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Opinión: Las vacunas, un desastre muy europeo

Estados Unidos tiene mucho que aprender de los éxitos de las políticas europeas, en particular tratándose de la atención médica. Todas las naciones europeas ricas proporcionan un seguro médico universal y al mismo tiempo gastan menos que nosotros, aun cuando nuestro sistema deja a decenas de millones sin seguro. Y todo indica que la calidad general de la atención es bastante buena; por ejemplo, en promedio, los franceses pueden esperar vivir cuatro años más que los estadounidenses.

A pesar de ello, este es un momento crucial en la saga de la COVID-19, ahora que las nuevas vacunas por fin ofrecen posibilidades realistas de regresar a la vida normal, las políticas en la Unión Europea han estado marcadas por un error tras otro. Las inyecciones en los brazos empezaron lento: ajustado para la población, el Reino Unido y Estados Unidos han suministrado alrededor de tres veces más dosis que Francia o Alemania. Y los países de la UE siguen rezagados, ya que aplican las vacunas con la mitad de rapidez que Estados Unidos.

Es casi seguro que la debacle de la vacunación en Europa acabe ocasionando miles de muertes innecesarias. Y la cuestión es que los errores políticos del continente no parecen casos aislados, unas cuantas malas decisiones tomadas por unos cuantos malos gobernantes. Por el contrario, los fracasos parecen reflejar fallos fundamentales en las instituciones y las actitudes del continente, incluida la misma rigidez burocrática e intelectual que provocó que la crisis del euro de hace una década fuera mucho peor de lo que debería haber sido.

Los detalles del fracaso europeo son complejos. No obstante, el hilo conductor parece ser que los funcionarios europeos no solo tenían aversión al riesgo, sino a los riesgos equivocados. Parecían muy preocupados ante la posibilidad de acabar pagando demasiado a las empresas farmacéuticas o descubrir que habían invertido dinero en vacunas que resultaban ineficaces o tenían efectos secundarios peligrosos.

Así que minimizaron estos riesgos al retrasar el proceso de adquisición, regatear los precios y negarse a conceder exenciones de responsabilidad. Parecían mucho menos preocupados por el riesgo de que muchos europeos enfermaran o murieran debido a que el despliegue de la vacuna fuera demasiado lento.

Leer la historia de los lentos esfuerzos de Europa en materia de vacunas, me recordó la definición de H.L. Mencken del puritanismo como “el pavor que provoca pensar que alguien, en algún lugar, es feliz ”. Los eurócratas parecen igualmente atormentados por el temor de que alguien, en algún lugar —ya sean las empresas farmacéuticas o los empleados del sector público griego— pueda estar saliéndose con la suya.

Durante la crisis del euro, esta actitud condujo a la imposición de políticas de austeridad estrictas y destructivas a las naciones deudoras, en caso de que de algún modo no pagaran un precio suficiente por la irresponsabilidad fiscal del pasado. Esta vez significó concentrarse en celebrar un acuerdo inflexible con las compañías farmacéuticas, aun a costa de un retraso quizá mortal, para que no hubiera ningún indicio de especulación.

Huelga decir que aquí, en Estados Unidos, tenemos una actitud mucho más relajada con respecto a la especulación de las empresas; demasiado relajada, la mayor parte del tiempo. Pero en este caso nos ha servido, porque no hemos escatimado en gastos en una crisis sanitaria.

Europa también tiene otros problemas. La vacunación se retrasó por los intentos de aplicar una política europea común, lo que estaría bien si Europa tuviera algo parecido a un gobierno unificado. Pero no es así; en cambio, los gobiernos nacionales frenaron los contratos con las farmacéuticas en espera del consenso.

Por otra parte, la historia no termina con la compra de vacunas; también hay que ponerlas en los brazos de la gente. Y no hay nada en Europa comparable a la distribución nacional y al empuje de la vacunación que ha cobrado un rápido impulso desde que el gobierno de Biden llegó al poder.

Por último, resulta que Europa tiene un problema de hostilidad generalizada hacia la ciencia. Por supuesto, nosotros también, pero la hostilidad europea es diferente, en el sentido de que está siendo muy nociva.

En Estados Unidos, la mayor parte de la hostilidad hacia la ciencia, aunque no toda, proviene de la derecha, sobre todo de la derecha religiosa. Somos una nación llena de antievolucionistas, negadores del cambio climático y, últimamente, negadores de la COVID-19, que son modalidades de negación de la ciencia mucho menos comunes en Europa. No obstante, existen otras actitudes anticientíficas, menos fáciles de posicionar en un espectro de izquierda-derecha, que se extienden de manera preocupante.

La renuencia a recibir la vacuna contra la COVID-19, incluso si está disponible, no es desconocida aquí, pero el sentimiento antivacunas parece extenderse de manera alarmante en Europa, en particular en Francia.

Todos estos problemas llegaron a su punto álgido esta semana, cuando varias naciones europeas suspendieron el uso de la vacuna de AstraZeneca con base en indicios, espurios seguramente, de que algunos receptores podrían desarrollar coágulos en la sangre. Una vez más, los legisladores se obsesionaron con los riesgos erróneos: incluso si hay efectos secundarios adversos, sin duda palidecen en comparación con el daño a la campaña de vacunación. Y de nuevo Europa no se coordinó: Alemania suspendió de manera unilateral el uso de la vacuna de AstraZeneca, y otros se apresuraron a hacer lo mismo por miedo a ser culpados si algo salía mal (además de que la gente muriera por no vacunarse).

Como he dicho, lo más preocupante de todo este fiasco es que no se trata solo de culpar a unos cuantos malos dirigentes. Más bien parece reflejar fallos fundamentales en las instituciones y las actitudes. El proyecto europeo está en serios problemas.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company