La oportunidad perdida para la paz

Durante toda esta horrible semana, mi mente ha regresado en repetidas ocasiones al 23 de diciembre de 2000. Ese fue el día en que a los palestinos se les ofreció un camino para tener su propia nación en aproximadamente el 95 por ciento del territorio de Cisjordania y el 100 por ciento del territorio en la Franja de Gaza. Según ese esquema, Israel también intercambiaría parte de su propia tierra para compensar a los palestinos a cambio de mantener el 80 por ciento de su presencia en Cisjordania.

Los palestinos habrían controlado, según la formulación del entonces presidente Bill Clinton, las “zonas árabes” de Jerusalén Oriental. Y en los sitios religiosos más sensibles, habría habido soberanía o jurisdicción divididas, con los palestinos a cargo de Haram al-Sharif (incluidas las mezquitas de Al-Aqsa y la Cúpula de la Roca) e Israel al mando del Muro de los Lamentos y el espacio sagrado del que forma una parte. También habría habido un retorno de muchos refugiados al nuevo Estado palestino (sin derecho de retorno para el propio Israel).

Hubo un millón de complejidades y muchos errores cometidos por las partes israelí, palestina y estadounidense en el proceso. Pero esta oferta señaló el camino hacia el tipo de solución justa por la que los negociadores habían estado luchando durante años. Parece muy difícil que este tipo de opción vuelva a estar sobre la mesa. Y los palestinos la dejaron escapar.

Este recuerdo vuelve a atormentarme porque la miseria que ahora padecen palestinos e israelíes no tenía por qué haber ocurrido. Podrían haber llegado a algún tipo de acuerdo moderadamente eficaz, que les hubiera dado a las dos naciones la oportunidad de perseguir sus propios destinos.

Otra razón por la que recuerdo esta historia es la forma en que se ha impuesto a este conflicto una narrativa simplista de opresor/oprimido, colonizador/colonizado y del “apartheid de Israel”.

La versión real es mucho más complicada. Es la historia de los palestinos a quienes se les ofreció un Estado en 1947 al que los Estados árabes se opusieron. Más recientemente, es la historia de seres humanos imperfectos tanto del lado israelí como del lado palestino, que se enfrentaron a una situación diabólicamente complicada. Trabajaron de forma tenaz para asegurar la paz y lograron avances reales, aunque inestables, con ese fin. Es la historia de cómo los radicales de ambos lados socavaron sus esfuerzos, lo que llevó al derramamiento de sangre que vemos hoy. Esto es lo que sucede cuando el centro no aguanta.

El impulso hacia esa oferta de paz del año 2000 comenzó en la Conferencia de Paz de Madrid, en 1991. A lo largo de esa década, hubo una serie de importantes esfuerzos de paz: los Acuerdos de Oslo, el Acuerdo de El Cairo, el acuerdo interino sobre Cisjordania y la Franja de Gaza (comúnmente conocido como Oslo II), el Protocolo de Hebrón, el Memorando de Wye River.

En el camino, el impulso casi se esfumó. Un israelí de asentamiento asesinó al primer ministro Isaac Rabin mientras avanzaba hacia la paz. Hubo un aluvión de atentados con bombas perpetrados por Hamás y otros grupos terroristas.

Pero los israelíes siguieron apoyando una solución de dos Estados. El 17 de mayo de 1999, el líder del Partido Laborista, Ehud Barak, con una contundente plataforma de paz, derrotó a Benjamín Netanyahu en la contienda por el cargo de primer ministro.

Clinton organizó una cumbre israelí-palestina en Camp David en julio de 2000. En muchos sentidos, esa cumbre fue prematura. Pero como bien me dijo esta semana el principal negociador estadounidense en ese momento, Dennis Ross, Barak encabezó “el gobierno más comunicativo en la historia de Israel” y Clinton aprovechó la oportunidad.

La cumbre no logró llegar a un acuerdo y los enemigos de la paz contratacaron. Ariel Sharón dio un paseo por el Monte del Templo —donde se encuentra Haram al-Sharif y la entrada está restringida para los no musulmanes— lo que provocó la indignación palestina. Los dirigentes palestinos lanzaron la segunda intifada, que trajo un reinado de terror a las calles israelíes.

Aun así, Clinton y los negociadores persistieron en celebrar reuniones en Sharm el-Sheij. A finales de año, Clinton llevó a ambas partes a la Casa Blanca. En la reunión crucial de diciembre, leyó lentamente y en voz alta el plan de paz que llegaría a conocerse como los Parámetros de Clinton. Les exigía sacrificios incómodos a ambas partes, pero le otorgaba a cada bando lo que los negociadores estadounidenses creían que necesitaban.

Unos días más tarde, el gabinete israelí votó a favor de aceptar el plan. Yasir Arafat hizo lo que solía hacer. Nunca dijo que no, pero nunca dijo que sí. Los embajadores de Arabia Saudita y Egipto en Washington lo presionaron fuertemente para que aceptara un acuerdo, pero tal vez por la presión que sentía desde casa, su percepción de la opinión pública palestina o la noción de que las disposiciones para los refugiados eran insuficientes, Arafat demoró el proceso. El impulso se desperdició. Justo antes de que Clinton dejara el cargo, tuvo una de sus últimas conversaciones con Arafat, quien le dijo que era un gran hombre. Según su autobiografía, Clinton le respondió: “No soy un gran hombre. Soy un fracaso y tú me has convertido en uno”.

La no decisión de Arafat desacreditó aún más el bando que buscaba la paz en Israel, pues indicó que, si no aceptaba esto, nunca aceptaría ningún acuerdo negociado. Sharón logró la victoria en las siguientes elecciones. En “La paz perdida”, el libro definitivo de 840 páginas escrito por Ross sobre este periodo, Ross concluyó que Arafat nunca logró transformarse de un guerrillero externo al tipo de líder capaz de formar y gobernar una nación. Los palestinos “sin duda, fueron traicionados en el pasado y, sin duda, han sufrido”, escribió Ross. “Pero también han ayudado a perpetuar su condición de víctimas. Nunca aprovecharon las oportunidades cuando se presentaron. Culpan a otros por su situación. Declaran derrotas inequívocas como victorias”.

En las décadas siguientes, Israel y sus habitantes de asentamiento han expandido su ocupación de los territorios palestinos, la política israelí ha girado marcadamente hacia la derecha y el culto a la muerte fundamentalista de Hamás se ha vuelto más fuerte y más satánicamente temerario.

Al recordar todos estos acontecimientos, me sorprendió cómo los negociadores de ambas partes estuvieron inmersos en resolver cuestiones prácticas. Hoy en día, la política es poco más que teatro y psicodrama. Hamás y sus seguidores cultivan la fantasía de que Israel, una nación permanente de Medio Oriente, dejará de existir por arte de magia. Sus terroristas buscan vengar las heridas de la injusticia y la humillación con asesinatos masivos, sin nada remotamente parecido a un plan firme para mejorar la calidad de vida de los palestinos.

Y en Estados Unidos, algunos estudiantes y activistas crean carteles con parapentes para celebrar a los asesinos que llegaron por aire al festival de música israelí. Todas estas son posturas mezquinas para que la gente se sienta vanguardista y moralista, sin importar cuántas décadas de sufrimiento humano estén por venir.

c.2023 The New York Times Company