Cómo un paraíso turístico se convirtió en un imán para el narcotráfico

Agentes de la Policía de Fronteras de Costa Rica patrullando en un bosque tropical. Costa Rica es el unico país de América Latina sin ejército. (Alejandro Cegarra/The New York Times)
Agentes de la Policía de Fronteras de Costa Rica patrullando en un bosque tropical. Costa Rica es el unico país de América Latina sin ejército. (Alejandro Cegarra/The New York Times)

Antes de salir a trabajar en la selva, Christian Puchi se aseguró de que su machete estuviera bien sujeto a la cadera y que sus compañeros guardas forestales estuvieran bañados de repelente de mosquitos. Subieron al bote y navegaron entre la multitud de turistas que ya estaban en el agua.

Los turistas se aferraban a los binoculares con la esperanza de ver las famosas tortugas de Costa Rica. Puchi y sus hombres solo esperaban volver ilesos.

Pueden con las ranas ponzoñosas, las serpientes venenosas y los cocodrilos. Pero con poco personal y equipo inadecuado, no son rivales para la amenaza más peligrosa que acecha a los parques nacionales: los violentos cárteles de la droga.

Puchi, de 49 años y guarda forestal desde hace más de 20 años, contó que antes se enfocaban en la conservación, en encontrar huellas de jaguar o nidos de tortuga, pero que, ahora, las zonas protegidas como ésta se han convertido en almacenes de droga.

Costa Rica, a menudo considerada uno de los destinos más idílicos de la región, eludió durante mucho tiempo el azote de los cárteles que han invadido esa zona del continente. Su lema nacional, “pura vida”, ha atraído durante décadas a parejas de luna de miel, asistentes a retiros de yoga y aficionados a la observación de aves.

Pero ahora, en las frondosas selvas que cubren una cuarta parte de Costa Rica se infiltran cárteles de la droga que buscan nuevas rutas de tráfico para eludir a las autoridades.

Costa Rica superó a México en 2020 como el primer punto de transbordo de cocaína con destino a Estados Unidos, Europa y otros países, según el Departamento de Estado de EE.UU. México volvió al primer puesto el año pasado, pero Costa Rica le sigue de cerca.

Y con el narcotráfico en aumento, una oleada de violencia ha golpeado a la nación.

Los homicidios en Costa Rica se dispararon un 53 por ciento entre 2020 y 2023, según cifras del gobierno. Lo mismo está ocurriendo en los países caribeños cercanos, donde han aumentado las tasas de homicidios como resultado de las bandas que compiten por los mercados de drogas, dijo Naciones Unidas en 2023.

En Costa Rica, las escuelas se están convirtiendo en escenarios de crímenes, donde los padres son asesinados a tiros cuando pasan a dejar a sus hijos. En los parques se han descubierto bolsas de plástico llenas de miembros amputados. Recientemente, los miembros de una banda rival mataron a tiros a un paciente dentro de un hospital.

Las bandas locales luchan por el control de las rutas dentro del país, una competición de codicia y crueldad con el fin de convertirse en el músculo local de los grupos criminales mexicanos rivales que operan aquí, en gran medida los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación.

Miembros de la Policía de Fronteras de Costa Rica durante una patrulla acuática. (Alejandro Cegarra/The New York Times)
Miembros de la Policía de Fronteras de Costa Rica durante una patrulla acuática. (Alejandro Cegarra/The New York Times)

“Antes había un límite, no se mataba indiscriminadamente”, declaró en una entrevista Mario Zamora Cordero, ministro de Seguridad Pública de Costa Rica. “Lo que estamos presenciando no lo habíamos visto nunca. Es la mexicanización de la violencia, para provocar terror y pánico”.

La operación de tráfico de las bandas es relativamente sencilla.

El Clan del Golfo de Colombia, el principal cártel de narcotraficantes del país, lleva la cocaína a través del Pacífico en submarinos de fabricación rudimentaria hasta las costas selváticas de Costa Rica, según funcionarios estadounidenses y costarricenses.

Los traficantes se valen entonces de las espesas marañas de manglares entrelazadas con canales fluviales y selvas tropicales como puerta de entrada al país. Alrededor del 70 por ciento de toda la droga que entra en Costa Rica lo hace a través de la costa del Pacífico, según los guardacostas del país.

Gran parte de la cocaína es transportada por tierra por grupos locales que trabajan con los cárteles mexicanos hasta un puerto de la costa oriental del país, donde se mete en exportaciones de fruta destinadas al extranjero.

Costa Rica incautó 21 toneladas de cocaína el año pasado, aunque Zamora dijo que cientos de toneladas pasaban anualmente por el país sin ser detectadas.

No es solo la cocaína lo que preocupa a las autoridades costarricenses. También está empezando a entrar el fentanilo.

En noviembre, la policía local encontró y desmanteló el primer laboratorio de fentanilo de Costa Rica en colaboración con la Administración de Control de Drogas estadounidense. Muchas de las pastillas de fentanilo confiscadas estaban destinadas a Estados Unidos y Europa, según un cable estadounidense de la embajada en San José, obtenido por The New York Times.

“Costa Rica es un objetivo primordial para los cárteles en busca de nuevos mercados para el fentanilo”, decía el cable, marcado como “sensible” y enviado a Washington el año pasado. Las organizaciones están empeñadas en “transformar Costa Rica en un nuevo centro”.

Rob Alter, director de la Oficina de Asuntos Internacionales de Narcóticos y Aplicación de la Ley de la Embajada de Estados Unidos, afirmó en un comunicado que Costa Rica seguía siendo “un socio fuerte y duradero de Estados Unidos a pesar de enfrentarse a importantes retos de seguridad derivados del narcotráfico internacional, como muchos países de la región”.

Costa Rica es el único país de América Latina sin ejército, por lo que Zamora, ministro de Seguridad Pública, está presionando para ampliar la fuerza policial nacional, que cuenta con unos 15.000 efectivos para una población de 5,2 millones de habitantes. (El vecino Panamá tiene una fuerza de 29.000 efectivos para 4,4 millones de habitantes.) Su ministerio recibió finalmente un aumento presupuestario del 12 por ciento en 2024, tras sufrir recortes en los cinco años anteriores.

Pero la zona cero de esta guerra contra la droga son los parques nacionales, donde caen perezosos de los árboles, deambulan los jaguares y los guacamayos vuelan en círculos. Los cárteles se enfrentan a poca resistencia.

Apenas 300 guardas forestales son responsables de patrullar 1,2 millones de hectáreas de bosque protegido. Portan armas más adecuadas para cazar animales pequeños que para contrarrestar las ametralladoras automáticas y las granadas propulsadas por cohetes que cargan los traficantes. Y los guardas carecen de autoridad para efectuar detenciones.

Los retos a los que se enfrentan son amplios. El núcleo de población más cercano está a más o menos una hora en barco. El servicio telefónico es deficiente o inexistente. En una visita reciente, el único teléfono móvil del equipo —al que la gente llama para informar de actividades sospechosas— estaba montado sobre una pila de troncos, con la esperanza de captar señal.

Por la noche, los guardas se despiertan varias veces al mes por los vuelos rasantes de aviones y helicópteros que aterrizan ilegalmente en el bosque. “No podemos hacer nada al respecto”, dijo Miguel Aguílar Badilla, que dirige un equipo que patrulla 31.000 hectáreas dentro del parque nacional Tortuguero.

En julio, durante una patrulla en barco, Aguílar y su equipo se adentraron en la selva a través de los canales. Se cruzaron con una barca de pescadores y les pidieron sus permisos.

Uno de los pescadores dijo que llevaban intentando llamarlos desde el día anterior, pues habían visto a unos hombres en la selva. Pero que nadie había contestado, dijo.

Aguilar explicó que hacía días que no tenían cobertura, si es que alguna vez la tenían.

A unos 65 kilómetros al sur del parque se encuentra el puerto marítimo de Moín, en la ciudad de Limón. Es el mayor puerto de Costa Rica y ha ayudado al país a satisfacer la creciente demanda de piñas y plátanos de Estados Unidos y Europa, destinos clave de las exportaciones de cocaína.

Como consecuencia de las lucrativas posibilidades del puerto, la violencia se ha disparado en Limón, ya que las bandas locales aliadas con los cárteles mexicanos compiten por el territorio. Limón tiene ahora los índices de violencia más altos del país.

El puerto marítimo de Moín abrió sus puertas por primera vez en 2019. Apenas un año después, Costa Rica se convirtió en el mayor punto de transbordo de cocaína del mundo.

Los cárteles mexicanos y colombianos utilizan ahora los almacenes de fruta en Limón para guardar su droga, como tapadera para enviar contenedores de cocaína al extranjero y para blanquear su dinero a través de explotaciones agrícolas, según las autoridades costarricenses. Estos productos agrícolas pueden magullarse con facilidad y es laborioso clasificarlos para los controles de seguridad; por ello, la fruta debe transportarse rápidamente antes de que se pudra, lo que presiona a los puertos para que los envíos se muevan con rapidez.

“El mundo es un rompecabezas logístico y los narcos son expertos en logística”, dijo Zamora. Y siempre parecen ir un paso por delante.

Las autoridades costarricenses descubrieron recientemente que los grupos delictivos empleaban buzos para soldar cascos submarinos a los fondos de los barcos que podían transportar hasta 1,5 toneladas de cocaína. Las autoridades también descubrieron que los traficantes locales introducían de contrabando en Europa y Oriente Medio botellas de refresco llenas de cocaína convertida en líquido.

Randall Zúñiga, director del Organismo de Investigación Judicial, el equivalente costarricense del FBI, declaró que el descubrimiento de cocaína líquida había asustado a las autoridades, pues era señal de la creciente sofisticación de los traficantes del país.

“Los narcos solían centrarse en subir droga a México para entrar en EE UU”, dijo Zúñiga. “Pero México ya no es el jugador más importante, porque Costa Rica es un puente hacia Europa, que ahora está inundada de cocaína”.

En una reciente operación conjunta de los guardas forestales de Costa Rica y la Policía de Fronteras, los agentes llevaban chalecos antibalas y chalecos salvavidas. Sus embarcaciones —donadas por Estados Unidos— surcaban las tranquilas aguas de un canal fluvial mientras exploraban los manglares en busca de cualquier indicio de actividad sospechosa.

Cuando los capitanes apagaron los motores para bajar a tierra, los agentes bajaron de un salto de la cubierta y sus botas se hundieron rápidamente en el lodo de unos 30 centímetros de espesor. Los hombres languidecían en la humedad, que los cubría con una gruesa manta de calor tropical mientras patrullaban el bosque.

La unidad de operaciones conjuntas supone la primera vez que los guardas de los parques nacionales, supervisados por el Ministerio de Medio Ambiente y Energía, colaboran con la policía y comparten sus conocimientos del complicado terreno.

“Es una relación nacida de la necesidad”, declaró en una entrevista Franz Tattenbach, ministro de Medio Ambiente y Energía. “La amenaza ha cambiado y tenemos que adaptarnos”.

Los esfuerzos de la fuerza conjunta cuentan con el apoyo de la guardia costera de Costa Rica en un puesto avanzado situado a unos 80 kilómetros al sur. Los guardacostas patrullan el Pacífico e interceptan las embarcaciones sospechosas embistiéndolas a toda velocidad en aguas bravas.

No es sólo el tránsito de la droga hasta el puerto de Moín lo que preocupa a las autoridades costarricenses, sino también el consumo interno. El país se enfrenta a una crisis de adicción sin precedentes.

En ningún lugar la crisis es tan aguda como en Limón, el puerto. El crack de cocaína ha inundado las calles, según la policía.

Los periodistas de The New York Times acompañaron a la policía en una patrulla nocturna mientras estos establecían controles aleatorios en las calles, en busca de drogas y armas ilegales.

En un momento dado, la policía hizo una redada en una barriada en expansión, corriendo por callejones apenas lo bastante anchos para que cupiera un cochecito de bebé, mientras la lluvia tropical arreciaba.

Entraron en un antro de drogas, despertaron a los residentes de un profundo sueño inducido por las drogas y los alinearon contra las paredes de un laberinto de habitaciones de mala calidad.

Una mujer se apoyó en la pared. Suspiró y cerró los ojos mientras un agente la cacheaba y le pedía su identificación. Otro agente le dijo que era reincidente, pero que querían ayudarla, no encerrarla.

La mujer abrió lentamente los ojos, mirando con desgana el grafiti garabateado en la pared que tenía delante.

“Si Dios está conmigo, ¿quién puede estar contra mí?”, rezaba.

Los agentes le devolvieron su identificación. Ella la miró confusa y volvió a agacharse para meterse en su guarida de madera contrachapada y volver a la neblina del sueño.

David Bolanos colaboró con reportería.


Maria Abi-Habib
es corresponsal de investigación con sede en Ciudad de México y cubre América Latina. Más de Maria Abi-Habib

c. 2024 The New York Times Company

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