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Opinión: Me estoy quedando ciego, y lo curioso es cuánto me emociona

Me estoy quedando ciego, y lo curioso es cuánto me emociona (Sophie Barbasch para The New York Times)
Me estoy quedando ciego, y lo curioso es cuánto me emociona (Sophie Barbasch para The New York Times)

AHORA QUE ANUNCIO MI DISCAPACIDAD CON UN BASTÓN BLANCO, HE DESCUBIERTO QUE TENGO A MI ALCANCE UN POZO VISIBLE DE AMABILIDAD.

Desde hace 20 años, poco a poco he ido perdiendo la vista. No puse mucha atención (solo creí que necesitaba mejores anteojos) hasta que una noche, en un cine abarrotado, salí para ir al baño. Cuando regresé, las personas y los asientos habían desaparecido. Lo único que podía ver era la pantalla. Me quedé al fondo del cine hasta que mi pareja, Laurie, vino a buscarme. Fue una experiencia desconcertante, pero continué con mi vida en mi estado usual de alegre negación.

Mi vista sufrió un precipitado deterioro durante la pandemia, pero no me di cuenta porque estaba ocupado: debía dirigir una fundación desde una pequeña recámara en casa de Laurie en Decatur, Georgia.

El sobresalto vino cuando regresé a la ciudad de Nueva York. Tenía problemas para ver las cosas en mi apartamento. Se me dificultaba lidiar con las escaleras. Para los colegas en mi oficina, dar la vuelta en cualquier esquina se volvió peligroso cuando yo andaba por ahí. En las calles, me convertí en un peligro cuando las multitudes comenzaban a concentrarse. Me tropecé con un hombre que estaba tirado en la banqueta. Choqué con una señal de alto. Me golpeó la rama de un árbol.

Este cambio desastroso ocurría en cámara lenta, así que tuve tiempo para observarlo. Dos sucesos propiciaron un cambio. En primer lugar, derribé a un niño pequeño que corrió frente a mí en un restaurante. Gritó como si lo estuvieran matando, luego se sacudió y siguió adelante. El otro suceso fue que choqué por accidente con una mujer, en una esquina oscura en la calle. Estaba con un grupo de amigas y todas comenzaron a gritarme obscenidades. Cuando les decía a las personas que no podía verlas, no me creían. Me respondían que no parecía estar ciego.

El diagnóstico de mi nuevo oculista fue que padecía un tipo de retinitis pigmentosa, una enfermedad hereditaria: mi madre la tuvo y mi hermana menor la tiene. En el fondo, sabía que también la tenía, pero había evitado la triste verdad porque no hay cura. La sufre un número desproporcionado de judíos askenazíes, por lo que parece ser un regalo más de Dios. Apenas logro ver a 6 metros lo que la mayoría puede ver a 60. Encima, mi visión periférica está arruinada. La oscuridad es totalmente oscura. Mi doctor mencionó que, como mi visión es de menos de 20/200, legalmente soy ciego, por lo que me recomendó que obtuviera una certificación.

Para empezar, llamé a Lighthouse Guild, una organización que ayuda a las personas afectadas por la pérdida de la visión. Tomar pasos aparentemente sencillos, como este, puede ser difícil. Es posible sentir vergüenza. Algunas barreras psicológicas impiden que procedas. He aprendido que lo primero que debes hacer es identificar y reconocer públicamente tu discapacidad. Después, debes reconocer, ante ti y ante otros, que necesitas ayuda. Por último, debes estar dispuesto a aceptar la ayuda que se te ofrezca. Debes decir que sí. Algunas personas nunca logran dar ese salto. En mi caso, fue un alivio, como si me quitaran un peso de encima.

Después de obtener mi diagnóstico de Lighthouse y la confirmación del estado, se me abrió un mundo nuevo. Tengo derecho a muchos servicios gratuitos que me ayudan a desenvolverme con cierta normalidad. Ahora tengo un defensor de los invidentes. En el lapso de un año, he recibido ayuda de un oculista especializado en visión baja, un oftalmólogo y un especialista informático. Alguien incluso vino a mi casa a enseñarme a hacer cosas, hasta cocinar. Su especialidad es el estofado peruano. Mi apartamento tiene nuevo equipo. Mi maestra de cocina me trajo una báscula que me dice mi peso, pero no he podido convencerla de mentir. Por mi cuenta, compré varias herramientas útiles. Tengo cinta que brilla en la oscuridad en los interruptores de la luz y una tira larga de luces que se activan con el movimiento en el pasillo. Llevo a todos lados una linterna pequeña de luz muy intensa. Tengo a la mano una lupa. Mi teléfono tiene una aplicación Seeing AI que lee documentos. También describe escenas y personas: “Hombre de 73 años de pie frente a una librería con expresión alegre…”.

La capacitación más valiosa fue la que me dio mi instructora de bastón, una especialista certificada en orientación y movilidad. Laurie me ordenó hace varios años un bastón blanco que se quedó en una silla, donde no podía verlo, pero mi nueva instructora me dijo que era obsoleto. “No lo hagas a la antigüita”, dijo. “Ya nadie da golpecitos a los lados”. Entonces, me tomó medidas para un bastón plegable blanco con bola giratoria en la punta y empezamos a recorrer Brooklyn y Manhattan, que son sus rumbos. Mi instructora me enseñó a deslizar el bastón de una cuneta a la otra. Detecta todas las grietas y hendiduras, así que solo te preocupas de cosas como bicicletas eléctricas en sentido contrario en calles de un sentido. Es como un instructor de bateo: excelente en los conceptos fundamentales. Usar un bastón es como golpear la pelota: debes soltar la muñeca y relajar la mano.

Mi último tutorial fue después del atardecer. Mi instructora me dio un par de lentes oscuros para que me fuera más difícil ver, pero el reto me pareció emocionante. Al final, caminamos a través de la construcción de la calle 14 hasta el metro en la Séptima avenida. Navegamos las escaleras. De un tren salía un flujo interminable de pasajeros. Me dijo que nunca me apresurara, pero la así del brazo y me moví rápidamente para subir al último vagón. Ya que nos instalamos, me dijo: “Ese último movimiento va a bajar tu calificación”.

Ahora sé más acerca de mi discapacidad. Detengo a otras personas invidentes para hablar sobre nuestra técnica de bastón. No paro de mostrarles mi bastón a los videntes. Laurie cierra los ojos para que pueda compartirle mis lecciones. Sería una excelente persona casi invidente. Llevo una lámpara portátil a los restaurantes, pero los gerentes corren a apagarla, pues la luz arruina el ambiente. Les explico que no puedo ver a mis amigos, ni la carta, ni a ellos. Es un momento mágico cuando una mesera surge de entre las sombras. En los hoteles, les pido a los porteros que me den el brazo. Son caballeros galantes que me escoltan hasta el vestíbulo como a un príncipe maduro.

En una ocasión sentí que preferiría morir a quedarme ciego. Ahora siento lo contrario. La vida diaria tiene un encanto y un vigor renovados. Siempre aprendo algo nuevo. Las tareas más ordinarias, como ir al correo, se han vuelto de lo más interesantes. En cuanto a la vida diaria, siento que por fin la vivo, estoy más consciente y alerta, más presente de verdad. Decidí optar por la curiosidad y no por la desesperanza.

Cuando mi discapacidad era invisible, constantemente molestaba a los extraños, pues creían que era grosero o vacilante o las dos cosas. La gente es impaciente cuando no sabe por qué detienes la fila. Ahora que tengo un bastón blanco que anuncia mi discapacidad, he descubierto que tengo a mi alcance un pozo visible de amabilidad. Es bueno darles a las personas la oportunidad de ofrecer ayuda. El otro día, alguien corrió para alcanzarme y ofrecerse a atar mis zapatos. Le dije que no. Los he atado mal desde el jardín de niños. Mientras esperaba en un semáforo, alguien me dijo: “Discúlpeme, señor, pero tal vez no sepa que está parado frente a un hidrante”. Como una película de Buster Keaton, mi vida está llena de percances y desastres evadidos. Una noche, mi taxista traía un Tesla y no podía encontrar el botón para abrir la puerta. Pero él no paraba de hablar (me contó que tiene un hermano ciego) y esperó hasta que llegué a la puerta del frente de mi casa. Aunque ya no podía verlo, agité la mano para despedirme.

En el aeropuerto, incluso el personal de la Administración de Seguridad en el Transporte abandona su postura gélida y me ayuda a pasar seguridad. Alguien con un chaleco a rayas me preguntó si sabía cuál era mi sala de espera. “Disfrute Atlanta”, dijo. Cuando vine a casa, una mujer vio que buscaba la fila para los taxis en La Guardia. “Camina detrás de mí”, me dijo. Cuando llegamos a la fila, el controlador me puso de inmediato en un auto e incluso se rio de mi broma favorita: “Espero no verlo de nuevo”.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company