Opinión: Los republicanos quieren que tú (no los ricos) paguen la infraestructura

LA PRIVATIZACIÓN DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS LOCALES QUE LOS CONSERVADORES ESTÁN IMPULSANDO ES UN IMPUESTO PARA TODOS LOS TRABAJADORES.

La semana pasada, veintiún senadores, liderados por el republicano de Ohio Rob Portman, anunciaron un nuevo acuerdo general para el paquete de infraestructura. Las discrepancias sobre los cambios tributarios descarrilaron las negociaciones anteriores, pero este grupo bipartidista afirmó haber identificado una serie de fuentes de financiamiento propuestas que podrían cubrir el nuevo gasto “sin aumentar los impuestos”. La mayor fuente de todas fue el monto de 315.000 millones de dólares proveniente de planes alternativos de financiamiento conocidos como asociaciones público-privadas.

Para empezar, los legisladores están tratando de superar estas complejas dificultades porque, durante los últimos treinta años, el Partido Republicano ha organizado su agenda en torno a un principio absolutista: no crear nuevos impuestos, nunca. Sin embargo, a pesar de la insistencia de los senadores, estos acuerdos en realidad no evitan las cargas extractivas para los residentes. Solo blanquean las nuevas tarifas a través de inversionistas privados.

En lugar de que el gobierno financie la reconstrucción de carreteras y puentes que te llevan de un punto a otro, tú le pagas a una empresa privada que opera un contrato con el gobierno, mientras los legisladores fingen que evitaron imponer nuevos costos.

El rey de los planes de este tipo que han identificado los republicanos son las llamadas tarifas de usuario, como los peajes o una nueva cuota por los kilómetros recorridos por un vehículo. La Casa Blanca rechazó esas propuestas porque violan su propia promesa tributaria: la de no aumentar los impuestos a las familias que ganen menos de 400.000 dólares al año. Como el presidente Joe Biden señaló: “Si todo se paga con una tarifa de usuario, la carga recae en la clase trabajadora, que ya está en problemas”.

En décadas recientes, los gobiernos estatales y locales han recurrido cada vez más a estos convenios de financiamiento. Y, a diferencia de los impuestos progresivos, las tarifas de usuario —ya sean aplicadas por entidades públicas o por empresas privadas contratadas por el Estado— por lo general no varían dependiendo de la capacidad de pago. Estas tarifas imponen una cuota fija a los más pobres y a los más ricos por igual debido a que se aplican en proporción a su “uso” de la infraestructura pública. Estos modelos extractivos de ingresos condicionan el acceso a productos y servicios críticos según los recursos de los que disponen las familias. Y a diferencia de los bienes de consumo, a menudo la gente no tiene otra opción más que usar esos espacios.

En 2008, para evitar aumentar los impuestos sobre la propiedad, es bien sabido que la ciudad de Chicago rentó su infraestructura de parquímetros a un grupo de inversionistas privados. Poco después de la venta del activo, los residentes que se estacionaban en el centro pagaban más del doble de las tarifas anteriores. La privatización de los servicios públicos locales puede observarse en el costo desorbitado de la deuda por almuerzos escolares, los cargos excesivos por las llamadas desde prisión y el exceso de vigilancia policiaca para obtener ingresos.

El extremo de este giro puede observarse en la zona rural de Tennessee, donde varias jurisdicciones les ordenaron a los bomberos que no respondieran a emergencias sin confirmar primero si los ocupantes habían pagado una cuota anual por el servicio; de no haberlo hecho, los socorristas de la ciudad deben ignorar el llamado y dejar que las llamas consuman las casas por completo. La lección es clara: las estructuras “financiadas por los usuarios” mediante tarifas privatizan los riesgos sociales al tiempo que protegen la riqueza del uso público productivo. Esta dinámica subyacente no cambia cuando inversionistas privados no regulados, y no el Estado, imponen dichas tarifas.

Algunas tarifas particulares —que incluyen aquellas por estacionarse en las calles y sistemas de fijación de precios por congestión vial— suelen justificarse como costos públicos internalizados de comportamientos socialmente nocivos, análogos a “impuestos sobre el pecado” aplicados al alcohol y el tabaco. Sin embargo, si la motivación principal es moldear las decisiones de los individuos, se puede decir que esta meta se debilita por el diseño de cuota fija de la mayoría de las tarifas propuestas, que pueden afectar a las familias pobres, pero que apenas son perceptibles para los ricos.

No hay que olvidar que las tarifas de transporte han contribuido en los últimos tiempos a catalizar poderosos movimientos sociales a favor de la equidad tributaria en varios otros países.

En Chile, por ejemplo, un aumento del cuatro por ciento en la tarifa del subterráneo inspiró protestas callejeras multitudinarias en 2019, que motivaron al presidente a cancelar el aumento, pedir un nuevo aumento de impuestos sobre la renta para los que más ganan e iniciar un referendo sobre la constitución antidemocrática del país. Más o menos por las mismas fechas, un aumento en los combustibles propuesto por el presidente de Francia Emmanuel Macron provocó las manifestaciones de los chalecos amarillos (“gilets jaunes”) que exigían la reintroducción de un impuesto sobre la riqueza que se había revocado poco antes.

Una mejor alternativa para los mecanismos de financiamiento que agobian a los consumidores es poner los bienes públicos a disposición de todos aquellos que quieran usarlos, financiarlos a través de impuestos progresivos y proveerlos de manera gratuita en el punto de consumo. Esta idea está presente en la propuesta de una concejal de Boston, Michelle Wu, para crear un sistema de tránsito urbano totalmente gratuito. También se refleja en la actual organización, encabezada en California por la coalición Justicia sin deudas (Debt Free Justice), para abolir los cargos que se les imponen a los ciudadanos que entran en contacto con el sistema de justicia penal.

A medida que las negociaciones continúen, podemos aprender de las consecuencias nocivas derivadas de la privatización de los bienes públicos locales y optar en cambio por infraestructura pública incluyente, asequible y al acceso de todos.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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