Opinión: La primera vida 'después de la vida' del papa Benedicto XVI

El primer papa que renunció fue Celestino V, de nombre Pietro da Morrone. Era un piadoso ermitaño, ya octogenario cuando se convirtió en pontífice en 1294 y le puso fin a un periodo de paralización de dos años en el Colegio de Cardenales. Abrumado por la tarea, renunció al poco tiempo, con la esperanza de retomar su existencia monástica. En cambio, su sucesor, Bonifacio VIII, lo encarceló por temor a que alguna facción rival respaldara a Celestino y lo convirtiera en un antipapa.

El expontífice murió después de permanecer casi un año en cautiverio; su sucesor, uno de los papas más ambiciosos de la era medieval, terminó sumido en una batalla desastrosa con el rey de Francia que culminó con el encarcelamiento temporal de Bonifacio en las semanas previas a su muerte.

La extraña vida del papa Benedicto XVI después de su pontificado, que culminó con su muerte el sábado a los 95 años, no fue tan tormentosa o dramática. Pero, como la experiencia de Celestino, no habla muy bien de las renuncias papales. Durante casi una década, este hombre que antes de convertirse en papa se llamaba Joseph Ratzinger, desempeñó el papel peculiar y nada bien definido de “papa emérito”: no se aisló por completo, pero tampoco estaba formalmente activo y su sucesor, Francisco, hacía lo posible por acabar con aspectos importantes de su trabajo.

El antiguo papa prometió pasar sus días “oculto del mundo” y, con seguridad, esperaba que su legado estuviera seguro. Por el contrario, la vida posterior a su pontificado estuvo plagada de expresiones ambiguas en respuesta a un Vaticano que había quedado, por algún misterio de la providencia divina, en manos de sus antiguos enemigos.

Volver a leer lo que escribí tras su retiro en 2013 fue una experiencia extraña, porque gran parte de ese análisis perdió vigencia solo unos años después de su renuncia. También hice notar que Benedicto, en sus años de papa y cuando fungió como director de doctrina en los años de Juan Pablo II, había trabajado sin cesar a fin de evitar que las rupturas ocurridas tras el Concilio Vaticano II (el declive en la asistencia a misa en el mundo Occidental, los enfrentamientos por la liturgia y la ética sexual) fracturaran la Iglesia católica romana.

Un gran teólogo, parte de la brillante generación que asesoró a los obispos participantes en el Concilio Vaticano II, puso esa astucia al servicio de la continuidad con la reafirmación continuada de las creencias centrales de la Iglesia, la defensa de la piedad tradicional contra los revisionistas académicos, la afirmación persistente de que el Concilio Vaticano II no buscaba sustituir a la Iglesia que existió siglos antes.

Este trabajo lo convirtió en la inspiración intelectual de muchos católicos, en especial los convertidos que buscaban una síntesis de la razón y la religión supernatural; lo más seguro es que la influencia de sus obras, desde su “Introducción a la cristiandad” hasta la trilogía sobre la vida de Jesús que escribió cuando era papa, sea más perdurable que la fama de Juan Pablo II y Francisco. Ese mismo trabajo le ganó muchos enemigos, en especial entre los católicos liberales que sentían que su aplicación de la ortodoxia era punitiva y la Iglesia necesitaba una revolución continua para cumplir el plan de Dios en el mundo moderno.

Sin embargo, hasta su renuncia, parecía que había tenido éxito temporal en su meta de lograr estabilidad y la continuidad, que entregaba una verdadera síntesis (con sus tensiones y dificultades) de la Iglesia antes y después del Concilio Vaticano II, y que había logrado proteger al catolicismo de los cismas que dividieron a otras comunidades cristianas globales (anglicana, metodista) tras las revoluciones sociales de los años sesenta.

No obstante, lo más seguro es que nada de lo ocurrido tras su renuncia haya sido lo que esperaba Benedicto. El cónclave de cardenales eligió a un forastero impredecible como sucesor en vez de optar por otro conservador. Además, el pontificado de Francisco quedó definido rápidamente por un extendido impulso a favor de la liberalización, un sorprendente cambio de personal y política, así como la reanudación de muchos de los debates de la era de los setenta que Benedicto había intentado dejar atrás.

Esta agenda no ha logrado crear la Iglesia que desean los católicos liberales: una y otra vez, Francisco ha parecido estar a favor de un cambio explícito en algún tema controvertido, desde la comunión para los divorciados y vueltos a casar hasta la regla del celibato de los sacerdotes, pero a fin de cuentas ha seguido un rumbo más ambiguo. Encima, en ciertos casos, en su extraño rol posretiro, Benedicto realizó intervenciones intelectuales que parecían ser advertencias para su sucesor de no ir demasiado lejos.

Lo cierto es que la era de Francisco ha colocado de nuevo a la Iglesia en un estado de franca división teológica. Las iglesias liberales del norte de Europa, encabezadas por los obispos alemanes, insisten en una revolución hacia posturas progresistas en temas sexuales, el liderazgo de los laicos y la relación intercomunitaria con los protestantes.

Algunos de los aliados de Francisco consideran un peligro a la jerarquía más conservadora de Estados Unidos por su rebeldía y la han acusado de tolerar un espíritu de ruptura en la derecha. Además, después de todo lo que hizo Benedicto para reconciliar a los tradicionalistas de la Iglesia con el Vaticano II y crear espacio para la misa en latín en la Iglesia moderna, Francisco ha vuelto a imponer restricciones rigurosas para su celebración, con lo que ha impulsado deliberadamente a los tradicionalistas hacia el cisma.

Ante estas presiones, la visión de continuidad y estabilidad que defendió Benedicto parece desbaratarse desde ambos extremos: desde la izquierda, por la concepción del Vaticano II como una revolución continuada, un concilio cuyo trabajo nunca llegará a su fin, y desde la derecha, por una mezcla de pesimismo y paranoia, un aislamiento muy poco conservador de la autoridad papal con un fin difícil de visualizar.

No parece muy probable que algún admirador de Benedicto, en vista de los acontecimientos que siguieron a su renuncia, considere que su decisión de retirarse haya estado justificada o la acción simple de la voluntad del Espíritu Santo.

Al mismo tiempo, su legado perdurará décadas o incluso siglos. Lo único que podemos concluir de sus extraños años como papa emérito es que la forma en que el papa Benedicto XVI buscó dirigir la Iglesia para conservarla unida institucional y teológicamente se ha visto desafiada y revertida en parte.

Pero Joseph Ratzinger el erudito, teólogo y escritor, Joseph Ratzinger el defensor de cierta idea de cristiandad católica, apenas ha comenzado la lucha.

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