar las distintas realidades del elefante en los remotos confines de su rancho: era al mismo tiempo un desastre humanitario, una crisis de drogas, una emergencia de seguridad nacional, una guerra de carteles y una batalla de política estadounidense, y todo ello en un año de elecciones presidenciales.

“Regresaré en cinco o seis horas”, calculó Jim Chilton. Agitó la mano para despedirse de su esposa y dio la vuelta en un camino terregoso con dirección al sur.

Chilton bajó al cañón Chimney, donde unos años antes un agente de la Patrulla Fronteriza se topó con un grupo de narcotraficantes y le dieron cinco tiros. Luego, siguió conduciendo por la ladera de una colina; recordó que ahí escuchó gritar a un niño de Honduras que pedía ayuda y lo siguió hasta encontrar a su madre, que estaba muriendo por complicaciones de su diabetes.

Dio vuelta hacia un camino escabroso paralelo al muro fronterizo y siguió conduciendo unos kilómetros, hasta que vio a la distancia una fogata. Era la esquina más lejana de uno de los ranchos más remotos de Estados Unidos. Pero cuando se aproximó, contó más de 45 personas sentadas en torno al fuego. Varios niños gritaban en francés. Una mujer rezaba en árabe.

“¿Qué está pasando?”, se preguntó Chilton.

Brian Best, de 64 años, reconoció la camioneta de Chilton y se alejó de la fogata para detenerlo. Best era un trabajador humanitario voluntario de Tucson, Arizona, que pasaba dos días a la semana en el camino de la frontera desde hacía un tiempo. Era el primer estadounidense (y algunas veces el único) que les daba la bienvenida a los inmigrantes que llegaban ilegalmente al país en cantidades históricas.

Best había observado a guías del cartel dirigir a más de 170 personas por esa brecha en las últimas horas, incluidas decenas de mujeres y niños que compartieron que planeaban solicitar asilo en Estados Unidos. Huían de la guerra civil en Sudán, de la discriminación de castas en la India, de la hambruna en el área rural de Guinea y del crimen organizado en Albania.

Best iba a la frontera desde hacía varios años con un grupo de voluntarios llamado Tucson Samaritans, y la mayor parte de esos años su trabajo había sido tranquilo y predecible. Dejaban agua, ropa, botiquines y comida en cientos de veredas escondidas a través del desierto y plantaban cruces honorarias en los lugares en que alguien había muerto de deshidratación. Best casi nunca veía en esos recorridos a los inmigrantes que ingresaban ilegalmente al país porque el número que cruzaba era mucho menor.

Durante la pandemia de coronavirus, Trump aplicó una norma de salud pública, conocida como el Título 42, que les permitía a los agentes devolver a los migrantes en la frontera. En tres años, con fundamento en el Título 42, Estados Unidos mandó personas de regreso más de 2,8 millones de veces. Pero el gobierno de Biden dejó que expirara el Título 42 en mayo pasado y la policía fronteriza volvió a aplicar el estándar anterior, que le permite a la mayoría de los solicitantes de asilo permanecer en Estados Unidos en tanto se procesa su caso en un sistema judicial con atrasos tremendos. Poco después, Best empezó a encontrar grupos enormes de migrantes cerca del muro fronterizo que a menudo incluían mujeres y niños de todo el mundo.

Casi la mitad provenía de África Occidental o de Asia. Para finales de diciembre, la Patrulla Fronteriza del sector de Tucson encontraba casi 20.000 migrantes en una sola semana, un aumento del 300 por ciento con respecto al año anterior.

Best repartió barras de granola; a su paso por el grupo, vio a una madre con su bebé de 4 años dibujar caritas sonrientes con varas en la tierra. Repartió fruta y le puso más leña a la fogata mientras un grupo de hombres de Guinea se quitaban los calcetines para calentarse los pies. Los hombres le dijeron que habían reunido todo lo que tenían ahorrado para volar de Estambul a Bogotá, Colombia, y luego a Nicaragua. Habían dormido doce noches en el desierto mexicano antes de cruzar la frontera con ayuda de guías de los carteles, que les robaron lo que les quedaba de dinero antes de mandarlos a cruzar la cerca.

“¿Alguien va a venir pronto por nosotros?”, le preguntó uno de los hombres a Best en inglés. Respondió que esperaba que sí, pero no podía estar seguro.

“Este lugar te rompe el corazón todos los días”, le comentó Best a Chilton. “Están exhaustos, enfermos, confundidos… Tienen frío y no tienen más remedio que esperar. ¿Cómo es posible que este sea nuestro sistema?”.

Unos días después, Chilton seguía procesando lo que había visto e invitó a Lowell Robinson a su casa para tomar un café. Robinson, de 56 años, se encargaba de dirigir a los demás empleados del rancho de Chilton. Había pasado la mayor parte de su vida en una casa a unos cientos de metros al norte de la frontera, así que la había estudiado desde su propio pórtico trasero.

“Todas esas personas estaban ahí a la deriva”, le dijo Chilton, con respecto a su viaje reciente hacia el muro. “Quizás ayudaría que aceptáramos más inmigrantes legales al año. ¿Dos millones? ¿Tres? No lo sé, pero no deja de preocuparme”.

Durante cinco décadas, Robinson y su familia habían sido propietarios de unas tierras ganaderas colindantes, que Robinson manejaba con su padre y sus hijos. Su ganado pastaba en un área de 18.000 acres al lado de la frontera, algo que en un principio Robinson llegó a considerar un regalo de la geografía. Aprendió a hablar español con gran fluidez. Conducía por su patio trasero para ir a las playas de México. Intercambió ganado y equipo con ganaderos en varias ocasiones a través de la línea internacional hasta la última década, cuando el cartel de Sinaloa tomó el control de varias secciones de la frontera mexicana y, de un momento al otro, resultó que Robinson vivía al lado de una organización criminal que, según el FBI, es de las mayores y más peligrosas del mundo.

“La ganadería ya de por sí es difícil sin que le añadas otro desastre”, le dijo Robinson a Chilton.

Después de 36 años de matrimonio, su esposa lo dejó y se fue con sus padres a California. Su hija, que estudió veterinaria, se mudó a Texas. Sus hijos dejaron de trabajar en el rancho y abrieron un negocio como soldadores, así que solo quedó Robinson en las tierras en que había pasado toda la vida y no le quedó más opción que vender. El día que el agente inmobiliario mostró sus tierras el año pasado, varios inmigrantes cruzaron al rancho. Robinson creyó que los posibles compradores iban a arrepentirse, pero sí concretaron el acuerdo.

“Es un patrimonio que se me fue así, como si nada”, relató Robinson.

Los Chilton consideraron vender, pero Jim Chilton se ha dedicado a la ganadería desde que su padre le regaló una silla para montar a los 5 años y nunca ha dejado de subirse a un caballo con todo y que uno lo tumbó y se rompió cuatro costillas casi a los 80 años.

Durante años creyó que también podría superar los problemas con la frontera, si la persona correcta lo escuchaba. Dio discursos en su iglesia, llevó a distintos políticos a recorrer su rancho y celebró la construcción del muro de Trump. Pero parte de ese muro sigue sin terminarse y otros tramos están llenos de huecos, además de que ahora la Patrulla Fronteriza está absorta con el problema del número récord de solicitantes de asilo en la frontera.

A pesar de sus tres décadas de activismo, estaba convencido de que la mayor parte de su rancho estaba menos segura que nunca. Se dedicaba a monitorear las cámaras que había escondido en cinco de las 150 rutas que usaban los contrabandistas en su rancho, y ahora había abierto su computadora portátil y llamado a su esposa para que fuera a la cocina a revisar las grabaciones activadas por movimiento de los últimos meses.

“Casi todo esto es del área de los corrales, en ese pequeño remanso tan agradable”, le dijo.

“Con la hierba de venado y esos hermosos encinos prietos”, continuó Sue Chilton.

“Parece que al menos tenemos una hora de imágenes”, indicó Jim Chilton cuando presionó el botón de reproducir.

En total, las cámaras habían recopilado imágenes de más de mil personas cruzando esas cinco veredas, una pequeña muestra de lo que las Naciones Unidas considera el mayor movimiento global de personas desplazadas desde los años cincuenta, impulsado por millones de personas de todo el mundo que huyen de las pandillas, el colapso económico y la inestabilidad política.

“Es un circo de muchas pistas, no solo de tres”, señaló Sue Chilton.

“Es difícil de ver, dadas todas las posibilidades”, aseveró Jim Chilton. Han entrado a robar a su casa en tres ocasiones. Una vez, solo se llevaron comida y una sidra de manzana. Otra vez, los ladrones se llevaron varias armas.

Sue Chilton observó el desfile de personas que pasaba por la pantalla y decidió cerrar la computadora portátil. “Ya pienso en esto”, dijo. “Sueño con esto. Ya basta”.

Se levantó de la mesa de la cocina y Jim Chilton la siguió hasta su recámara circular, ubicada sobre una colina desde la que pueden observar el rancho. Instalaron 18 ventanas con vista en todas las direcciones para poder observar la migración de su rebaño por el desierto y el movimiento de las tormentas desde México. “El horizonte es la línea de nuestra barda”, le gustaba explicar a Jim Chilton, y durante muchos años vivieron en paz en su soledad. Ahora que el sol se ocultaba tras las montañas, Jim Chilton contemplaba el ocaso y se preguntaba quién andaría allá afuera y qué versiones de la crisis se estarían desarrollando en el rancho.

c.2024 The New York Times Company