Opinión: La prolongada tragedia de la 'generación perdida' de Japón

La prolongada tragedia de la generación perdida de Japón (Mark Wang/The New York Times)
La prolongada tragedia de la generación perdida de Japón (Mark Wang/The New York Times)

JAPÓN NO HA LOGRADO REUNIR LA VOLUNTAD PARA CONFRONTAR LOS PROBLEMAS DE LA CLASE ECONÓMICA BAJA.

Conocí a Hiroshi S. hace algunos años en Tokio, en un grupo de apoyo para japoneses que viven como ermitaños sociales.

Hiroshi S., un fumador empedernido de 43 años de edad con un chaleco de plumón de ganso, pertenece a un grupo de por lo menos un millón de japoneses conocidos como “hikikomori”, palabra que podría traducirse como “recluso extremo”. Por lo regular se trata de varones de entre 30 y 50 años de edad, desempleados o subempleados, que prácticamente se han aislado de la sociedad porque el extendido trastorno económico de Japón iniciado en los años noventa les ha impedido poner en orden su vida laboral.

Hiroshi, quien pidió que no utilizara su nombre completo, había abandonado el mercado laboral corporativo de Japón unos 20 años antes. Vivía en casa de sus ancianos padres, nada tolerantes con su situación, y se había dedicado a amasar una enorme deuda en tarjetas de crédito por sus compras de mercancía de la cultura pop. Hasta consideró suicidarse.

“Japón ha cambiado”, me dijo, en alusión a las menguantes oportunidades y la escasa esperanza de su generación. No me vio a los ojos ni una sola vez.

Eso fue en 2017. Desde entonces, Japón casi no ha hecho nada para aliviar la desesperanza de los hikikomori ni del grupo mucho más amplio de la “generación perdida” de personas marginalizadas económicamente, a la que pertenecen.

Se trata de una crisis nacional laboral y de salud mental que lleva años, e incluso se teme que esté empeorando debido a la pandemia de covid. Por desgracia, los dirigentes políticos y la sociedad, que tanto valoran la conformidad estoica y el empleo estable, parecen totalmente incapaces de reunir la voluntad y las herramientas para confrontar la crisis.

Se calcula que hasta 17 millones de personas pertenecen a la generación perdida de Japón, hombres y mujeres que se convirtieron en adultos durante las décadas de estancamiento económico que el país todavía no logra superar por completo.

Su predicamento volvió a los reflectores tras el asesinato en julio de Shinzo Abe, quien fue primer ministro de Japón. Abe fue asesinado por Tetsuya Yamagami, de 41 años en ese momento, quien un día antes del asesinato le había enviado una carta a un bloguero en la que culpaba a la Iglesia de la Unificación, una organización con vínculos prolongados con el Partido Liberal Democrático de Abe, de “destruir a mi familia y llevarla a la quiebra”. La madre de Yamagami, que pertenecía a esa organización, había hecho donativos considerables a la iglesia.

No se conoce por ahora información que indique que el hecho de que Yamagami sea de la generación perdida haya sido un factor en el asesinato. Sin embargo, algunos medios noticiosos y académicos japoneses señalan que las particularidades de su vida que se han dado a conocer (sus dificultades para integrarse a la sociedad y la fuerza de trabajo) lo marcan como miembro de ese grupo en conflicto, y que se están ignorando las raíces más profundas de su ira porque la élite conservadora se ha enfocado en el candente problema político de la relación del Partido Liberal Democrático con la Iglesia de la Unificación.

Esas raíces se encuentran en la deteriorada promesa del modelo socioeconómico japonés de la posguerra, centrado en el “asalariado” cuyo empleo corporativo de toda la vida le permitiría mantener a su familia nuclear. Este modelo se ha ido deshilachando desde el estallido de la burbuja económica de Japón (un periodo de facilidades de crédito y acciones e inmuebles de valor excesivo) a principios de los años noventa, cuando Japón se sumió en un aletargamiento económico que continúa hasta nuestros días.

Se considera que la respuesta del Partido Liberal Democrático, el partido dominante en el Japón de la posguerra, cuyas políticas se centraron en mantener las utilidades corporativas, empeoró la situación. En el proceso, se redujo el número de empleados de tiempo completo y aumentaron los empleos a corto plazo con prestaciones mínimas o sin ellas. Sobrevino a continuación un periodo de parálisis en el mercado laboral conocido como la “edad de hielo laboral”. Los ingresos de la clase media se redujeron, bajó el número de matrimonios y nacimientos y se elevó el porcentaje de hogares integrados por una sola persona.

Los japoneses aislados por lo regular no tienen a quién recurrir. A pesar de algunas mejoras recientes, los servicios de salud mental en Japón todavía son insuficientes y, por lo común, caros. La atención psicológica todavía es impopular en un país en el que principios culturales como el “gaman” (la versión japonesa de la compostura inglesa) estigmatizan a las personas que buscan ayuda, pues consideran que es una acción vergonzosa. En general, los medios nacionales, en vez de presentar como víctimas a quienes forman parte de la generación perdida, los etiquetan como egocéntricos ingratos.

El resentimiento por esta categorización me pareció evidente en el grupo de apoyo al que asistí en Tokio, que se reunía en un salón ubicado en un sótano de la zona roja de Kabukicho (fui a varias reuniones en mi carácter de periodista con el permiso de todos los asistentes). No había nada fuera de lo común en ninguno de los aproximadamente 40 participantes, con vestimenta casual pero impecable. Se veían calmados y se expresaban con claridad, pero hablaban con una honestidad impresionante sobre sus inseguridades, su desempleo, su soledad y, en especial, sobre su enojo (con una generación mayor cuya respuesta a sus problemas por lo regular era la palabra “ganbaru”, que significa “¡trabaja más duro!”). Aunque algunos vivían con sus padres, casi no les hablaban.

En 2019, un recluso desempleado de 51 años apuñaló a varias personas; su ataque causó la muerte de dos de ellas y dejó heridas a 17, la mayoría colegialas, lo que causó inquietud entre el público por los actos de violencia de los marginalizados sociales y económicos. Una semana después, el gobierno elaboró un plan para crear hasta 300.000 empleos para las personas que quedaron varadas en la “edad de hielo laboral”. Por desgracia, el plan no tuvo muchos resultados e, irónicamente, se culpa a las propias políticas económicas de derrame impulsadas por Abe de exacerbar la presión sobre las personas que buscaban empleo.

Para muchos en Japón, Yamagami es un ejemplo perfecto de la marginalización de la generación perdida y su distanciamiento de sus padres intolerantes; además, para algunos es un foco de compasión.

Sin embargo, en el horizonte no hay ninguna política de ayuda. El sucesor de Abe, el primer ministro Fumio Kishida, asumió el cargo el año pasado con planes para un “nuevo capitalismo” que incluyen una redistribución de la riqueza, aumentos salariales y más prestaciones para las personas con trabajo de medio tiempo o contratos a corto plazo.

Por desgracia, el gobierno de Kishida está a la defensiva por las conexiones del Partido Liberal Democrático con la Iglesia de la Unificación, el grupo religioso conservador fundado en Corea del Sur por Sun Myung Moon en 1954 y al que se ha acusado de solicitar insistentemente donativos de sus miembros. La decisión nada popular de Kishida de celebrar un funeral de Estado pagado por los contribuyentes para honrar a Abe, la creciente inflación y la devaluación del yen también han causado que los porcentajes de aprobación de su gabinete se tambaleen, por lo que es menos probable que logre la aprobación de algún plan. Ya no ha mencionado el nuevo capitalismo, sino que se ha dedicado a repetir el discurso del finado Abe sobre priorizar el crecimiento económico.

Lo que falta en toda esta situación es un debate público real de opciones para ayudar a la generación perdida. Si se quiere encontrar soluciones, serán necesarios cambios reales, no de estos millones de personas que llevan tanto tiempo sufriendo, sino de la empecinada sociedad en la que viven.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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