Opinión: Cómo tratar a un paciente sin su consentimiento

EL TRATAMIENTO INVOLUNTARIO REQUIERE UNA ORDEN JUDICIAL CON DEMASIADA FRECUENCIA.

Hace no mucho tiempo, en mi hospital atendí a un hombre de mediana edad que padecía una insuficiencia cardiaca grave y requería soporte vital. Cuando lo desconectaron de las máquinas después de unos días de tratamiento, empezó a mostrar síntomas psicóticos, como pensamiento delirante, tangencialidad y paranoia. Me enteré de que tenía un largo historial de esquizofrenia no tratada, la cual lo había distanciado de sus familiares y amigos, con los que casi no tenía contacto.

Mi paciente exigía salir del hospital. Sin embargo, enviarlo a casa iba a ser un problema. No podía cuidar de sí mismo. Había pocas probabilidades de que tomara sus medicamentos, incluido un anticoagulante para disolver un coágulo en su corazón antes de que le provocara una apoplejía. Era todavía menos probable que tomara medicamentos psiquiátricos que no creía necesitar.

Mis colegas y yo no sabíamos qué hacer, así que llamamos al psiquiatra tratante. El psiquiatra declaró de inmediato que nuestro paciente carecía de capacidad para darse de alta del hospital. Por ejemplo, el paciente no podía comprender las consecuencias de esta decisión ni sopesar de manera apropiada sus riesgos y beneficios. El psiquiatra señaló que el paciente debía permanecer en el hospital para recibir tratamiento psiquiátrico, incluso en contra de su voluntad.

La opinión del psiquiatra me pareció lógica. La tasa de mortalidad de los pacientes con esquizofrenia no tratada es mayor que la de los que se someten a tratamiento. Con suerte, el tratamiento le iba a devolver el juicio a mi paciente hasta el punto en el que tomaría sus medicamentos cuando volviera a casa o incluso pudiera decidir no tomarlos, pero tomando esa decisión arriesgada con pleno conocimiento de las probables consecuencias. (Si la autonomía significa algo, es que los pacientes también tienen derecho a tomar malas decisiones). Tratarlo, incluso a pesar de sus objeciones, parecía ser lo mejor para él.

Sin embargo, según la ley de Nueva York —y la de otros estados—, ese tratamiento involuntario requería una orden judicial. Como médicos, tendríamos que defender nuestra posición ante un juez. No obstante, ¿un juez sin conocimientos médicos ni psiquiátricos era la persona más indicada para decidir el destino de este hombre?

En este caso, y también de manera más general, creo que la respuesta es “no”. Se debe cambiar la ley para que este tipo de decisiones se tomen en los hospitales: que estén en manos de médicos, especialistas en ética médica y otros expertos relevantes.

Los médicos no siempre deben recurrir a los tribunales para tratar a los pacientes sin su consentimiento. Hay algunas excepciones notables, como durante una emergencia mortal (si un paciente competente no ha rechazado antes ese tratamiento) o cuando hay un interés social apremiante (como exigir que los pacientes con tuberculosis transmisible tomen antibióticos).

Sin embargo, la revisión judicial ha sido la piedra angular del “tratamiento bajo objeción”, como se le conoce, durante más o menos las últimas cuatro décadas. En la década de 1980, los tribunales de apelación dictaminaron que las audiencias judiciales en estos casos son necesarias para salvaguardar los derechos de los pacientes. Por ejemplo, en 1983, en el caso Rogers contra el Comisionado del Departamento de Salud Mental, la Corte Suprema Judicial de Massachusetts declaró que un juez podía anular los dictámenes médicos que favorecían el tratamiento psiquiátrico involuntario.

La motivación subyacente de la revisión judicial era y sigue siendo loable: evitar el tipo de abusos paternalistas que han caracterizado una parte demasiado grande de la historia de la medicina. Los médicos solían ocultarles las malas noticias a los pacientes, por citar solo un pequeño ejemplo. El tratamiento involuntario, incluso con intenciones benévolas, peca de ese paternalismo.

No obstante, aunque la práctica médica no es para nada perfecta, los tiempos han cambiado. El tipo de abuso que fue llevado a la ficción en la película de 1975 “Atrapado sin salida”, con su desgarradora descripción de la terapia electroconvulsiva forzada, es mucho menos frecuente. En la actualidad, los médicos están capacitados para tomar decisiones compartidas. Ahora se implementan salvaguardas para evitar estos maltratos, como equipos multidisciplinares en los que tienen voz enfermeras, trabajadores sociales y especialistas en bioética.

Además de ser menos necesarios que antes para prevenir los abusos, los tribunales son por naturaleza poco adecuados para tomar decisiones sobre tratamientos bajo objeción. En primer lugar, son lentos: tener que ir a un tribunal suele provocar retrasos, a veces de hasta una semana o más, lo cual puede perjudicar a los pacientes que necesitan atención urgente.

Además, los jueces no tienen ni la experiencia ni el dominio necesarios para evaluar de forma apropiada los estados psicológicos, evaluar la capacidad de decisión ni determinar si los beneficios de un tratamiento propuesto son más importantes que sus riesgos. No sorprende que, según algunos estimados, el 95 por ciento o más de las solicitudes de tratamiento bajo objeción son aprobadas por jueces, quienes invariablemente no han conocido al paciente y deben basarse en la información que ofrece el equipo médico tratante.

Un sistema mejor para determinar si un paciente debe ser tratado a pesar de su objeción sería una audiencia en el hospital en la que un comité de médicos, especialistas en ética y otros expertos relevantes —todos ellos independientes del hospital y no involucrados en la atención del paciente— conversaran con el equipo médico, el paciente y su familia. Llevar a cabo audiencias “in situ” agilizaría las decisiones y minimizaría los retrasos en el tratamiento. El comité tomaría la decisión final.

Por supuesto, un comité de este tipo tendría que gozar de inmunidad frente a cualquier responsabilidad legal (como ocurre con los jueces en nuestro sistema actual), para que los expertos estuvieran dispuestos a prestar sus servicios y hablar con franqueza. Los intereses de los pacientes podrían salvaguardarse exigiéndole al comité que publique su razonamiento. Auditorías periódicas a cargo de un organismo regulador podrían garantizar que las deliberaciones del comité cumplieran las normas médicas y éticas.

En caso de que el comité no pudiera llegar a un consenso sobre el mejor procedimiento (o si hubiera denuncias de actos indebidos), las partes involucradas podrían acudir a un juez. Sin embargo, eso sería la excepción en vez de la regla.

En el caso de mi paciente con insuficiencia cardíaca, a final de cuentas la decisión no se tuvo que llevar ante un juez. Varias conversaciones en las que estuvieron involucrados el paciente, los equipos de ética y cuidados paliativos del hospital, trabajadores sociales, enfermeras, psiquiatras y otros médicos —conversaciones que en muchos aspectos cumplieron la función de un comité formal del tipo que propongo— produjeron un acuerdo con el paciente de que lo mejor para él era enviarlo a casa con cuidados de hospicio.

La capacidad debe juzgarse en relación con la decisión que se toma y a lo largo de la hospitalización quedó claro que nuestro paciente comprendía la naturaleza terminal de su padecimiento y tenía la capacidad para elegir los cuidados de hospicio. Era improbable que un tratamiento forzado mejorara de manera significativa sus síntomas psiquiátricos antes de que la progresión natural de la insuficiencia cardíaca le provocara la muerte.

Así que, lo dieron de alta. Fue la mejor decisión en esas circunstancias, una a la que se llegó gracias a una deliberación experta, no a un procedimiento legal. Falleció unas semanas más tarde sin pisar nunca, por suerte, un tribunal.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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