Por qué las grandes potencias del mundo no pueden impedir una guerra en Medio Oriente
La capacidad de Estados Unidos para influir en los acontecimientos de la región ha disminuido, y otras grandes naciones han sido esencialmente espectadoras.
Durante casi un año de guerra en Medio Oriente, las grandes potencias se han mostrado incapaces de detener o incluso influir significativamente en los combates, un fracaso que refleja un turbulento mundo de autoridad descentralizada que parece que perdurará.
Las negociaciones intermitentes entre Israel y Hamás para poner fin a los combates en Gaza, impulsadas por Estados Unidos, han sido descritas en repetidas ocasiones por el gobierno de Joe Biden como al borde de un gran avance, y luego fracasan. El actual intento de Occidente de evitar una guerra a gran escala entre Israel y Hizbulá en Líbano equivale a un afán por evitar el desastre. Sus posibilidades de éxito parecen muy inciertas tras el asesinato el viernes por Israel de Hassan Nasrallah, líder de Hizbulá desde hace mucho tiempo.
“Hay más capacidad en más manos en un mundo donde las fuerzas centrífugas son mucho más fuertes que las centralizadoras”, dijo Richard Haass, presidente emérito del Consejo de Relaciones Exteriores. “Medio Oriente es el principal caso de estudio de esta peligrosa fragmentación”.
El asesinato de Nasrallah, líder de Hizbulá durante más de tres décadas y quien convirtió a la organización chií en una de las fuerzas armadas no estatales más poderosas del mundo, deja un vacío que Hizbulá tardará probablemente mucho tiempo en llenar. Se trata de un duro golpe para Irán, principal patrocinador de Hizbulá, que puede incluso desestabilizar a la República Islámica. Aún no está claro si la guerra a gran escala llegará a Líbano.
“Nasrallah lo representaba todo para Hizbulá, y Hizbulá era el brazo avanzado de Irán”, dijo Gilles Kepel, destacado experto francés en Medio Oriente y autor de un libro sobre la agitación mundial desde el 7 de octubre. “Ahora la República Islámica está debilitada, quizá mortalmente, y uno se pregunta quién puede siquiera dar hoy una orden para Hizbulá”.
Durante muchos años, Estados Unidos fue el único país capaz de ejercer una presión constructiva tanto sobre Israel como sobre los Estados árabes. Fue el artífice de los Acuerdos de Camp David de 1978, que trajeron la paz entre Israel y Egipto, y de la paz entre Israel y Jordania de 1994. Hace poco más de tres décadas, el primer ministro de Israel, Yitzhak Rabin, y el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat, se estrecharon la mano en el jardín de la Casa Blanca en nombre de la paz, solo para que la frágil esperanza de aquel abrazo se erosionara constantemente.
El mundo, y los principales enemigos de Israel, han cambiado desde entonces. La capacidad de Estados Unidos para influir en Irán, su enemigo implacable durante décadas, y en sus apoderados, como Hizbulá, es marginal. Declaradas organizaciones terroristas por Washington, Hamás y Hizbulá están fuera del alcance de la diplomacia estadounidense.
Estados Unidos sí tiene una influencia duradera sobre Israel, sobre todo en forma de una ayuda militar que involucró un paquete de 15.000 millones de dólares firmado este año por el presidente Biden. Pero una férrea alianza con Israel construida en torno a consideraciones estratégicas y de política interna, así como a los valores compartidos de dos democracias, significa que Washington casi con toda seguridad nunca amenazará con reducir —y mucho menos interrumpir— el flujo de armas.
La abrumadora respuesta militar israelí en Gaza a la masacre de israelíes perpetrada por Hamás el 7 de octubre y la toma de unos 250 rehenes ha suscitado leves reprimendas por parte de Biden. Por ejemplo, ha calificado las acciones de Israel de “exageradas”. Pero el apoyo estadounidense a su asediado aliado se ha mantenido firme mientras las bajas palestinas en Gaza se elevaban a decenas de miles, muchas de ellas civiles.
Estados Unidos, bajo cualquier presidencia imaginable, no está dispuesto a abandonar a un Estado judío cuya existencia ha sido cuestionada cada vez más durante el último año, desde los campus estadounidenses hasta las calles de la misma Europa que se embarcó en la aniquilación del pueblo judío hace menos de un siglo.
“Si la política de EE. UU. hacia Israel cambiara alguna vez, sería solo en los márgenes”, dijo Haass, a pesar de la creciente simpatía, especialmente entre los jóvenes estadounidenses, por la causa palestina.
Otras potencias han sido esencialmente espectadoras mientras se extendía el derramamiento de sangre. China, uno de los principales importadores de petróleo iraní y uno de los principales partidarios de cualquier cosa que pueda debilitar el orden mundial liderado por Estados Unidos que surgió de las ruinas en 1945, tiene poco interés en ponerse el manto de pacificador.
Rusia tampoco tiene muchas ganas de ayudar, especialmente en vísperas de las elecciones del 5 de noviembre en Estados Unidos. Dependiente de Irán para la tecnología de defensa y los drones en su intratable guerra de Ucrania, está tan entusiasmada como China ante cualquier signo de declive estadounidense o cualquier oportunidad de empantanar a Estados Unidos en un lodazal en Medio Oriente.
Basándose en su comportamiento en el pasado, el posible regreso a la Casa Blanca del expresidente Donald Trump probablemente sea visto en Moscú como el regreso de un líder que se mostraría complaciente con el presidente Vladimir Putin.
Entre las potencias regionales, ninguna es lo suficientemente fuerte o está lo suficientemente comprometida con la causa palestina como para enfrentarse militarmente a Israel. Al final, Irán se muestra cauto porque sabe que el costo de una guerra total podría ser el fin de la República Islámic, Egipto teme una enorme afluencia de refugiados palestinos y Arabia Saudita busca un Estado palestino, pero no arriesgaría vidas saudíes por esa causa.
En cuanto a Catar, financió a Hamás con cientos de millones de dólares al año que se destinaron en parte a la construcción de una laberíntica red de túneles, algunos de hasta 76 metros de profundidad, donde se ha retenido a rehenes israelíes. Contó con la complicidad del primer ministro Benjamín Netanyahu, quien vio en Hamás una forma eficaz de debilitar a la Autoridad Palestina en Cisjordania y socavar así cualquier posibilidad de paz.
El desastre del 7 de octubre fue también la culminación de la cínica manipulación, por parte de dirigentes árabes e israelíes, de la búsqueda palestina de un Estado. Un año después, nadie sabe cómo recoger los pedazos.
Así que, en su peregrinaje anual, los líderes mundiales acuden en tropel a la reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde el Consejo de Seguridad está en gran medida paralizado por los vetos rusos a cualquier resolución relacionada con Ucrania y los vetos estadounidenses a las resoluciones relacionadas con Israel.
Los líderes escuchan a Biden describir, una vez más, un mundo en un “punto de inflexión” entre la autocracia en ascenso y las democracias con problemas. Escuchan al secretario general de la ONU, António Guterres, deplorar el “castigo colectivo” al pueblo palestino —una frase que indignó a Israel— en respuesta a los “abominables actos de terror cometidos por Hamás hace casi un año”.
Pero las palabras de Guterres, como las de Biden, parecen resonar en el vacío estratégico de un orden mundial a la carta, suspendido entre la desaparición de la dominación occidental y el vacilante ascenso de alternativas a ella. No existen los medios para presionar a Hamás, Hizbulá e Israel a la vez, y una diplomacia eficaz exigiría ejercer influencia sobre los tres.
Este desmantelamiento sin reconstrucción ha impedido una acción eficaz para detener la guerra entre Israel y Gaza. No existe un consenso mundial sobre la necesidad de paz, ni siquiera de un alto el fuego. En el pasado, la guerra en Medio Oriente provocó la subida de los precios del petróleo y la caída de los mercados, lo que forzó la atención del mundo. Ahora, dijo Itamar Rabinovich, exembajador israelí en Estados Unidos, “la actitud es: ‘está bien, que así sea’”.
A falta de una respuesta internacional coherente y coordinada, Netanyahu y Yahya Sinwar, dirigente de Hamás y cerebro del atentado del 7 de octubre, no tienen que afrontar ninguna consecuencia por seguir un rumbo destructivo, cuyo punto final no está claro, pero que sin duda conllevará la pérdida de más vidas.
Netanyahu ha eludido un serio esfuerzo estadounidense para lograr la normalización de las relaciones con Arabia Saudita, quizá el país más importante del mundo árabe e islámico, porque su precio sería algún compromiso serio con el establecimiento de un Estado palestino, lo que él ha dedicado su vida política a impedir.
El interés de Netanyahu en prolongar la guerra para eludir una reprimenda formal por los fallos militares y de inteligencia que condujeron al ataque del 7 de octubre —una catástrofe cuya responsabilidad recayó en el primer ministro— complica cualquier esfuerzo diplomático. También lo complica su intento de evitar enfrentarse a las acusaciones personales de fraude y corrupción presentadas contra él. Está jugando al juego de esperar, que ahora incluye ofrecer poco o nada hasta el 5 de noviembre, cuando Trump, a quien considera un fuerte aliado, puede ser elegido.
Las familias israelíes que envían a sus hijos a la guerra ignoran qué tan comprometido está su comandante en jefe con traer a casa sanos y salvos a esos jóvenes soldados aprovechando cualquier oportunidad viable para la paz. Esto, dicen muchos israelíes, es corrosivo para el alma de la nación.
En cuanto a Sinwar, los rehenes israelíes que tiene en su poder le dan ventaja. Su aparente indiferencia ante la inmensa pérdida de vidas palestinas en Gaza le permite influir considerablemente en la opinión mundial, que se ha vuelto progresivamente en contra de Israel a medida que mueren más niños palestinos.
En resumen, Sinwar tiene pocas razones para cambiar de rumbo; y, en lo que Stephen Heintz, presidente de la organización filantrópica Rockefeller Brothers Fund, ha denominado “la era de las turbulencias”, el mundo no está dispuesto a cambiar ese rumbo por él.
“Está claro que las instituciones que han guiado las relaciones internacionales y la resolución de problemas mundiales desde mediados del siglo XX ya no son capaces de abordar los problemas del nuevo milenio”, escribió Heintz en un ensayo reciente. “Son ineficaces, ineficientes, anacrónicas y, en algunos casos, simplemente obsoletas”.
Esa también ha sido una lección del año transcurrido desde el golpe de Hamás.
Roger Cohen
es el jefe del buró en París del Times, que cubre Francia y más allá. Ha informado sobre las guerras en el Líbano, Bosnia y Ucrania, y entre Israel y Gaza, en más de cuatro décadas como periodista. En el Times ha sido corresponsal, editor extranjero y columnista. Más de Roger Cohen
c. 2024 The New York Times Company