Opinión: El millón de niños tibetanos en los internados de China

El millón de niños tibetanos adoctrinados en internados chinos (Matt Rota para The New York Times)
El millón de niños tibetanos adoctrinados en internados chinos (Matt Rota para The New York Times)

LA VASTA RED DE INTERNADOS EN EL TÍBET SEPARA A LAS FAMILIAS Y AMENAZA LA CULTURA TIBETANA.

Un día de finales de noviembre de 2016, de vuelta a casa en el Tíbet, recibí una angustiosa llamada de mi hermano en la que me decía que debía ver cómo estaban sus nietas. “Algo muy extraño está sucediendo”, me dijo.

Mis jóvenes parientes, que entonces tenían 4 y 5 años, acababan de matricularse en un internado preescolar que el gobierno chino había establecido en mi ciudad natal, Kanlho, una región seminómada en el extremo noreste de la meseta tibetana. Su nueva escuela era una de tantas —he encontrado por mi cuenta casi 160 de estas solo en tres prefecturas tibetanas— y formaba parte de la creciente red de centros preescolares de Pekín en los que los niños tibetanos son separados de sus familias y comunidades para ser asimilados a la cultura china.

Aunque solo habían pasado tres meses desde que las niñas empezaron en la escuela, mi hermano describió cómo ya estaban empezando a distanciarse de su identidad tibetana. Los fines de semana, cuando podían volver de la escuela con su familia, rechazaban la comida de casa. Se interesaban menos por nuestras tradiciones budistas y hablaban tibetano con menos frecuencia. Lo más alarmante es que se estaban distanciando emocionalmente de nuestra familia. “Podría perderlas si no hago algo”, se preocupaba mi hermano.

Preocupado, días después me dirigí a la escuela de las niñas para recogerlas durante el fin de semana. Cuando salieron por la puerta, me saludaron, pero apenas hablaron. Cuando llegamos a casa, las niñas no abrazaron a sus padres. Solo hablaban mandarín entre ellas y guardaron silencio durante la cena familiar. Se habían convertido en extrañas en su propia casa.

Cuando les pregunté por la escuela, la mayor me contó que el primer día varios niños, ansiosos por no poder comunicarse con unos profesores que solo hablaban mandarín, se orinaron y defecaron en los pantalones.

A medida que el gobierno chino persiste en su afán de legitimidad y control sobre el Tíbet, que tiene ya 70 años, recurre cada vez más a la educación como campo de batalla para hacerse con el control político. Al separar a los niños de sus familias y de su entorno familiar e introducirlos en internados donde puedan asimilarse a los súbditos chinos, el Estado apuesta por un futuro en el que generaciones más jóvenes de tibetanos se vuelvan leales al Partido Comunista Chino, súbditos ejemplares que sean fáciles de controlar y manipular.

En la actualidad, estos internados albergan a casi un millón de niños de entre 4 y 18 años, cerca del 80 por ciento de esa población. Al menos 100.000 de esos niños —y creo que hay muchos más— tienen solo 4 o 5 años, la edad que tenían mis sobrinas.

Después de escuchar las historias de las niñas, le pregunté a mi hermano qué pasaría si se negara a enviarlas. Se le salieron las lágrimas. Desobedecer la nueva política significaría poner su nombre en la lista negra de ayudas públicas. Otros que han protestado contra las nuevas escuelas han sufrido terribles consecuencias, aseguró.

Tampoco tenía otra opción. Aunque los internados chinos para niños tibetanos existen desde principios de la década de 1980, hasta hace poco habían acogido sobre todo a estudiantes de secundaria y bachillerato. Pero a partir de 2010, el gobierno, en preparación para la nueva ola de internados preescolares, empezó a cerrar escuelas locales, incluyendo la de nuestra ciudad natal. A continuación, hizo del preescolar un requisito previo para la escuela primaria. Aunque muchos de los nuevos internados están lejos de los pueblos de origen de los niños, negarse a inscribirse significaría que los niños crecerían con poca o ninguna educación y quedarían aún más marginados de una economía de la que muchos tibetanos ya están excluidos.

Preocupado por los cambios que observaba en mi familia, en los años siguientes me propuse visitar más de 50 internados en el norte y el este del Tíbet, zonas que China denomina provincias: Qinghai, Sichuan y Gansu. En el transcurso de mis tres años de trabajo de campo y reuniones con alumnos, padres y profesores, descubrí algo peor que cualquier cosa que hubiera podido imaginar.

Conocí a niños tibetanos que ya no podían hablar su lengua materna. Las escuelas controlaban de manera estricta las visitas de los padres. En algunos casos, los alumnos solo veían a sus familias una vez cada seis meses. Los dormitorios, los patios de recreo y los despachos de los profesores estaban muy vigilados. Vi cámaras de seguridad instaladas en las aulas, sin duda para asegurarse de que los profesores —muchos de los cuales eran jóvenes licenciados chinos con poca o ninguna formación en lengua y cultura tibetanas— solo utilizaran los libros de texto aprobados por el PCC.

En una escuela que visité en la ciudad nómada de Zorge, un niño añorante, en un tono muy tranquilo, dijo: “Cuando anochece y no puedo cuidar de mí mismo, extraño a mi madre y a mis abuelos”.

Una mujer de mi pueblo cuyos hijos pequeños habían sido enviados a un internado me dijo: “Cada vez que llegaba a casa agotada después de trabajar todo el día en la granja, quería abrazar a mis hijos de 4 y 5 años. Pero no estaban allí”. Para curar el dolor de su separación, ella y un grupo de otras jóvenes madres de su pueblo organizaron una peregrinación a pie de 1200 kilómetros hasta Lhasa.

Un aldeano me dijo: “Nos damos cuenta de que el gobierno no es nuestro. Cuando los funcionarios vienen a nuestro pueblo, no hablan nuestro idioma ni saben cómo comunicarse con nosotros”.

Otro preguntó: “¿Cómo pueden sobrevivir nuestra lengua y nuestra cultura si no somos capaces de impedir lo que ocurre?”.

La manera en que Pekín usa las escuelas para borrar la cultura tibetana no es nueva. Durante la Revolución Cultural, el gobierno prohibió la enseñanza del tibetano en muchas escuelas. Luego, en 1985, además de los internados que se habían creado dentro del Tíbet, Pekín puso en marcha su Programa de Escolarización en el Interior, que enviaba a los alumnos tibetanos a internados en la China continental. James Leibold, experto en políticas étnicas chinas, describió las escuelas como “un campo de entrenamiento de estilo militar sobre cómo ser ‘chino’ y cómo ajustarse a modos aceptables de actuar, pensar y ser”. En 2005, 29.000 alumnos tibetanos habían asistido a esas escuelas.

La tendencia no ha hecho más que acelerar para llegar a niños cada vez más pequeños. En marzo de 2018, en una reunión anual del parlamento, el presidente Xi Jinping dijo que “los valores socialistas fundamentales deben establecer el tono del hogar espiritual común de todos los grupos étnicos” y “deben ser alimentados entre la gente, sobre todo los niños e incluso en los jardines de infantes”.

El empeño de Pekín en separar a los tibetanos más jóvenes de su cultura por fin ha llamado la atención de Washington. El mes pasado, el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, anunció que Estados Unidos impondría restricciones de visado a los funcionarios chinos implicados en “la coerción de niños tibetanos en internados gestionados por el gobierno”. Mientras otros países como Canadá y Australia se enfrentan a su propia historia de internados coloniales, espero que sigan los pasos del secretario Blinken e intervengan mientras China reproduce con entusiasmo estos horrores en mi patria.

Solo me queda esperar que la atención internacional obligue a Pekín a replantearse su política y a cambiar el destino de niños como mis jóvenes parientes. Tras años de trabajo de campo, me preocupa profundamente el destino de la cultura tibetana: que desaparezca lentamente a medida que más y más niños se vean obligados a convertirse en chinos, y la cultura tibetana que conozco y aprecio no sobreviva para las generaciones futuras. O me preocupa que crezcan como extraños perpetuos en sus propios hogares, en su propia patria.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company