Opinión: Cómo negociar con el grupo criminal más grande de Colombia
NEGOCIACIONES CAUTELOSAS CON LOS GAITANISTAS PODRÍAN SER LA MEJOR OPORTUNIDAD DEL PAÍS PARA GARANTIZAR LA SEGURIDAD DE SU POBLACIÓN.
A finales de diciembre de 2023, el grupo armado más grande de Colombia comenzó a invadir Briceño, un pueblo de los Andes. Más tarde, los residentes me contaron que los militantes llevaban armas de última generación y se hacían llamar Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC). Los habitantes de Briceño relataron que los combatientes camuflados los reunieron con un mensaje sencillo: "Ahora mandamos nosotros".
Durante años, esta misma escena se ha repetido en pueblos de toda Colombia, ya que los gaitanistas, una organización ilegal que supervisa la mayor parte de los envíos de drogas del país y el tráfico de inmigrantes a través del tapón del Darién, se ha convertido en uno de los grupos delictivos organizados más poderosos de Sudamérica.
En diciembre de 2022, el presidente Gustavo Petro anunció que concretó acuerdos de cese al fuego con cinco grupos armados, incluidos los gaitanistas, con el objetivo de iniciar conversaciones de paz. Pero en marzo de 2023, Petro suspendió el cese al fuego con los gaitanistas, tras haberlos acusado de aprovecharse del acuerdo para continuar con sus actividades económicas ilícitas. La actividad militar contra los gaitanistas aumentó después de la suspensión y el recién creado Comando Conjunto de las Fuerzas Militares, respaldado por 30.000 soldados, la fuerza aeroespacial y la Armada colombiana, atacó al grupo armado.
En agosto de este año, el gobierno colombiano anunció que entablaría conversaciones con el grupo. Los gaitanistas — conocidos como el Clan del Golfo — y el gobierno de Petro han acordado crear un “espacio de conversación sociojurídico” con el objetivo de mejorar las condiciones de las comunidades locales y conseguir que los combatientes depongan sus armas.
Las conversaciones, que aún no tienen fecha, son el paso más reciente del plan de Petro para negociar con los grupos armados que operan en Colombia y encontrar la "paz total", tras medio siglo de conflicto interno con grupos guerrilleros y criminales. El gobierno también está en negociaciones con otras insurgencias rebeldes, el Ejército de Liberación Nacional, o ELN, y dos facciones escindidas de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, que depusieron las armas como parte de un acuerdo de paz en 2016. Pero las conversaciones con los gaitanistas serán las más complejas, pues este grupo está organizado y afianzado: se calcula que gana unos 4400 millones de dólares al año y cuenta con 9000 combatientes.
He sido testigo directo del alcance de la influencia de este grupo armado y de la amenaza que representa. A lo largo del año pasado, visité una docena de comunidades bajo control gaitanista, entrevisté a miembros actuales y antiguos — incluidos comandantes encarcelados — y hablé con miembros de las fuerzas de seguridad colombianas y gobernadores regionales, alcaldes y concejos vecinales electos. Se trata de lugares donde el control de la organización es tal que los pescadores deben pedirles permiso para salir al agua. Los residentes acatan los toques de queda establecidos por los gaitanistas en las principales carreteras. Los militantes del grupo se sitúan en las entradas y salidas de la ciudad para controlar quién entra y quién sale.
El afán de los gaitanistas de dominar territorios tiene una motivación económica. Tras apoderarse de una zona, el grupo monetiza todos los aspectos de la vida en ese lugar. Los negocios situados en tierras controladas por los gaitanistas deben pagar un impuesto si no quieren sufrir consecuencias violentas. Los campesinos nos contaron que están obligados a pagar por cada vaca que poseen o cada saco de patatas que producen. Incluso los proyectos de desarrollo son objeto de extorsión, ya que los gaitanistas cobran un porcentaje de los contratos de infraestructuras del gobierno. El grupo también cobra un impuesto por cada migrante que cruza el tapón del Darién (el año pasado atravesaron más de medio millón de personas).
Los gaitanistas no se limitan a solo eso. Cualquier palabra contraria al grupo puede acarrear una sanción violenta. Una vez establecidos en una zona, crean una red de informantes que se dedican a delatar a los vecinos y a menudo amenazan o cooptan a las autoridades locales. Es habitual que los combatientes dejen de llevar camuflaje y vivan entre la población local.
De forma alarmante, muchas empresas grandes y terratenientes ahora prefieren tener cerca a los gaitanistas porque ofrecen protección de otros grupos armados que pueden secuestrar, robar o extorsionar con menos disciplina. Esta simbiosis permite que los gaitanistas echen raíces profundas y permanentes en la sociedad.
Esta percepción forma parte de la estrategia del grupo. A menudo, al entrar en una nueva zona, "intentan parecer los buenos", me dijo un líder comunitario afrocolombiano. Prometen pavimentar carreteras, electrificar el pueblo o renovar escuelas. Hacen esas cosas y más. Los gaitanistas reclutan y pagan sueldos mejores que el salario mínimo y más fiables que los de la economía informal predominante. Algunos comandantes de nivel intermedio ganan más que un senador colombiano. "La población los ve como una agencia de empleo", me dijo un comandante de la policía regional.
Desde 2022, controlan la mayor parte de las exportaciones de cocaína y garantizan la entrega del 60% de la droga que sale de Colombia al mercado internacional, desde el mayor país proveedor del mundo. Los narcotraficantes les pagan a los gaitanistas en cada paso de la cadena de suministro, mientras que sus combatientes proporcionan seguridad a lo largo de las rutas de tráfico. De hecho, los gaitanistas tenían la mira puesta en Briceño como un conector vital en una ruta de tráfico que se extiende desde el centro geográfico de Colombia, cerca del río Magdalena, hasta el norte, en la costa atlántica, cerca de Panamá. Para ganar la ruta, los gaitanistas tuvieron que enfrentarse al ELN en las colinas y a las FARC en los corredores de tráfico montañosos. Los gaitanistas controlan Briceño lo necesario para que sea una parte importante de su ruta. El Ejército y un grupo armado disidente de las FARC llevan meses intentando retomarla, pero los gaitanistas siguen allí y utilizan la zona para sus operaciones.
El premio está claro: los gaitanistas quieren controlar todo el norte de Colombia. Si lo consiguen, estarán en condiciones de avanzar por la costa del Pacífico y hacia la frontera con Venezuela.
Al entablar conversaciones con los gaitanistas, que Colombia ha clasificado como grupo de delincuencia organizada, el gobierno espera reducir gradualmente la violencia en las zonas bajo su control y comenzar a negociar una vía hacia la plena desmovilización. No cabe duda de que esto llevará tiempo, pero una estrategia probable sería que los comandantes de alto rango ofrecieran confesiones completas a cambio de una reducción de sus condenas y que los combatientes de menor rango pidieran garantías de que podrán reintegrarse en la economía legal.
La estrategia tiene sus riesgos. Muchos colombianos y socios extranjeros desconfían de las conversaciones con un grupo que consideran violento e ilegal. El gobierno de Petro debe participar en estas negociaciones con cautela y evaluar su valor en cada paso. Su prioridad debe ser proteger a los civiles.
Para empezar, el gobierno debe calibrar el verdadero interés de los gaitanistas en la paz y lo que esperan a cambio. Esto es factible, ya que el equipo de seis negociadores de los gaitanistas incluye a sus principales dirigentes. Pero el gobierno debe estar preparado para abandonar las conversaciones si el grupo aprovecha el diálogo para expandirse o consolidarse. A pesar de las dificultades, las negociaciones son necesarias para acabar con una organización que se ha afianzado en cerca del 30 por ciento del territorio colombiano. La fuerza por sí sola no puede hacerle frente a la abrumadora amenaza que representan los gaitanistas.
El gobierno necesita una estrategia plausible para lidiar con todos estos retos. Podría pedirles a los gaitanistas una prueba de que realmente quieren la paz, por ejemplo, poniéndole fin a sus amenazas contra los líderes sociales en las zonas donde operan.
Pero parte del panorama también pasa por la fuerza. El ejército y la policía trabajan para combatir a los gaitanistas y desmantelar las rutas de tráfico. Esta presión es fundamental tanto para proteger a los civiles como para darle incentivos reales al grupo para que considere dejar las armas. Sin embargo, por sí sola no basta para frenar los devastadores niveles de violencia contra las comunidades. En este punto, el diálogo es vital.
Para facilitar las conversaciones, el Congreso de Colombia debe aprobar una ley que establezca las condiciones de la desmovilización. Los miembros gaitanistas armados de bajo rango necesitan garantías de que, si confiesan sus crímenes y se comprometen a no volver a cometerlos, podrán reincorporarse a la vida civil de forma segura. Las fuerzas de seguridad deberán estar preparadas para hacerles frente a quienes decidan no hacerlo, que pueden ser muchos.
A medida que aumente la confianza, los gaitanistas deberán ponerle fin a la violencia y retirar a los combatientes de las zonas pobladas a cambio de una reducción lenta y mesurada de la ofensiva militar del gobierno. Estos esfuerzos deberían conducir a un cese al fuego regional destinado a proteger a la población civil.
Estados Unidos y Colombia se han visto frustrados durante demasiado tiempo por los desafíos separados, aunque relacionados, de las economías ilegales y la violencia que producen. El papel preeminente de los gaitanistas en el tráfico de inmigrantes y de drogas seguirá siendo un reto para la aplicación de la ley. Pero los colombianos que viven bajo el control de este grupo necesitan protección, y una negociación prudente y cuidadosa podría ser la mejor oportunidad de Colombia para garantizar la seguridad de su pueblo.
Este artículo fue publicado originalmente en The New York Times.
c.2024 The New York Times Company