Opinión: En París, me juzgan por lo que hablo, no por mi apariencia

En París, me juzgan por lo que hablo, no por mi apariencia (Jiayue Li para The New York Times).
En París, me juzgan por lo que hablo, no por mi apariencia (Jiayue Li para The New York Times).

APRENDER OTRA LENGUA ME PROPORCIONÓ OTRA MANERA DE VER EL MUNDO. CUANDO ESA LENGUA ES EL FRANCÉS Y ESTÁS EN PARÍS, TAMBIÉN ABRE OTRAS PUERTAS.

Me mudé de Nueva York de vuelta a París en el verano de 2020, en parte para escapar de la oleada de agresiones contra la comunidad asiática que había surgido tras la pandemia de COVID. La gota que derramó el vaso fue cuando me convertí en víctima de un grito proveniente de un auto: dos tipos blancos que pasaban a mi lado sacaron la cabeza por la ventanilla para gritarme una ofensa racista más la palabra “coronavirus”.

Pensé: lo intenté, Estados Unidos. Y entonces empecé a hacer maletas.

“¿Sin embargo, no hay el mismo racismo en Francia?”, me preguntan mis amigos en Estados Unidos, que necesitan creer que viven en la nación más ilustrada del mundo. Sí, puede haberlo, y a veces de forma espantosa. Con la pandemia también aumentaron los incidentes antiasiáticos en Francia, como en muchos otros países. Francia es una antigua potencia colonial que mantiene importantes tensiones raciales, como puso de manifiesto hace poco el tiroteo mortal contra Nahel Merzouk, un francés de 17 años de ascendencia argelina y marroquí, a manos de un agente de policía en París. El asesinato provocó disturbios en todo el país.

Así que no, Francia no está libre de racismo. Pero, de vez en cuando, París sí le ofrece a una persona como yo la oportunidad de sentir que quizá estoy libre de él, de un modo que mi experiencia en Estados Unidos rara vez me ofrece.

A veces —y no espero hacer amigos con esta afirmación— solo tienes energía en esta vida para ir adonde es más probable que te traten como a un hombre blanco. Para mí, ese lugar es Francia. En Estados Unidos, soy una mujer asiática, una minoría invisible, hasta que no lo somos y nos acosan. Mientras tanto, mi vida en Francia, como francófona fluida algo asimilada, es lo más cerca que he estado del lujo de sentirme miembro privilegiado de la mayoría dominante. Ocurre, en particular, cuando estoy rodeada de estadounidenses que no hablan francés.

La temporada alta de turismo es la hora del demonio para los parisinos. La composición demográfica de la ciudad se trastoca cuando los parisinos se marchan y los extranjeros entran a raudales. La altura y el peso corporal colectivos de la ciudad aumentan; el francés da paso al inglés como el idioma más probable. Y lo más sorprendente es que a mí me ponen en primera fila. En un restaurante, un amigo y yo pedimos una mesa en la terraza y nos sentaron enseguida, a pesar de que una pareja estadounidense que iba delante de mí acababa de hacer la misma petición y les habían dicho: “No hay sitio”. La única diferencia fue que yo la pedí en francés.

Lo admito: esto me satisface.

Es el privilegio de ser francófono en París. Te beneficias de lo que algunos consideran un chovinismo lingüístico exacerbado, tal vez mejor expresado por el historiador francés Fernand Braudel, que escribió en Le Monde en 1985, “La France, c’est la langue française”. (Francia es la lengua francesa). O como se presume que dijo el escritor existencialista Albert Camus, “Oui, j’ai une patrie: la langue française”. (Sí, tengo patria: la lengua francesa).

En otras palabras, si hablas nuestra lengua, eres uno de nosotros.

¿Significa eso que, en la práctica, todos los francófonos reciben el mismo trato? Rotundamente no. Muchos de los ciudadanos de París que hablan francés con fluidez se enfrentan a todo tipo de prejuicios. Pero sí significa que, a un expatriado francófono como yo, que vive en París, se le concede un estatus elevado que no tienen los visitantes no francófonos, por ejemplo, mis compatriotas estadounidenses, sin tener en cuenta mi sexo, origen étnico o tiempo en Francia.

No soy la única expatriada estadounidense de color que se siente más a gusto en Francia que en Estados Unidos. Hay un siglo de testimonios de estadounidenses de raza negra que se trasladaron a Francia para dedicarse al arte y refugiarse del racismo estadounidense: Josephine Baker, James Baldwin y Nina Simone, por citar algunos.

Pero no es tan sencillo. Nunca lo fue. Algunas personas en Francia dicen que esos días de inclusividad se han acabado. Algunos han observado que los africanos de la diáspora en Francia a menudo no reciben el mismo trato que los negros estadounidenses, por no hablar de los artistas negros estadounidenses de renombre.

Francia tiene su propia historia de subyugación lingüística, con la imposición del aprendizaje del francés a los estudiantes de sus colonias y con el intento de erradicar otras lenguas. En cuanto a las antiguas colonias de Francia, su relación con la lengua es complicada. En algunas, como Argelia, la lengua francesa está perdiendo terreno a medida que los dirigentes de la nación tratan conscientemente de desprenderse de los vestigios del pasado colonial del país.

Mi apego al francés se debe a algunos paralelismos entre la historia de Francia y mi legado coreano. En varias ocasiones durante los siglos XIX y XX, Alemania y Francia se disputaron el territorio de Alsacia-Lorena y, por tanto, qué lengua se hablaría allí. Los coreanos conocemos bien los conflictos y dictados lingüísticos. El gobierno japonés prohibió el uso de la lengua coreana durante la ocupación de Corea desde 1910 hasta la rendición japonesa en la Segunda Guerra Mundial. En Corea del Sur, nos enteramos de la prohibición de la lengua francesa a través de un libro de cuentos que se asignaba en las escuelas primarias, “La dernière classe” (“La última clase”) de Alphonse Daudet. Lo leí en la escuela, y la historia también aparecía en el libro de texto de sexto curso de mis padres en la década de 1950; con esa profundidad resuena.

La dernière classe” trata de un alumno ocioso, Frantz, que vive en Alsacia en la época de la guerra franco-prusiana, hacia 1870. Un día llega tarde a la escuela y encuentra a su profesor, Monsieur Hamel, con aspecto grave. El profesor le explica que Alemania se ha apoderado de la región, que no volverá a verlos y que todas las clases del día siguiente serán en alemán. “Esta es la última clase de francés que tendrán, así que les ruego que presten atención”, dice el profesor.

Frantz escucha su lección de gramática francesa por primera vez y se pregunta por qué nunca apreció la elegancia del participio pasado. Cuenta al lector: “Monsieur Hamel nos dijo que el francés era la lengua más bella del mundo, la más clara, la más sólida: que debíamos protegerla y no olvidarla nunca, porque, aunque un pueblo se esclavice, mientras conserve su lengua, es como la llave de la cárcel”.

Al final de la clase, Monsieur Hamel escribe en grandes letras en la pizarra: “¡Viva Francia!”.

Como amante de las palabras, me cautivó la idea de que una lengua formara parte de tu humanidad y de tu identidad, que impulsara cada célula de tu cuerpo. La lectura de “La dernière classe” me hizo prometer que algún día aprendería francés. Y lo hice.

Para ser franca, me siento más cómoda en francés. El inglés es una lengua hermosa y encantada, pero a mi oído es agresiva y hegemónica. El francés, en cambio, es suave, romántico; articula las fuerzas al parecer contradictorias de la lógica y las emociones como ninguna otra lengua que yo conozca. Permite a la gente quejarse todo el día (un pasatiempo estereotipado de los franceses) y de alguna manera se las ingenia para mantenerse dentro de un rango civilizado. Es una lengua que me conecta con mi verdadero y mejor ser. Me une a las personas que a su vez sienten que la lengua me une a ellas.

El francés es, como decía Monsieur Hamel, una llave. Y, si de vez en cuando me da la oportunidad de saltarme la fila y tomar una mesa en la terraza, creo que me lo he ganado, al menos tanto como cualquier hombre blanco.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company