La presidencia brasileña del G20 terminará con resultados limitados
La Cumbre de Líderes del G20 se ha celebrado los días 18 y 19 de noviembre en Río de Janeiro (Brasil), con la presencia de los líderes de los países miembros, además de la Unión Africana y la Unión Europea. El presidente ruso, Vladimir Putin, no ha asistido. Putin se expone a ser detenido si viaja al extranjero por una orden de detención que le acusa de crímenes de guerra en Ucrania, emitida por la Corte Penal Internacional, y estuvo representado por el ministro de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov.
En una metáfora sencilla, el papel de Brasil en el liderazgo del G20 puede resumirse como “predicar en el desierto”. Esto no es el resultado de errores cometidos por la diplomacia brasileña bajo el actual gobierno. Cualquier país con el mismo estatus del que goza Brasil en el sistema internacional sufriría las mismas limitaciones en una época en la que las grandes potencias, que poseen poder económico y militar, priorizan sus intereses. El país se considera una potencia media, con cierta influencia regional, pero sin presencia a escala mundial.
No estamos en el mundo de sólo America First (Estados Unidos primero). China primero, Rusia primero, la UE primero: cada uno se ocupa de sí mismo en lugar de intentar establecer un mínimo de coordinación entre ellos en cuestiones como el calentamiento global, el comercio y la seguridad internacional. No es fácil para las potencias medias poder hablar a lo grande con el resto del mundo.
Aun así, las potencias regionales pueden influir en elementos concretos de las relaciones entre países y, por tanto, del orden mundial. En comparación con la presidencia india del G20 el año anterior, Brasil ha hecho notables progresos en cuestiones sociales, habiendo incluido en la agenda la Alianza Mundial contra el Hambre y la Pobreza, que está en línea con la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 1 (erradicación de la pobreza) y 2 (hambre cero y agricultura sostenible).
Un fondo para combatir la desinfomación
Bajo el liderazgo brasileño, el debate sobre la lucha contra el cambio climático también ha adquirido aún más prioridad, con especial énfasis en la optimización de los fondos para este desafío global, incluida la idea de formar un fondo para combatir la propagación de la desinformación en el sector.
Estos puntos contrastan con la falta de avances en los debates sobre las tan necesarias reformas de la gobernanza mundial. El éxito requiere diálogo con los rusos, los estadounidenses, los chinos y los europeos.
Con Donald Trump de nuevo en la Casa Blanca, Moscú en guerra con Ucrania y Pekín lidiando con problemas económicos internos, sólo la Unión Europea –al menos mientras no sea controlada por las fuerzas de ultraderecha– tiende a mostrar la más mínima voluntad de sumarse a una agenda de acción global.
El nacionalismo eclipsa la alianza global
Eso a menos que los intereses de las grandes potencias cambien aún más como consecuencia de las acciones de Trump 2.0. Por ejemplo, en una era de creciente nacionalismo, ¿qué sentido tiene apoyar una alianza global para luchar contra el hambre y la pobreza si los países buscan soluciones unilaterales o bilaterales, asociándose con aliados regionales o con aquellos con los que tienen mayor afinidad ideológica?
China, cuya dimensión económica podría llenar el vacío dejado por Estados Unidos en el multilateralismo, tampoco está interesada en desempeñar el papel de articular la provisión de bienes públicos globales.
La UE y otros actores políticos europeos, especialmente el Reino Unido, tendrán que dedicar más recursos a su propia seguridad. Esto se debe a que Trump ya se ha mostrado partidario de un acuerdo con Rusia en la guerra contra Ucrania y pretende reducir los compromisos estadounidenses en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), presionando así a los europeos para que destinen más dinero al gasto militar.
Legado superficial sobre el clima
En la cuestión clima-medio ambiente, sea cual sea el legado de Brasil en el G20, el riesgo de que se quede en algo superficial es aún mayor. De nuevo, esto se debe a los cambios a la vista en la configuración del juego de poder entre las grandes potencias y los intereses de otros miembros del bloque.
Por ejemplo, es seguro que Trump volverá a retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París, lo que debería anular cualquier efecto de la asociación para la transición energética que el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva firmará con Joe Biden durante la reunión del G20.
Además, India –que ha coqueteado con el estatus de gran potencia gracias a sus armas nucleares y al sólido crecimiento económico de los últimos años– es esencialmente dependiente de los combustibles fósiles y no muestra signos de dejar de serlo. El mismo razonamiento se aplica a otras potencias regionales del G20, como Indonesia y México.
Así que, salvo milagro, es probable que la presidencia brasileña del G20 –presentada como un instrumento para demostrar la capacidad de Brasil de desempeñar un papel activo en la remodelación del orden mundial en el siglo XXI– termine con resultados limitados, ya que otros miembros del bloque hacen oídos sordos al deseo de Lula de liderar el mundo en materia de desarrollo.
Lula ni siquiera cuenta con el apoyo del principal socio histórico de Brasil en el G20, Argentina. Bajo el liderazgo del derechista Javier Milei, Buenos Aires rechaza todo lo que Brasil representa. Si Brasil ni siquiera puede liderar su vecindario, es quimérico pretender que logre tener un papel activo en la configuración del orden global más allá de cuestiones específicas.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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Vinícius Rodrigues Vieira ha recibido financiación académica del CNPq, Capes y Fapesp.