Opinión: Murió la reina. Ahora el Reino Unido debe soñar con su futuro

MI FAMILIA LUCHÓ CONTRA EL IMPERIO BRITÁNICO CUANDO INDIA BUSCABA LIBERARSE DE SU DOMINIO. CON LA MUERTE DE ISABEL II, ESPERO QUE EL PAÍS YA NO SIGA ANCLADO AL PASADO IMPERIAL.

En mi escritorio tengo una moneda de plata maltrecha que encontré luego de rebuscar en una caja. Me la dieron en 1977 —había una por cada niño de mi escuela primaria británica— para conmemorar el Jubileo de Plata de la reina Isabel II. Yo tenía 7 años y ella ya llevaba en el trono 25 años.

Como es de esperarse, mis recuerdos del Jubileo están fragmentados, veo unas cuantas imágenes de banderines, pastel y sombreros de plástico con la bandera del Reino Unido. Después, recibí otra moneda, que conmemoraba el matrimonio del príncipe Carlos y lady Diana Spencer, y cada tantos años a lo largo de mi vida ha habido otro aniversario, una boda o, últimamente, un escándalo mediático que me recuerda el papel que desempeña la monarquía en lo que —en ocasiones como estas— los comentaristas describen como “la vida de la nación”.

La muerte de la reina Isabel a los 96 años pone fin al reinado más largo de la historia británica y sucede en un momento en que la vida de la nación —y su futuro— parecen inciertos. La última aparición pública de la reina fue su encuentro con la nueva primera ministra, la cuarta persona en ocupar el cargo en siete años. El brexit ha desestabilizado las relaciones de la nación con sus vecinos más cercanos. La pandemia ha dejado cicatrices profundas, la inflación está en un nivel que no se había visto en 40 años y, en la antesala del invierno, una crisis energética parece destinada a empobrecer a muchas familias británicas.

En 1978, antes de que mi moneda quedara arrumbada en su caja, el poeta ultraconservador Philip Larkin recibió el encargo de escribir un verso para conmemorar el Jubileo. Él respondió con un cuarteto:

En tiempos en los que nada permanecía

sino que empeoraba o se volvía más extraño

hubo un bien constante:

ella no cambió.

Incluso entonces me parecía interesante que el valor psicológico de la reina para el país que regía era la continuidad. Desde el inicio, en 1952, de lo que los optimistas de la posguerra denominaron la “nueva era isabelina”, ya habían transcurrido enormes cambios sociales, resumidos por la propia observación humorística de Larkin: “Las relaciones sexuales comenzaron / en mil novecientos sesenta y tres”, en un momento en el que “le levantaron la censura al Chatterley / y los Beatles grabaron su primer elepé”.

Al igual que la década de 2020, la de 1970 se vio asediada por penurias económicas, agitación social y un sentido de menoscabo nacional. Muchos, como Larkin, sentían que el país estaba empeorando y tornándose “más extraño”, términos sugestivos que se referían a la presencia de inmigrantes de antiguas colonias y sus hijos de segunda generación. Ahí estábamos, de pie en la asamblea matutina, manoseando nuestras monedas de plata y cantando el himno nacional con los demás.

Tanto entonces como ahora, muchos británicos lamentan la grandeza imperial que la nación perdió y para ellos la pompa monárquica y la presencia de Isabel como su figura emblemática han sido un bálsamo para el dolor de un mundo cambiante.

La élite británica siempre ha comprendido que la monarquía es una pantalla en la que la gente proyecta sus propias fantasías y la mayor ventaja de Isabel como reina era su impasibilidad. Le gustaban los perros y los caballos, y rara vez demostraba emociones fuertes. Parecía aceptar que su función era que le mostraran cosas, muchas cosas: fábricas, barcos y tanques, costumbres locales, tipos de quesos y la manera correcta de atar las prendas tradicionales, recibir ramos de flores de niñitas que hacían reverencias y, a cambio, jamás debía verse aburrida o irritada ante lo que seguramente era, en gran medida, un cargo público aburrido.

La reina fue un puente entre las épocas colonial y poscolonial. Pero, para quienes tenemos una relación complicada con el pasado imperial del Reino Unido, la continuidad que representaba Isabel no era un bien absoluto. El lado paterno de mi familia estaba conformado por fervientes nacionalistas indios que trabajaron para acabar con el dominio imperial en 1947. Como muchas otras personas en el mundo cuyas familias lucharon contra el Imperio británico, yo rechazo su mitología de benevolencia e ilustración, y la demanda de deferencia ante la realeza me parece repugnante.

Isabel era reina cuando los oficiales británicos torturaron a los kenianos durante la Rebelión del Mau Mau. Era reina cuando soldados dispararon contra civiles en el norte de Irlanda. Pasó toda su vida sonriendo y saludando a pueblos originarios que le aplaudían en todo el mundo, una especie de fantasma viviente de un sistema de extracción rapaz y sanguinaria. A lo largo de toda esa vida, los medios británicos reportaron con entusiasmo las giras reales en los países de la Mancomunidad de Naciones que se independizaron, en coberturas concentradas en los bailes exóticos para la reina blanca y los cultos de cargamento dedicados a su consorte.

Mi esperanza es que, ahora que la pantalla de Isabel ha desaparecido, sea más fácil para los británicos reconocer lo malsano que es depender de la nostalgia imperial para reforzar su autoestima. Pese a su promesa de seguir el legado de su madre, al nuevo rey Carlos III se le dificultará ser una pantalla en blanco para las proyecciones de su pueblo.

En general, no es del agrado de la gente debido a cómo trató a su esposa Diana. A diferencia de su madre, se le conoce como un hombre con opiniones. Sus memorandos de la “araña negra”, cartas y notas escritas a mano que dirige a los ministros del gobierno sobre temas desde agricultura hasta arquitectura, han suscitado inquietudes de que, como soberano, se verá tentado a sobrepasar los estrictos límites constitucionales de la monarquía e incursionará en la política. Asciende al trono en una época de escrutinio mediático sin precedentes y su vida privada ha dado de qué hablar durante décadas. Además, a diferencia de su madre, él no representa una continuidad ininterrumpida con el imperio.

Claro que siempre ha habido una tradición antimonárquica en el Reino Unido. “She ain’t no human being” (ella no es un ser humano) cantaban los Sex Pistols en el año del Jubileo, lo cual les valió una expulsión de la BBC por lesa majestad. La película visionaria de Derek Jarman Jubileo imaginó a la reina Isabel I transportada por el mago de su corte de 1589 a un Londres contemporáneo apocalíptico, donde ve que a su homónima intentan robarle la corona. Por cada británico que cree que la piedra angular de la nación es la monarquía y la jerarquía que autoriza, hay otro que te recordará que los Windsor multimillonarios cambiaron su nombre alemán Sajonia-Coburgo-Gotha hasta la incómoda época de la Primera Guerra Mundial.

“There is no future in England’s dreaming” (no hay futuro en los sueños de Inglaterra) advertían los Sex Pistols. Este verso suele interpretarse como una expresión de nihilismo y desesperanza de vivir en un país tan anclado en su pasado. Mientras observo la otra cara de la moneda en mi escritorio, espero que con la muerte de Isabel II, a quien se le daban tan bien las ceremonias del pasado, sus súbditos empiecen a soñar con el futuro otra vez.

© 2022 The New York Times Company