Opinión: Hay algo que Putin no puede controlar

Hay algo que Putin no puede controlar (Brandon Celi para The New York Times).
Hay algo que Putin no puede controlar (Brandon Celi para The New York Times).

COMO MUESTRA “EL MAESTRO Y MARGARITA”, EL PODER NUNCA CONSIGUE DEL TODO MOLDEAR EL ARTE A SUS FINES.

Según “El maestro y Margarita”, la célebre novela de Mijaíl Bulgákov sobre la visita del diablo al Moscú estalinista, “los manuscritos no arden”. Esta famosa frase se convirtió en una frase clave de la supuesta capacidad del arte para triunfar sobre la represión. Hoy, la fórmula de Bulgákov vuelve a ponerse a prueba en Rusia, donde una nueva adaptación cinematográfica del libro ha provocado un escándalo.

“El maestro y Margarita” captó la atmósfera surrealista de las fuerzas oscuras y las misteriosas desapariciones en la Unión Soviética de los años treinta. El libro, que se asentaba con firmeza en el canon nacional, parecería seguro de adaptar al cine. Pero el director de la película es un ciudadano estadounidense que se opone a la guerra en Ucrania y sus guiños a las crueldades de la vida bajo la dictadura resuenan de una manera un tanto extraña entre el público ruso, que acude en masa a verla.

En respuesta, los autoproclamados patriotas han pedido que se prohíba la película y se procese a su director. Buena parte de su ira ha ido dirigida al Ministerio de Cultura y al fondo cinematográfico estatal, que copatrocinaron la producción de la película antes de la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia. Tras la invasión, el presidente Vladimir Putin intentó restringir de manera drástica la expresión creativa. Los escritores, artistas plásticos e intérpretes que se han manifestado en contra de la guerra han sido rechazados, tachados de “agentes extranjeros” y encarcelados.

Pero como “El maestro y Margarita” demuestra —tras décadas de supresión y censura, el libro ayudó a liberar la imaginación de los lectores y se convierte en una piedra angular para la intelectualidad soviética en proceso de reforma— el poder nunca consigue del todo moldear el arte a sus fines. En vísperas de unas elecciones presidenciales que se espera prolonguen su mandato seis años más, Putin parece estar blindado en lo político. Sin embargo, por mucho que lo intente, no puede controlar la cultura.

El Kremlin no actúa solo por la fuerza. La cultura pro-guerra Z, llamada así por la letra escrita en los tanques rusos, se promociona en televisión y en todo el país, con la promesa de premios en efectivo, contratos y publicidad para aquellos que participen. Los poemas y canciones de la cultura Z invocan sin cesar la lucha de la Unión Soviética contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Según el escritor nacionalista Alexander Prokhanov, la guerra en Ucrania ha motivado una nueva “vanguardia rusa”. Sus dudosos frutos están a la vista en “Caminar hacia el fuego”, una ópera rock basada en los poemas de Prokhanov cuyos protagonistas cantan sobre la defensa de la patria montados en tanques reales.

Por su parte, el Ministerio de Cultura ofrece financiamiento para películas sobre temas aprobados, como “la degradación de Europa” y “la misión de mantenimiento de la paz de Rusia”. En la película de 2023 “El testigo”, subvencionada por el Estado, un violinista belga en Kiev es torturado por soldados ucranianos que lo obligan a tocar el himno de la Fuerza Aérea nazi cerca de un retrato de Adolf Hitler. La sutileza no es obligatoria.

Para los artistas, la cooperación con el Estado no necesariamente requiere la creación de material nuevo que repita el discurso del Kremlin. En un plan investigado por el medio independiente ruso Meduza, el gobierno ofrece a músicos y actores incluidos en listas negras la oportunidad de expiar sus pecados mediante una aparición en el frente o el apoyo a una organización benéfica para niños en los territorios ocupados por Rusia. Por ejemplo, la estrella del pop Philipp Kirkorov, tras disculparse por su asistencia a la infame fiesta “casi desnudo” que enfureció a los conservadores, cantó algunos de sus más grandes éxitos para los soldados heridos en la región del Dombás.

Pero incluso a medida que la represión se ha disparado, algunos escritores y artistas que permanecen en Rusia siguen cuestionando la versión de la realidad de Putin. Muchos de ellos son mujeres que rechazan la masculinidad agresiva de la cultura Z y subvierten sus clichés. En “G de guerra”, la poeta Natalia Beskhlebnaia trata de explicarle el concepto de guerra a su hijo de 3 años. En otro poema, que juega con las similitudes entre las expresiones idiomáticas rusas asociadas con la guerra y el embarazo, hace notar cómo la invasión ha trastocado todas las facetas de la vida, incluso una “placenta aún caliente en los brazos de una comadrona”.

Los versos de Beskhlebnaia aparecen en Resistance and Opposition Arts Review, una colección digital de poesía, ensayos, música y arte visual que se publica fuera de Rusia pero que cuenta con lectores y colaboradores dentro de ella, que llegan al sitio a través de una VPN. Otros escritores publican sobre temas tabú con ayuda de la alegoría. Un novelista cuyos libros se venden en tiendas de Rusia —y que pidió no ser nombrado para evitar represalias— aborda la violencia familiar y del Estado, incluido el impacto de la movilización, a través de motivos folclóricos.

Durante gran parte del gobierno de Putin, los rusos cultos se mantuvieron al margen de la política. Ahora los artistas se enfrentan a la vergonzosa sensación de no haberse dado cuenta a tiempo de lo que estaba ocurriendo o de no haber hecho lo suficiente para impedirlo, al tiempo que intentan no incumplir las leyes que prohíben la disidencia. Para su serie “Gente de abedul”, Yanina Boldyreva, una artista afincada en Novosibirsk, escenificó inquietantes fotografías de una civilización cuyos miembros se volvieron tan pasivos que entraron en estado vegetativo. Boldyreva me dijo que su obra, que exhibe en internet y en exposiciones privadas, trata de “entender cómo acabamos donde estamos y cómo reaccionar a fin de cambiar algo”.

Hasta ahora, la cultura Z, a pesar de los intentos del Estado por financiarla y promoverla, no ha tenido especial éxito. “El testigo” recibió reseñas muy negativas, mientras que la mayoría de los videos pop de la cultura Z han sido vistos mucho menos veces que un rap antiguerra de la estrella Oxxxymiron, que abandonó el país tras la invasión.

Aunque muchos de los artefactos culturales de la cultura Z se entregan a la ostentación de la bandera, otros son ambiguos. El rapero Husky, quien alguna vez fue visto como una figura de la oposición, decepcionó a algunos de sus seguidores al quedarse en Rusia y dar la apariencia de que respaldaba la guerra. Sin embargo, su canción de rap “God of War”, en la que un soldado sueña con que un dron lo hace volar por los aires, carece de cualquier atisbo de lucha heroica. El estribillo de la canción suena como si alguien castañeara los dientes del miedo.

Bulgákov comprendió el difícil equilibrio entre ser fiel a su visión y adaptarse a las limitaciones ideológicas. Escribió en secreto su gran novela antiautoritaria durante el terror de Stalin. Sin embargo, a finales de la década de 1930, mientras terminaba “El maestro y Margarita”, escribió una obra sobre la juventud de Stalin que lo describía como un rebelde romántico. Esta concesión al gusto oficial suscitó la tentadora probabilidad de que sus otras obras teatrales volvieran a representarse. Pero la producción fue cancelada, lo que dejó a Bulgákov desamparado y con mala salud. Meses después murió.

Putin, con su gobierno en prórroga perpetua y sus obsesiones históricas, ha intentado hacer retroceder el reloj. La cultura Z refleja esta mirada retrospectiva. Los mayores seguidores del presidente ruso tienen más de 55 años y su aprobación es menor entre los que crecieron tras el colapso soviético. Estos jóvenes, que han abarrotado los cines para ver “El maestro y Margarita”, lideran el esfuerzo creativo para imaginar un país en el que el futuro no sea el pasado y el mal ya no se disfrace de bien. Intuyen una revelación que Bulgákov no vivió para ver: aunque la cultura puede apuntalar a un dictador, también puede romper el hechizo del poder.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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