Opinión: Yo sabía lo que mis facilitadores estaban haciendo; la situación de Matthew Perry fue más turbia
A VECES LAS PERSONAS MÁS PELIGROSAS SON LAS QUE SE DICEN A SÍ MISMAS QUE EN REALIDAD ESTÁN AYUDANDO.
En lo más profundo de mi idilio con la cocaína, me sentaba en la sala de la casa de un vecino con varias personas más, esperando a que me llegara el espejo con las codiciadas líneas blancas. Para eso estábamos todos allí: para comprar coca y drogarnos durante la transacción. La mujer sentada más cerca de mí gritó de dolor mientras esnifaba las líneas a través de una pajita blanca de plástico. Me explicó que se había hecho un agujero en el tabique por meterse coca. Luego se encogió de hombros y dijo algo acerca de que en algún momento tendrían que reparárselo.
Hubo un momento, cuando me acerqué al espejo y me incliné sobre él, viendo mi reflejo junto a las líneas que tan desesperadamente deseaba, en que vi claramente el costo de esa adicción. Sin embargo, ese breve momento quedó devorado por el deseo que me impulsaba a mí, a ella y a todos los demás en esa habitación. Vi cómo nuestro anfitrión —nuestro vendedor de droga— la acompañaba hasta la puerta, le entregaba la pequeña bolsa sellable que contenía el amor de su vida y tomaba un fajo de billetes a cambio. Estoy seguro de que no tuvo ni un momento de vacilación o culpabilidad.
Los recientes cargos formulados en relación con la muerte de Matthew Perry hicieron que estos recuerdos me invadieran. No es ninguna sorpresa encontrarse con la insensibilidad, la codicia de los traficantes que saben con precisión experta cómo aprovecharse de los adictos. Pero en el caso de Perry, hemos visto una zona más turbia, un confuso terreno intermedio en el que la gente al parecer piensa en un principio que está ayudando, pero acaba permitiendo y finalmente haciendo daño. Dos médicos y el asistente personal de Perry han sido acusados, además de otras dos personas. Quizá estoy siendo generosa, pero supongo que los médicos, al menos en algún momento, respetaron la promesa de “no hacer daño”. Sin embargo, fue uno de los médicos quien envió el mensaje que decía: “Me pregunto cuánto pagará este imbécil”. Matthew Perry acabó pagando 55.000 dólares por unos 20 viales de ketamina. No tengo ni idea de cuál es el precio de mercado de la ketamina, pero 55.000 dólares me parece un poco caro.
Matthew Perry no era un imbécil. Era un hombre en un túnel oscuro, un túnel que resonaba con deseos desesperados que había intentado controlar, pero al final no lo consiguió. He visto a algunos en ese túnel que entienden, con escalofriante crueldad, cómo aprovecharse de los adictos y no tienen remordimientos de conciencia por hacerlo. Saben que el pensamiento racional y los instintos de autoconservación quedan ahogados por el deseo furioso de sentir una droga que recorre el cuerpo.
Cuando trabajaba en un restaurante, podía saber intuitivamente cuando los clientes tenían cocaína. Casi siempre acertaba. Salía al estacionamiento y me sentaba en autos con completos desconocidos solo para meterme una raya. Por estúpido que eso fuera, tampoco soy imbécil. Me dejé llevar por una adicción que te venda los ojos y te empuja en dirección a una sola cosa: la droga que ansías.
¿Algunas de las personas acusadas en relación con la muerte de Perry empezaron racionalizando? ¿Se decían cosas como: “Estamos ayudando a disminuir su dolor” o “Si no le damos esto, lo conseguirá en otra parte”? Sea como sea, parece que han acabado en el mismo frío terreno que los traficantes. Cuando Matthew Perry murió, dos de las cinco personas acusadas se enviaron un mensaje diciendo que borraran todos los mensajes anteriores.
Muchos tipos de personas se aprovechan de los adictos. Las más peligrosas son las que lo hacen con total lucidez, las que han memorizado el mapa de esta enfermedad, las que en algún momento decidieron que el beneficio monetario es más importante que la vida de un ser humano. Las que empiezan como facilitadores pueden unirse con demasiada facilidad a ese club.
Las personas que se dicen a sí mismas que están ayudando a menudo llegan a expresar remordimientos. Quizá las cinco personas acusadas de la muerte de Matthew Perry también lo hagan. Habiendo conocido demasiado de ese mundo oscuro, por mi parte, no les creeré.
Este artículo apareció originalmente en The New York Times.
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