Opinión: Renuncié al inglés por la Cuaresma

Renuncié al inglés por la Cuaresma (Paige Vickers/The New York Times).
Renuncié al inglés por la Cuaresma (Paige Vickers/The New York Times).

QUERÍA RENUNCIAR A ALGO VALIOSO CUYA AUSENCIA HICIERA ESPACIO PARA ALGO REVELADOR.

El año pasado, dejé de hablar inglés por la Cuaresma. Durante 40 días, a excepción de las conversaciones con otros, mis propias actividades (los libros que leía, la televisión que veía, los pódcast que escuchaba) tenían que ser en algún otro idioma que no fuera el inglés y que pudiera entender, como el español, el portugués, el coreano y el chino, en distintos grados. Como era estudiante de último año de universidad en aquel entonces y vivía en Nueva Jersey, también hice una excepción con la escuela; después de todo, debía graduarme de la universidad en un país donde el inglés es una parte necesaria para salir adelante.

Este era un reto para el cual llevaba años preparándome. Aunque hablo coreano con mis padres en casa, el inglés —que aprendí a los 4 años— es mi lengua dominante. Como crecí en Hong Kong, pasé 14 años en escuelas internacionales con muchos compañeros que, como yo, hablaban mejor el inglés que la lengua materna de sus padres. Sabía hablar coreano, chino e inglés a los 10 años, pero no hablaba ninguno de esos idiomas de la manera desenfadada y cosmopolita que quería. En cambio, los tres imponían una jerarquía en la que el inglés se convertía en la lengua dominante, desafiando mis relaciones con las personas y las tradiciones más cercanas a mi corazón.

El objetivo de la práctica cristiana de la Cuaresma, que se desarrolla en los 40 días posteriores al Miércoles de Ceniza para preparar el Domingo de Resurrección, es hacer una limpieza espiritual en recuerdo del ayuno de 40 días de Jesús en el desierto. Al combinar los sacrificios intencionados con la oración y la reflexión, la Cuaresma ofrece un espacio constante para inspeccionar la propia vida. Los sacrificios pueden ir desde la renuncia a las indulgencias comunes hasta la adopción de nuevos hábitos; los no creyentes, también han adoptado cada vez más los elementos seculares de la práctica de la Cuaresma como un medio de autorreflexión y crecimiento.

Al retomar la Cuaresma después de haber hecho un largo paréntesis en la fe, quise renunciar a algo valioso para mí cuya ausencia daría lugar a algo revelador. Me pregunté: ¿Y si renunciara al lenguaje?

Al principio, la idea me aterró. Pero mi aprehensión me convenció de que sería una buena prueba de quién soy y de lo que soy capaz de hacer. Renunciar al inglés no solo deconstruiría una parte integral de mi identidad, sino además la manera en la que la construyo todos los días. Además, ¿acaso esta deconstrucción no es el objetivo de la Cuaresma, en cuyo final los cristianos celebramos la resurrección de Jesucristo y la oportunidad de renacer?

Así fue como iniciaron los 40 días. En lugar de oír un pódcast como The Daily, me levantaba y escuchaba noticiarios de 10 minutos de Brasil, donde había pasado un año sabático al terminar el bachillerato. Mientras el gélido invierno de Nueva Jersey se transformaba en primavera, escuchaba historias sobre el Carnaval y las tasas de vacunación en São Paulo. Por las tardes, repasaba mi español con series de Netflix o buscaba sitios web de noticias en coreano.

Una mañana, escribí en mi diario acerca de un sueño que había tenido sobre un amigo cercano con el que me había peleado. Me obligué a describir nuestro diálogo del sueño en un idioma que él no hablaba. “Este idioma nunca fue nuestro”, escribí, en portugués, “pero, de todos modos, trataré de expresar lo que vi y sentí”. Aunque escribir en un idioma ajeno a nuestra relación impersonalizaba el dolor, también duplicaba la frustración que sentía: primero por haber perdido la amistad y luego por no poder escribir sobre ella de la forma catártica y expresiva que necesitaba.

Procesos como este me recordaron cómo el inglés —o, más bien, la facilidad con la que podía habitarlo y sentir que no necesitaba nada más— estaba intrínsecamente ligado a mi manera de relacionarme con mi familia y mi fe. Durante mi infancia, acudía con mis padres a una iglesia católica coreana en Hong Kong, donde mi incapacidad para entender por completo los sermones en coreano del sacerdote dificultó que mi fe creciera. Hasta la fecha, todas las oraciones que memoricé están en coreano, pero recitarlas no consuela mi espíritu, más bien brinda una facilidad familiar, como lo haría una canción de cuna.

Fuera de la iglesia, me encontré con un obstáculo similar cuando quise sostener conversaciones más profundas y sinceras con mis padres. Al creer que existía una barrera lingüística entre nosotros, me abstenía de compartir ciertas cosas: como la literatura que estaba leyendo, lo que esos libros me enseñaban sobre mí misma, o las reflexiones que tenía sobre mi cambiante relación con la religión. ¿Cómo podía explicar, en un lenguaje que asociaba con su crianza y con mi infancia, que mi naciente identidad adulta exigía un tipo de oración diferente, una que, en lugar de pedir un simple perdón, abordara temas de intimidades equivocadas, decisiones difíciles y un deseo de crecer lejos de mis padres para poder convertirme en quien realmente soy?

Sin embargo, a medida que me esforzaba para expresarme con plenitud en múltiples idiomas, el poder que una sola lengua tenía en mi vida empezó a debilitarse. Si tenía la fuerza de voluntad para renunciar al inglés durante 40 días, podría canalizar esa misma energía para enriquecer con intención otros idiomas y otras relaciones. Era un reto que mis padres enfrentaban en todo momento. Si ellos, como hablantes no nativos de inglés, hacían el esfuerzo de entenderme, ¿por qué no podía yo hacer lo mismo por ellos?

Me impuse el desafío de abordar temas difíciles con mis padres por primera vez: ¿qué significa ser una persona de color en Estados Unidos, cómo fue soportar el desamor y cómo fue que regresé a una fe que ellos, tras volver a Corea, habían comenzado a abandonar. En el proceso, me convertí en una mejor hija, escritora, amiga y persona de fe, si la fe está intrínsecamente ligada a la creencia de que uno no es más que una pequeña parte de un cosmos mayor de cosas. Cuando nos sentimos atrapados y abrumados por el mundo inmediato en el que habitamos, nos consuela saber que se viven y respiran momentos hermosos en lenguas que quizá ni siquiera hablamos.

Navegar por un mundo de pluralidad lingüística no es competencia exclusiva de los que hablan varias lenguas. Los que solo conocen una pueden leer libros traducidos, por ejemplo, o leer los relatos de los traductores sobre su trabajo con los textos originales. Se puede escuchar música de otro país, aunque esté en un idioma que no se entienda, o ver una película en otro idioma con subtítulos. Al hacerlo, se encuentran nuevos géneros, nuevos sonidos y nuevas metáforas que mejoran la relación que tenemos no solo con el resto del mundo, sino con nosotros mismos. Eso que solo uno puede ofrecer solo puede ser recogido por lo que uno puede recibir (y ya recibió) de la generosidad de los demás, y una tradición anual de intencionalidad puede ser una gran oportunidad para hacerlo.

Todos nosotros, sin importar cuál sea nuestra lengua materna y las que hayamos adoptado después, nos enfrentamos en todo momento a partes de nuestra identidad que nos definen y confunden al mismo tiempo. Cualquier oportunidad de aferrarnos a lo que más nos confunde de nosotros mismos y convertirlo en claridad es bienvenida. Para mí, esta oportunidad llegó en la forma de la Cuaresma, que para nuestro beneficio llega todos los años justo cuando el invierno se convierte en una fresca y acogedora primavera: una invitación a prepararnos para crecer de maneras que quizás no esperamos.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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