Opinión: Soy un atleta trans. Prefiero competir como yo mismo que ganar

VIVIR EN LA AUTENTICIDAD ME HACE UN MEJOR HOMBRE.

La primera vez que recuerdo sentirme distinto de quienes me rodeaban fue en cuarto de primaria. Me sentía como si me hubiesen empujado a un escenario para que actuara sin haberme dado un guion. En todas las interacciones sentía que algo que no encajaba. Reconocer mi bisexualidad en séptimo curso me dio cierto grado de consuelo, como una vela encendida en medio de una oscura confusión, pero incluso entonces aún había mucho de mí que me parecía indiscernible.

A pesar de crecer en la progresista California, no fue sino en octavo cuando conocí a una persona trans. Él verbalizó sentimientos a los que yo no había sido capaz de ponerles nombre, como sentirte desubicado en tu propia piel o ser percibido como una niña. Después de leer en internet historias sobre otras personas con la misma revelación, tuve la certeza suficiente de que era trans como para decirle a mi madre que yo era su hijo, no su hija.

Sin embargo, no estaba preparado para llegar hasta el final, y me retraje. Llegué a la conclusión de que debía intentar ajustarme a una identidad lo más parecida a la “normal” posible, y seguir el camino que parecía más fácil.

A pesar de esforzarme cuanto pude por minimizar mi identidad queer, los susurros sobre la “lesbiana intimidante” me acompañaron durante la primera semana en un nuevo colegio de la secundaria. A causa de la homofobia que había interiorizado profundamente, que me percibieran con tanta claridad como queer me parecía lo peor que le podía pasar a alguien que es nuevo. Redoblé mis esfuerzos por encajar, y me dejé crecer el pelo, me puse ropa más tradicionalmente femenina y aprendí a maquillarme. Nada de esto me ayudó a sentirme mejor o más seguro de mí mismo, pero cambió la forma en la que me percibían los demás.

Con el tiempo, se me fue dando mejor ponerme la máscara de ser considerada mujer. Echaba un vistazo al guion de mis amigas y practicaba sus frases. La negación de mi verdadero yo se convirtió en un acto reflejo. Si me hubieses preguntado entonces, te habría dicho que era una mujer cisgénero. Estaba completamente desconectado de mí mismo, e ignoraba lo infeliz que era en el fondo.

Me sentía más valorado y más cerca de mi verdadero yo cuando practicaba natación, el deporte en el que llevo compitiendo desde los 4 años. En el agua, podía concentrarme en el placer de la competición. Ninguna sensación es comparable a la de esforzarte para alcanzar a la persona que va delante de ti, a sorprenderte de lo que eres capaz. Se elogiaban mi fuerza y mi musculatura, tradicionalmente valores masculinos.

Cuando tenía 14 años, mi equipo de relevos rompió un récord a nivel nacional en Estados Unidos en nuestra categoría. Un par de meses después, clasifiqué para las Olimpiadas de 2016 y competí en las pruebas por equipos, aunque al final fui descalificado por moverme en el poyete de salida a causa de los nervios. A los 18 años, estaba entre las 20 primeras nadadoras de California y entre las primeras 100 del país.

Valoraba mis aportaciones al éxito del equipo. Construí parte de mi identidad en torno a la competitividad, y disfrutaba del respeto que se les tiene a quienes se esfuerzan por ganar. Pude definirme por lo que era capaz de hacer más allá de la norma, y no por cómo lograba encajar en ella. No necesitaba preguntarme quién era, como sí hacía en la escuela o en los entornos sociales.

Cuando me fichó Yale, me entregué de lleno a los valores de la natación universitaria, donde lo primero es el equipo. Me concentré más en las puntuaciones y en apoyar a mis compañeras, y menos en mí mismo y en mis marcas. Solía competir en relevos, para mí la parte más colaborativa y divertida de la natación. Me clasifiqué en cuarto lugar en la prueba de 50 metros libres de los Campeonatos de Natación y Buceo Femeninos de la Ivy League durante mi primera temporada, y obtuve las puntuaciones más altas del equipo femenino en mi primer curso.

A pesar de estas victorias, la mera existencia me suponía un esfuerzo. Hice amigos y conecté con otras personas queer en el campus, pero me daba la sensación de que las mujeres que conocía entendían algo que a mí se me escapaba. Me sentía de lo más incómodo en el vestuario. Era un lugar importante para crear lazos con el equipo, donde se comentan las pruebas y se habla de cosas exclusivamente de chicas. Pero nunca me concentraba en eso. Pensé que mi intranquilidad se debía a que me preocupaba que mi sexualidad pudiera incomodar a las demás. No había considerado aún que la verdadera razón por la que me sentía tan desubicado era la sensación de estar en el vestuario incorrecto.

Cuando empezó la pandemia en la primavera de mi primer curso, nos mandaron a casa. Con las piscinas cerradas, me quedé varado en mis propios pensamientos. Empecé a preguntármelo todo sobre mí otra vez, a tropezar en la oscuridad que había en mi cabeza. Decidí tomarme un año sabático para concentrarme en mi salud mental, con la ventaja añadida de no perder temporadas de cara a la beca deportiva. De haberme quedado, habría perdido una de mis temporadas de natación en Yale.

Me sentía inseguro de mi identidad, de mis decisiones vitales, de mi compromiso con la natación; incluso estaba inseguro de querer seguir viviendo. Para poder sobrevivir, intenté convertirme en la versión más ideal de mí que podía imaginarme entonces: en una mujer empoderada que estaba cómoda con su sexualidad.

Pero cuanto más me aferraba a la identidad de mujer, peor me sentía. Al darme cuenta de esto con la ayuda de mi psicoterapeuta, me sumergí en la identidad queer, y exploré el equilibrio entre la masculinidad y la feminidad, en especial con su proyección en la vestimenta. Así fue como descubrí los binders, las fajas para el pecho que le dan un aspecto más tradicionalmente masculino.

La primera vez que me puse uno, lo probé con todas las camisetas con y sin mangas, jerséis y sudaderas que tenía. “Así es como siempre me imaginé que debía quedarme la ropa”, pensé. Me sentí eufórico.

Finalmente, me permití cuestionarme mi identidad como mujer, y dejé que esas parpadeantes preguntas formaran una hoguera en medio de la oscuridad.

Tardé meses en reconocer que era trans. Llevaba toda la vida interiorizando los mensajes negativos en torno a ser trans. Pero cuanto más me inclinaba hacia mi autenticidad, menos me costaba respirar. Todo —incluso cosas que aparentemente no tenían nada que ver con ello, como trabajar o hacer la compra del mercado— me resultaba más fácil. Decidí dejarme llevar por la corriente de mi vida, en vez de luchar contra ella.

Dar el paso hacia mí mismo fue —y sigue siendo— un largo proceso que conllevó un cambio de nombre y de pronombres y una doble mastectomía a principios de 2021. Cuando volví al campus aquel otoño para empezar mi tercer año, tuve que tomar una decisión importante: ¿en qué equipo iba a competir en mis dos últimos años de universidad?

Mis entrenadores me dieron la opción de unirme al masculino o al femenino, y mis compañeros de ambos equipos lo aceptaban. Mis marcas eran lo suficientemente buenas como para competir sin beca en el equipo masculino.

Al principio, decidí seguir con las mujeres. Me había comprometido con ese equipo. Lo conocía, y quería a mis compañeras. Sabía que la transición no requería necesariamente que me hormonara; y que la Asociación Nacional Deportiva Universitaria (NCAA, por su sigla en inglés) establece en sus reglas que los atletas sometidos a una hormonoterapia con testosterona deben competir en equipos mixtos específicos o masculinos.

También era consciente de que en el equipo masculino estaría más cerca del nivel más bajo.

Sin embargo, la incoherencia de vivir como hombre en un equipo de mujeres fue más difícil de lo que me había esperado.

Los “¡Vamos, chicas!” para animarnos, el letrero de “MUJERES” al entrar al vestuario, algún pronombre que se escapaba aquí y allá y la irritante incongruencia del traje de natación de mujer que me ponía para competir: todo sumaba.

Las nadadoras de Yale están entre mis mejores amigas, pero estar con ellas en el equipo explicitaba de todas las maneras posibles que no era una mujer. Mi salud mental empezó a empeorar otra vez, y, al cabo de unos meses, le confesé a una amiga: “No sé si puedo seguir con esto”. Ni siquiera habíamos tenido nuestra primera competición oficial.

Acabé entendiendo que no pertenecía al equipo femenino. Y ansiaba un espacio al que sí perteneciera.

Muchas personas tienen reservas o incluso se resisten con fuerza a la participación de los atletas trans en los deportes, y en especial en los equipos femeninos. Comprendo que a algunas personas les puedan preocupar la justicia deportiva o la igualdad. Pero lo que parece obviarse en esa conversación es nuestra humanidad.

Quizá no parezca tan complicado nadar en un equipo que no se corresponde con tu verdadero yo; pero pensemos en lo agobiante que sería pasar 20 horas a la semana en un lugar donde sientes que no perteneces. Al final, en mi caso, esa realidad hizo que me costara salir de la cama para ir a entrenar.

Todos los deportistas deberían poder ser ellos mismos, de forma plena y auténtica, entre sus compañeros de equipo, y poder practicar su deporte sin temor a la discriminación.

Acabé teniendo la mejor temporada de natación de mi vida en el equipo femenino, casi sin derrotas. Gané mi primer título individual de la Ivy League en los 50 metros libres, y, en mi primer campeonato de la NCAA, me clasifiqué el quinto en los 100 metros libres y obtuve el reconocimiento honorífico All-America.

Atribuyo mi éxito, en parte, a una decisión difícil pero vital que ya había tomado de cara a mi última temporada universitaria: unirme al equipo masculino. También empecé a levantar pesas con los hombres. Cuanto más tiempo pasaba con los chicos, más me daba cuenta de lo mucho mejor que me sentía en los espacios masculinos.

Ahora estoy en la categoría sénior, y nado con los hombres. Llevo casi 8 meses tomando hormonas; mis marcas son más o menos las mismas que al final de la última temporada. Justo antes del Día de Acción de Gracias, acabamos un torneo contra Ohio State, Notre Dame, Virginia Tech y otras universidades. No fui el más lento en ninguna de mis pruebas, pero no tengo el mismo éxito en el deporte que cuando estaba con el equipo femenino.

En su lugar, intento conectar con mis compañeros de nuevas formas, de animarlos a pleno pulmón, de concentrarme más en la emoción del deporte. La mejor parte es la competición y el reto. Es una forma distinta de realización personal. Y es bastante genial sentirse cómodo en el vestuario cada día.

Creo que, cuando los atletas trans ganan, merecemos la misma celebración que los atletas cis. No estamos haciendo trampas por reivindicar nuestro verdadero yo; no hemos renunciado a nuestra legitimidad. Los deportes de élite siempre son una mezcla de ventaja natural o talento y de compromiso y esfuerzo. Ser un gran atleta depende de muchas cosas más que las hormonas o la altura. Yo nado más rápido de lo que nadarán jamás algunos hombres cis.

He tenido la suerte de recibir mucho apoyo de mis comunidades, y en especial de mis compañeros deportistas trans. Tengo el honor de ser parte de un grupo lo bastante fuerte para resistir todos los ataques injustificados contra nuestra participación y contra nuestra presencia. Vivir en la autenticidad me hace un hombre más fuerte, y un mejor hombre. Que sea trans es una de las cosas menos interesantes sobre mí.

Sentirme en congruencia con mi equipo me ha abierto aún más los ojos de lo poderosas que pueden ser las comunidades deportivas y lo importante que es que todo el mundo tenga la oportunidad de sentir eso.

© 2023 The New York Times Company