Putin recibe un desaire en las bodegas de vino de una antigua república soviética
Hace más de 20 años, el presidente ruso celebró su cumpleaños 50 en una bodega de Moldavia. Tras la invasión a Ucrania, el lugar dejó de exhibir las botellas que entonces le regalaron.
Hermann Goering, mano derecha de Hitler, sobrevivió al recorte. Sus botellas de vino —parte de una colección confiscada por el ejército soviético como trofeo al final de la Segunda Guerra Mundial y depositada en una laberíntica bodega subterránea de Moldavia— siguen expuestas.
Un regalo de 460 botellas hecho en 2013 al entonces secretario de Estado John Kerry cuando visitó la antigua república soviética también está allí, guardado en su nombre en un cuarto del vasto sistema de túneles. (El Departamento de Estado informó de que su valor era de 8339,50 dólares, lo que podría explicar por qué Kerry decidió dejarlas allí).
Pero el presidente de Rusia, Vladimir Putin, quien visitó en dos ocasiones los sótanos de la bodega estatal Cricova, ha sido desterrado. Sus botellas de vino, junto con su fotografía, han sido retiradas de la vista en el vasto complejo de túneles subterráneos que serpentean y giran a lo largo de más de 120 kilómetros bajo los viñedos al norte de la capital moldava, Chisináu.
Después de que Putin iniciara una invasión a gran escala de Ucrania, vecina de Moldavia, en 2022, la bodega “recibió muchas preguntas que no podíamos responder sobre por qué seguía aquí”, dijo Sorin Maslo, el director.
La colección de vinos de Putin, que le regaló el expresidente comunista de Moldavia, no ha sido destruida, dijo Maslo. Las botellas, añadió, se han trasladado a un rincón oscuro y sellado de la bodega para que “nadie tenga que tratar con él”.
Para un país que se toma la vinicultura muy en serio, el destierro de las botellas de Putin envió un contundente mensaje de divorcio en una relación tensionada durante mucho tiempo y que recientemente Moldavia declaró condenada por diferencias irreconciliables.
Fue parte de una ruptura decisiva que en octubre llevó a los votantes a respaldar, aunque por escasa mayoría, el cambio de la Constitución de Moldavia para fijar la salida del país de la esfera de influencia de Moscú y alinearse más estrechamente con Europa.
Ese rumbo se fijó por primera vez en 2006, cuando Rusia, hasta entonces el mayor mercado de exportación de vino de Moldavia, impuso una prohibición de dos años a las importaciones de Cricova y otras bodegas moldavas, durante una temprana disputa entre Moscú y Chisináu.
Rusia alegó entonces que la prohibición era necesaria para proteger a los consumidores de las impurezas, pero en general se consideró una represalia por las exigencias de Moldavia de que Rusia dejara de apoyar a la región separatista moldava de Transnistria.
Rusia levantó la prohibición del vino moldavo al año siguiente, pero volvió a imponerla en 2013, después de que Moldavia expresara su deseo de estrechar lazos con la Unión Europea.
El embargo de 2006 obligó a los viticultores moldavos a buscar mercados en Occidente y les convenció de que “el futuro para nosotros no es Rusia”, dijo Stefan Iamandi, director de la Oficina Nacional de la Viña y el Vino de Chisináu. Rusia, que antes representaba el 80 por ciento del vino moldavo vendido en el extranjero, hoy compra el 2 por ciento, y más del 50 por ciento va a la Unión Europea. Ello ha supuesto pasar de los vinos azucarados “semidulces” producidos para satisfacer los paladares soviéticos, a vinos de alta calidad que ganan regularmente premios internacionales.
Georgia, otra antigua república soviética, sufrió una prohibición similar en 2006, lo que hizo que sus vinicultores también empezaran a mirar hacia Occidente.
Durante siglos, el vino ha desempeñado un papel destacado en la relación de Moldavia con Rusia, lubricando y a veces envenenando los lazos entre lo que, hasta el colapso de la Unión Soviética en 1991, eran dos partes del mismo país.
Moldavia cuenta con vestigios de cultivo de la vid que se remontan a miles de años, y empezó a exportar vino a Rusia en grandes volúmenes en el siglo XIV. Este comercio se expandió espectacularmente durante la Unión Soviética, cuando los viñedos de Moldavia y Georgia proporcionaban gran parte del vino que se consumía en Rusia.
El vino moldavo gozaba de una reputación especialmente buena. Esto se convirtió en una maldición cuando el último dirigente soviético, Mijail Gorbachov, identificó el alcoholismo como uno de los problemas más graves de la Unión Soviética en 1985 y funcionarios demasiado entusiastas del Partido Comunista ordenaron destruir los viñedos de Moldavia, Georgia y Crimea. Moldavia arrancó algunas viñas pero dejó intactas la mayoría, argumentando que necesitaba uvas para hacer zumo de fruta.
Antes de eso, Moscú y Moldavia se unieron por el alcohol.
En 1966, cuando Yuri Gagarin, cosmonauta ruso y primer hombre en el espacio, visitó lo que entonces era una república soviética llamada Moldavia, pasó dos días en la Bodega de Cricova, donde, como a otros visitantes, le ofrecieron catas de vino.
Cuenta la leyenda que probó tanto que tuvieron que llevárselo aturdido.
Maslo dijo que eso no es verdad, insistiendo en que “Gagarin no estaba borracho” y que solo estaba contento con la calidad del vino.
A diferencia de Putin, Gagarin no ha sido cancelado y sigue siendo homenajeado en la bodega subterránea de Cricova con una fotografía y una placa. En la pared se exhibe con orgullo la nota de agradecimiento manuscrita que dejó al final de su visita de 1966: “En estas bodegas hay una gran abundancia de vino maravilloso”, escribió. “Incluso la persona más exigente encontrará aquí un vino de su agrado”.
Ciertamente, hay mucho de donde elegir. La inmensa bodega, alojada en los pozos y túneles serpenteantes de una antigua mina de piedra caliza, alberga 1,2 millones de botellas. Los túneles, bordeados de botelleros, barriles y grandes toneles de madera, forman parte de una extensa ciudad subterránea. Tiene una tienda de vinos para los turistas, decenas de miles de los cuales la visitan cada año, un cine y opulentas salas de degustación y banquetes para los dignatarios visitantes.
Los túneles excavados para los mineros de piedra caliza se han convertido en calles, cada una con el nombre de un tipo de vino: cabernet, pinot noir, champán y variedades locales como la feteasca. Hay señales de tráfico y semáforos. Las calesas eléctricas transportan a los trabajadores de las bodegas y a los visitantes por el laberinto. La temperatura es constante, de unos 55 grados Fahrenheit (alrededor de 12 grados Celsius), y la humedad del ambiente es siempre la misma.
También es inmutable la tediosa labor de un equipo de trabajadores que pasan cada día bajo tierra girando metódicamente las botellas de vino espumoso almacenadas con el cuello hacia abajo en estanterías altas. El movimiento garantiza que el sedimento se acumule en el cuello y pueda eliminarse fácilmente antes del embotellado final. Todos los giradores de botellas son mujeres porque los hombres, decidió la dirección de Cricova, se aburren con demasiada facilidad y hacen demasiados descansos.
Lybov Zolotko, quien se entrenó para el trabajo retorciéndose las muñecas en un cubo de arena, dijo que gira al menos 30.000 botellas al día. Es un trabajo aburrido, admitió, “pero te acostumbras”, y paga un sueldo fijo en un país donde es difícil encontrar trabajos estables.
Otra bodega moldava, Milestii Mici, tiene túneles aún más largos, de 240 kilómetros, pero Cricova ha tenido muchos más visitantes de alto nivel, como Putin, que celebró su cumpleaños 50 en sus bodegas, el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, y Angela Merkel, cuando aún era canciller de Alemania.
Tatiana Ursu, empleada de Cricova desde hace 30 años, ha acogido a un sinfín de dignatarios en las salas de degustación subterráneas y en los salones de banquetes. Dijo que fue especialmente cálida la visita de Putin en 2002, quien mantenía excelentes relaciones con el entonces presidente de Moldavia, Vladimir Voronin, el primer jefe de Estado del Partido Comunista elegido democráticamente en Europa tras el colapso del comunismo.
La visita solía ser motivo de orgullo para la bodega, añadió Ursu, pero “ya no tanto”, dado que el hombre aparentemente apacible que conoció en 2002 —quien solo llevaba dos años en el Kremlin cuando la visitó— se ha vuelto desde entonces contra Moldavia.
Voronin regaló al presidente ruso una botella de vino con forma de cocodrilo, recordó.
Putin y otros miembros de la delegación rusa no bebieron demasiado y dejaron una buena impresión a sus anfitriones moldavos, recordó Ursu.
“Entonces todos eran amigos. Eran otros tiempos”, dijo.
Andrew Higgins
es el jefe del buró de Europa Central y Oriental del Times radicado en Varsovia. Cubre una región que se extiende desde las repúblicas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania hasta Kosovo, Serbia y otras partes de la antigua Yugoslavia. Más de Andrew Higgins
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