Opinión: No me preocupa que digas que tienes 'un poco de TOC'

Se ha vuelto común que las personas utilicen términos de diagnósticos para describirse y digan que son “un poco autistas” o “un poco bipolares” o que tienen “un poco de TOC”. Algunos dicen que son “adictos” a Twitter. O sueltan términos de terapia traumatológica como “detonante”.

Muchos defensores de la salud mental consideran que esos comentarios son banales o denigrantes, una burla para quienes de verdad padecen enfermedades. Describir a alguien como “casi con TDAH” o “adicto a su celular” solo evoca estereotipos negativos y estigma, sostienen esos activistas.

Sin embargo, como persona que pertenece al espectro autista y ha luchado contra la adicción a la heroína, no creo que ese tipo de afirmaciones sean perjudiciales de manera automática. Al contrario, reconocer que existe neurodiversidad entre las personas que no cumplen los criterios de diagnóstico ayuda a humanizar a quienes sí los cumplimos. Al fin y al cabo, si nuestras experiencias son completamente distintas de las demás, ¿no resultaría más difícil empatizar con nosotros? Si nuestros sentimientos y sensaciones son totalmente ajenos y distintos a los de las personas neurotípicas, ¿no es eso la definición de deshumanización?

Aprender que los rasgos de personalidad se sitúan en un espectro fue liberador para mí. Sentirse inquieto por los cambios se sitúa en un continuo con estar tan alterado por la ruptura de una rutina que no puedes funcionar. Estar triste es un aspecto de la depresión; el miedo escénico ordinario es ansiedad real. Aunque tener esos sentimientos no debería bastar para que una persona reciba un diagnóstico, sí puede permitirle plantearse cómo se sentiría si fueran más intensos, abrumadores e incesantes, y lo difícil que sería.

Por supuesto, las etiquetas diagnósticas pueden ser un arma de doble filo. Para mí, descubrir de adulta que tengo autismo fue un alivio. Antes consideraba que mi compulsividad, mi hipersensibilidad al ruido, los olores y los sabores, mi total absorción de las ideas y mi dificultad para conectar con la gente eran pruebas de que era egoísta y desconsiderada. Las estrategias que utilizaba para hacer frente a mi sobrecarga sensorial controlando mi entorno me hacían parecer mandona y rígida; mi intensidad y la especificidad de mis intereses me dificultaban conectar con los demás. Con el tiempo, mi soledad me llevó a automedicarme con cocaína y heroína, a lo que, por suerte, siguió la recuperación.

Aprender que mis síntomas, al parecer inconexos, forman parte del mismo síndrome y que otras personas comparten una mezcla de rasgos igual de extraña me permitió controlarlos mejor y odiarme menos. Resulta que ni siquiera soy tan inusual en la automedicación del autismo y el desarrollo de la adicción, aunque la investigación sobre esa conexión está en pañales.

Durante mi recuperación, conocer mis rasgos autistas también me ayudó a reconocer que las mismas características que a menudo me hacían la vida difícil también podían ser fortalezas. Aplicadas en el contexto adecuado, mi obsesividad, sensibilidad e intereses intensos me ayudaron a tener éxito como escritora.

Sin embargo, para algunas personas, las etiquetas son todo estigma y limitaciones, y no representan ayuda alguna. Un joven que descubre su autismo puede asumir que está condenado a la falta eterna de amigos, en lugar de ver la socialización como un área en la que tal vez tenga que aprender nuevas habilidades y hacer un esfuerzo adicional. Una mujer que se entera de que padece un trastorno bipolar a lo mejor tema que eso signifique que no podrá realizar ninguno de sus sueños.

Ver los rasgos de personalidad y los diagnósticos como algo fijo e inmutable —en vez de como tendencias o configuraciones por defecto que a menudo pueden ajustarse— es parte de lo que hace que las etiquetas sean perjudiciales. Si consideras que el autismo significa que eres incapaz de tener amigos aunque los anheles, quizá no te esforzarás por desarrollar habilidades sociales y el diagnóstico podría convertirse en una profecía autocumplida. Si, en cambio, lo ves como una explicación de por qué las relaciones te resultan especialmente difíciles, puedes aprender de otras personas que, como tú, han hecho cambios y de profesionales sobre estrategias que pueden ayudarte.

Esa es otra razón por la que es importante reconocer que un espectro que abarque tanto el comportamiento típico como el extremo es útil. El espectro no es inamovible: Las personas pueden moverse a lo largo de él con el tiempo, y la línea entre lo que es típico y lo que refleja un diagnóstico es gris. Con la ayuda y el apoyo adecuados (que pueden incluir medicación, terapia y relaciones con los compañeros, así como educación), se pueden mitigar las tendencias nocivas y cultivar las que conducen al desarrollo.

Como me dijo mi amiga Alissa Quart, autora de un primer libro sobre ese tema titulado “Republic of Outsiders”, cuando la gente normal se identifica de manera casual con quienes sufren trastornos, es “una señal de cómo los que se consideraban marginados han afectado a los que están en el supuesto centro, no solo transformando lo que es posible para algunos, sino también lo que significa para muchos la llamada normalidad”.

Para que quede claro, no estoy argumentando que los trastornos mentales o del desarrollo graves no puedan ser profundamente discapacitantes o que las personas que los padecen siempre puedan o incluso deban aprender a ser más típicas. Los extremos pueden ser irremediables en algunos casos, sin ir acompañados de beneficios.

Creo que nuestros puntos en común son más grandes que nuestras diferencias. Quizá no sea posible saber cuánto puede aprender alguien, pero suponer que el cambio es imposible podría hacer que en realidad lo sea. Encontrar un equilibrio entre la búsqueda del crecimiento a través del desafío y el reconocimiento de los límites reales es fundamental.

También es importante comprender que no todos los comportamientos atípicos deben cambiar. Una de las ideas fundamentales del movimiento a favor de los derechos de los discapacitados es que la discapacidad suele ser producto del contexto social. Un entorno construido sin rampas ni rebajes en las aceras excluye a las personas que se mueven con silla de ruedas: no son sus limitaciones de movilidad las que se lo impiden. Incluir estas adaptaciones también permite a los padres con carriolas y a las personas que usan equipaje con ruedas. El espacio es mejor para todos.

Para quienes tienen autismo, las adaptaciones pueden incluir cosas como hacer que los espacios públicos sean menos ruidosos y agobiantes. (No le pido esto a Times Square, que, como muchos neoyorquinos, seguiré evitando). También significa reconocer que los comportamientos autocalmantes —desde mecerse y agitar las manos hasta consumir drogas para intentar sentirse mejor— no deben castigarse, sino comprenderse. Si son perjudiciales, hay que tratarlos, y si no, dejarlos tranquilos.

Por lo tanto, no me importa que digas que tienes un poco de TOC o TDAH, siempre y cuando sepas lo que significa realmente y no te estés basando en estereotipos. Cuanto más reconozcamos que todos tenemos rasgos que en los extremos pueden ser discapacitantes, más compasivos seremos y más podremos beneficiarnos de los talentos de todos.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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