Opinión: Qué le hace Twitter a nuestra percepción del tiempo

Qué le hace Twitter a nuestra percepción del tiempo (Haik Avanian/The New York Times).
Qué le hace Twitter a nuestra percepción del tiempo (Haik Avanian/The New York Times).

EL PAJARILLO AZUL VIVE A LA VELOCIDAD DEL RAYO. ESO NO QUIERE DECIR QUE NOSOTROS TAMBIÉN TENGAMOS QUE HACERLO.

En las últimas semanas, en las que hemos visto a la gente sopesar alternativas para Twitter, recordé un momento que sucede en cada episodio de “¡A ordenar con Marie Kondo!”. Ella hace que sus clientes hagan una enorme pila con toda la ropa que tienen (algo que a veces es aterrador), luego deben levantar cada prenda y decidir si se queda o se va. Aunque muchas veces se critica a Kondo por ser una minimalista que te dice que te deshagas de todo, para mí, su trabajo está más relacionado con la intención y la creación de vínculos significativos con tus pertenencias. Quienes aparecen en el programa, al final, suelen hacer las paces con su identidad —con quienes son y quienes quieren ser— y con los cambios fundamentales que no han tenido el valor o el tiempo de enfrentar. Para Kondo, ordenar tus cosas es dar cabida a la mejor versión de ti y a tu idea de una buena vida.

Esta lección de los espacios fuera de internet puede aplicarse a los hábitos digitales, en particular a los que conforman nuestra experiencia del tiempo. ¿Qué ritmos digitales seguimos activamente porque nos hacen sentir bien y a cuáles llegamos encarrilados? El encarrilamiento, un término que se originó en la biología y luego se extendió a las ciencias sociales, se refiere a la alineación de la fisiología o el comportamiento de un organismo con un ciclo; el ejemplo más familiar sería nuestro ritmo circadiano. La señal que impulsa el encarrilamiento, en este caso la luz y la oscuridad, se denomina “zeitgeber” (en alemán, “dador de tiempo”).

El concepto del encarrilamiento señala las maneras en que nuestra experiencia del tiempo puede verse afectada por mucho más que el número de horas que tiene un día. El artista del performance taiwanés Tehching Hsieh dio un ejemplo extremo de ello en “Time Clock Piece (One Year Performance 1980-1981)”, en el que marcó una tarjeta de asistencia y tomó una foto de sí mismo cada hora durante todo un año. Aunque Hsieh se autoimpuso este encarrilamiento, cualquier trabajador que salga de casa antes del amanecer, o asistente que adapte sus actividades a los patrones y preferencias del jefe, reconoce la sensación de que ni nuestro tiempo “libre” de verdad es libre si todo el tiempo estamos pensando en él. Estar sujeto a las actividades de una persona o una institución significa que estas tienen poder sobre nosotros, que nos obligan a apresurarnos, a esperar o ambas cosas.

Pareciera que el encarrilamiento también se da en nuestra relación con Twitter y con otras redes sociales. La cantidad de actualizaciones y notificaciones que recibimos constituye un poderoso ‘zeitgeber’, que puede incluso anular nuestro ritmo circadiano, como sabe cualquiera que pase la noche deslizando la pantalla de su celular. La primera vez que me hice consciente de lo encarrilada que estaba fue después de las elecciones de 2016 y de nuevo al comienzo de la pandemia. Parecía que cuanto más utilizaba estas plataformas, más me acostumbraba psicológicamente a un determinado ritmo social, que resultaba ser un tic-tac de acontecimientos constantes e indignación en rápida escalada. Era como si al abrir mi teléfono viera una corriente de tiempo mucho más rápida que la de la habitación en la que me encontraba.

El cambio resultante en mi percepción del tiempo tuvo efectos de todo tipo. Se me dificultaba más poner atención a otros acontecimientos y procesos que tardaban más tiempo o se desarrollaban de forma menos sensacionalista, aunque fueran importantes para mí, como los efectos locales del cambio climático, las campañas de vivienda popular o incluso los detalles de la vida de mis amigos. Sentía que mis pensamientos se sucedían en bucles más cortos o que nunca llegaban a completarse. Incluso mi respiración era poco profunda, como si una inhalación completa no pudiera caber en intervalos tan pequeños, y me dolían las articulaciones por un estado de anticipación constante. Era como si frunciera el ceño con todo el cuerpo. Lo que más me agobiaba era la sensación de que yo no tenía una esencia y que el mundo físico, con todas sus fluctuaciones por minuto y cambios graduales, perdía de algún modo su color y su textura.

En los últimos años, en parte debido a lo aturdida que me sentía, empecé a evitar mis cuentas de Twitter e Instagram. Como parte de este distanciamiento, me senté y escribí en papel qué era lo que realmente quería de estas plataformas. La respuesta acabó siendo una sensación de reconocimiento entre pares, la conexión con personas con intereses comunes y cuyo trabajo admiro, así como la posibilidad de encontrar ideas nuevas e inesperadas. En contraposición a los algoritmos, quería que estas cosas nuevas fueran recomendadas por personas a quienes les gustaban por motivos reales, como el bloque semanal en la estación de radio de la universidad local de un DJ cuyos gustos eclécticos me cuesta trabajo describir, pero que siempre disfruto. En realidad, pienso que solo quería que todo tuviera un poco más de contexto.

Con esto en mente, comencé poco a poco a crear algo más: en aquel momento, una mezcla de correos electrónicos, chats de grupo y RSS. Pero encontrar más contexto a menudo significa ir más despacio y, al hacerlo, me enfrenté a mis viejos hábitos y expectativas sobre el tiempo y el ritmo. La información ya no llegaba sin parar ni a raudales y aunque eso era justo de lo que me quejaba, el cambio me hizo sentir incómoda e insatisfecha. ¿Me estaba perdiendo de algo? El estudioso de la gestión Allen C. Bluedorn ha escrito que los patrones de encarrilamiento pueden persistir en una organización mucho después de que el “zeitgeber” original ya no está, y digamos que eso fue lo que me sucedió. Años de habitar una actitud temporal habían hecho mella en mi mente, como si me despertara temprano para llegar a un trabajo que ya no tenía.

Con el tiempo, el encarrilamiento disminuyó y me habitué a otra definición de lo que significa estar conectado. En ausencia de las constantes actualizaciones, señales con otros ritmos comenzaron a colarse en el panorama: los patos migratorios que llegaban al lago cercano, el largo correo electrónico de un amigo que solo llega una vez cada pocos meses y requiere toda mi atención, la poco glamurosa reunión del consejo municipal, el largo arco histórico de algo que hasta ahora aparece en las noticias. Mi cuerpo al respirar, comer y dormir se sentía más real, con más tracción entre las minucias sensoriales del día a día. Incluso sentí que podía ver más allá en ambas direcciones: hacia mi pasado, con todos sus fracasos y triunfos, y hacia el futuro, donde podría hacer algo todavía inimaginable. Pero lo que describo no es una progresión lineal ni una historia definitiva. De vez en cuando, ese viejo reloj me vuelve a magnetizar y tengo que acordarme de salir de ahí.

Por supuesto, no todos tienen la misma suerte. El encarrilamiento con los tiempos del trabajo, la salud o el cuidado de los hijos no es una elección personal, sino un reflejo de relaciones de poder y muchas personas requerirán acciones colectivas o apoyo exterior para hacer los ajustes pertinentes. Pero para muchos de nosotros, adaptarse al ritmo de las redes sociales quizá no sea tan necesario como parece. Si la experiencia que he descrito te resulta familiar, intenta alejarte. Ve si algunas de las cosas que buscabas en las redes sociales, incluidas las que nunca encontraste, pueden estar a tu disposición a través de canales más lentos y menos comerciales, que tienen un menor incentivo para atraparte.

En el programa de Marie Kondo, además de la pila de ropa con la que hay que hacer las paces, hay otro momento que sucede en todos los episodios. Las personas, que por lo general comienzan con una sensación de temor o impotencia, se sorprenden al darse cuenta de que están disfrutando el proceso. Liberadas momentáneamente de sus viejos hábitos, muestran esa sensación esquiva que los motiva a tomar decisiones esperanzadoras y claras sobre cómo quieren que sea su vida. Al final de cada episodio, el espacio habitacional transformado no suele ser algo sacado de una revista de decoración de interiores de lujo; solo parece el espacio de alguien que ha tenido tiempo para pensar las cosas. Lo mismo puede ocurrir aquí: al desprenderte de un ritmo abrumador, invitas la presencia de otros. Y, lo que es más importante, recuerdas que eres tú quien decide.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2022 The New York Times Company