Opinión: La retórica de Donald Trump se ha vuelto más amenazadora. Hay algo que se puede hacer

LOS ADVERSARIOS DE TRUMP HAN RECURRIDO A LOS TRIBUNALES EN BUSCA DE PROTECCIÓN. PERO, HASTA AHORA, AHÍ NO HA HABIDO FRENOS PARA SUS ATAQUES.

La vida de Donald Trump ha sido una clase magistral de evasión de consecuencias.

Seis de sus empresas han sido declaradas en bancarrota, pero él sigue siendo aclamado como un visionario de los negocios. Se ha casado tres veces, pero sigue siendo amado por los evangélicos. Ha pasado por dos juicios políticos, pero sigue siendo uno de los principales candidatos a la presidencia de Estados Unidos. Durante años, los críticos de Trump han creído que llegaría un momento de rendición de cuentas, a consecuencia, por ejemplo, de alguna pesquisa de Bob Woodward o una investigación Robert Mueller. Pero luego llegaba la decepción.

Ahora Trump pasa por otro momento de aparente peligro al empezar a enfrentarse a sus acusadores en procedimientos judiciales, penales y civiles. Aún faltan meses para que se conozcan los veredictos de estos casos, pero él está reaccionando con la aparente confianza de que las consecuencias de sus acciones, como siempre, no lo perjudicarán. Pero es igual de importante preguntarse cómo afectará a otros la respuesta de Trump a su último aprieto, especialmente a quienes ahora son objetivo de su indignación.

En las últimas semanas, los jueces del caso de fraude civil de Trump en Nueva York y de su proceso penal en Washington han emitido órdenes de silencio limitadas que le prohíben intentar intimidar a testigos y otros participantes en los juicios. (El viernes, Trump fue multado por violar una de esas órdenes). Si Trump las acata —algo que no es seguro—, las directivas no prohíben la gran variedad de amenazas y ataques que Trump ha hecho y da señales de que seguirá haciendo. El discurso actual del expresidente es una amenaza inminente para sus objetivos y quienes los rodean.

Trump siempre ha utilizaso el ataque como herramienta política, pero a medida que han llegado sus días de ajuste de cuentas en los tribunales, su discurso se ha vuelto más amenazador. Ha sugerido que el general Mark Milley, expresidente del Estado Mayor Conjunto, podría haber sido ejecutado; que los ladrones deberían ser fusilados; que la secretaria del juez en el caso civil contra él es la novia del senador Chuck Schumer, y que “deberían perseguir” al fiscal general del estado que lo está procesando. En un lenguaje que evoca la eugenesia nazi, ha acusado a las personas migrantes de “envenenar la sangre de nuestro país”.

Los adversarios de Trump a menudo buscan algún tipo de amparo en los tribunales, pero allí no hay remedio para sus diatribas. La Primera Enmienda protege todas las incitaciones a la violencia, salvo las más explícitas, por lo que Trump tiene pocas razones para temer que los fiscales presenten cargos contra él por esos comentarios.

El momento más tristemente célebre de la presidencia de Trump también demostró los límites de confiar en los tribunales para un control significativo de sus provocaciones. En su discurso en la Elipse el 6 de enero de 2021, instó a sus partidarios a “luchar como demonios”, y muchos lo hicieron en el Capitolio. Pero ellos pagaron un precio, y él no. En un ejemplo más de su vida sin consecuencias, más de 1000 personas han sido acusadas por su conducta el 6 de enero, y muchas de ellas, si no la mayoría, infringieron la ley porque pensaban que eso era lo que quería el presidente en ese momento. Sin embargo, el fiscal especial Jack Smith se abstuvo de acusar a Trump de incitar a la violencia, sin duda debido a la amplia protección de la Constitución a la libertad de expresión. Incitaciones como las de Trump, aunque no sean delitos en sí mismas, pueden tener consecuencias peligrosas, como ocurrió el 6 de enero.

Las personas indignadas, especialmente las predispuestas a la violencia, pueden incitarse por un estímulo que está muy por debajo de lo que considera la norma legal como incitación criminal. Para ver las consecuencias de esa provocación protegida por la Constitución, basta con mirar el caso de Timothy McVeigh, quien explotó una bomba en el edificio federal Alfred P. Murrah de la ciudad de Oklahoma, que derivó en el fallecimiento de 168 personas el 19 de abril de 1995. Más de una década antes del atentado, cuando McVeigh aún estaba en la secundaria, leyó por primera vez Los diarios de Turner, una novela sobre una rebelión de la derecha contra el gobierno federal. Earl Turner, el héroe y narrador de la novela, desencadena una guerra civil haciendo estallar un camión bomba junto al edificio del FBI en Washington, lo que sembró la idea de lo que McVeigh hizo más tarde en Oklahoma. Después de que Bill Clinton llegara a la presidencia en 1993, la repulsión de McVeigh hacia el nuevo presidente lo llevó a convertir la idea que tenía en el fondo de su mente en un plan de ataque concreto.

McVeigh se sintió especialmente indignado por la redada del FBI en el complejo de la Rama Davidiana, cerca de Waco, Texas, que resultó en la muerte de 82 de sus miembros y cuatro agentes federales y concluyó el 19 de abril de 1993, y por la firma por parte de Clinton de la prohibición de las armas de asalto, que tuvo lugar al año siguiente.

La indignación de McVeigh estaba en ebullición en una época de lenguaje político incendiario a mediados de la década de 1990, cuando, por ejemplo, Newt Gingrich, quien llegaría a ser presidente de la Cámara de Representantes en 1995, dijo: “La gente como yo es lo que se interpone entre nosotros y Auschwitz. Veo el mal a mi alrededor todos los días”. En especial, en sus largos viajes por el país, McVeigh se convirtió en un oyente asiduo de Rush Limbaugh, cuyo programa de radio estaba en su apogeo. Limbaugh decía cosas como: “La segunda Revolución estadounidense violenta está así —tengo los dedos separados por un cuarto de centímetro—, así de cerca de llegar”. Por supuesto, toda esta retórica, desde las palabras de la novela hasta las de Gingrich y Limbaugh, estaba protegida por la Primera Enmienda.

Una persona que entendió la posible conexión entre el lenguaje en los medios y la violencia que engendraba fue Bill Clinton, quien había visto ejemplos reiterados de violencia de la extrema derecha durante su tiempo como gobernador de Arkansas. En un discurso pronunciado poco después del atentado en la ciudad de Oklahoma, Clinton dijo: “Estos días oímos tantas voces estruendosas y airadas en Estados Unidos cuyo único objetivo parece ser tratar de mantener a algunas personas tan paranoicas como sea posible y al resto de nosotros divididos y molestos unos con otros”. “Propagan el odio. Dejan la impresión de que, por sus propias palabras, la violencia es aceptable”, y añadió: “Estoy seguro de que ahora están viendo los informes de algunas cosas que se dicen regularmente en los medios de comunicación en Estados Unidos hoy en día. Pues bien, la gente así, que quiere compartir nuestras libertades, debe saber que sus amargas palabras pueden tener consecuencias”.

En ese entonces, así como ahora, desde Limbaugh hasta Trump, el acto de denunciar sus provocaciones produce los mismos lamentos de inocencia herida. En respuesta al discurso de Clinton, Limbaugh denunció “los intentos irresponsables de categorizar y demonizar a quienes no tienen nada que ver con esto”. Y continuó: “No hay absolutamente ninguna conexión entre estos locos y el conservadurismo dominante en Estados Unidos en la actualidad”. Trump utilizó la misma evasiva con respecto a su responsabilidad por la violencia que fomentó el 6 de enero. En su respuesta al informe del comité de la Cámara de Representantes que investigó el ataque al Capitolio, aseguró en una publicación en su sitio web Truth Social: “La comisión no elegida no ha aportado ni una sola prueba de que yo pretendiera o deseara en modo alguno la violencia en nuestro Capitolio. Las pruebas no existen porque la afirmación carece de fundamento y es una mentira monstruosa”.

Trump, como lo hizo antes Limbaugh, utiliza las amplias protecciones de la Constitución para el discurso incendiario como escudo contra cualquier tipo de responsabilidad. El argumento implícito es que, a menos que un proceso penal establezca una relación causal directa entre sus palabras y la violencia que sigue, entonces no hay conexión. Pero eso no es cierto, ni puede serlo. Clinton solo estaba reflejando el sentido común cuando dijo que las “palabras pueden tener consecuencias”, y la historia de McVeigh ilustra el efecto que pueden tener las palabras protegidas constitucionalmente. Pero Trump nunca acepta que sus palabras tengan más consecuencias que las que él decide reconocer.

La inclinación del presidente Biden y otros siempre ha sido ignorar las declaraciones más escandalosas del expresidente y optar por ser moralmente superiores (o al menos un poco más rectos). Pero esa alternativa perjudica a las personas y, con toda probabilidad, también a la política. Si no se denuncia a Trump por fomentar la violencia antes de que se produzca, eso reforzará sus proclamas de inocencia cuando ocurra lo peor; Trump no debería tener esa oportunidad. Sus declaraciones suponen un riesgo inmediato para quienes están al centro de su indignación y para el público en general. Es responsabilidad de Biden, además de una oportunidad política, hacer esa advertencia.

Trump nunca ha respetado las normas del comportamiento político, y hay pocas razones para pensar que las órdenes de silencio vayan a proporcionar una disciplina significativa. Así como el 6 de enero, cuando sus partidarios ignoraron las normas tradicionales. Se acerca con rapidez el día en que alguien levante un arma o fabrique una bomba y trate de cumplir las palabras de Trump. Si eso ocurre, él dirá que no dirigió ni causó específicamente la violencia, y probablemente escapará sin cargos penales. Pero tendrá las manos manchadas de sangre.

c.2023 The New York Times Company