Opinión: La lucha por la narrativa del 6 de enero

(Will Matsuda/The New York Times)
(Will Matsuda/The New York Times)


El historiador neerlandés Pieter Geyl dijo: “La historia es un debate sin fin”. No siempre. Muchos de los grandes temas históricos están firmemente resueltos. Nadie sugiere de manera seria que el allanamiento en el caso Watergate estuviera justificado, e incluso Marjorie Taylor Greene se retractó de su afirmación de que el atentado del 11-S fue un trabajo interno.

En un principio, el mismo consenso parecía aplicarse a lo ocurrido el 6 de enero de 2021. “Como todos los estadounidenses, estoy indignado por la violencia, la anarquía y el caos”, dijo Donald Trump al día siguiente de los disturbios que él mismo inspiró. Trump parecía haber tachado la línea en su declaración dirigida a los alborotadores: “Ustedes no me representan. No representan a nuestro movimiento”. Incluso en ese momento, no se atrevió a decir eso. Pero sí dijo que no representaban al país, y la culpabilidad de aquellos que saquearon el Capitolio no parecía tener gran margen de duda.

Por supuesto, Trump no tardó mucho en pasar de condenar a los alborotadores a celebrarlos. Y con su reciente victoria de noviembre, la narrativa de la amenaza más grave que ha habido para la república estadounidense desde la Guerra Civil de pronto está en juego.

Para Trump, la nueva lucha sobre el 6 de enero es una oportunidad de reescribir no solo el momento más irresponsable de su irresponsable vida, sino la propia historia estadounidense.

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Para sus críticos, el 6 de enero se ha convertido en un aniversario insoportable; un recordatorio de cuánto músculo constitucional perdimos ese día y cuánto más podría desgastarse en los próximos cuatro años. En aquellos días, muchos nos consolábamos pensando que, a pesar de todo el trauma, al menos Trump se había ido para siempre. Ahora regresó, y su elección será certificada por segunda vez en la misma fecha en la misma cámara profanada por sus insurrectos.

Con el proceso penal de Jack Smith caído y las comisiones de investigación del Congreso en manos amigas, Trump tiene una oportunidad para borrar la mancha del 6 de enero en el movimiento MAGA. Ya ha empezado a sembrar la confusión entre los estadounidenses sobre a quién culpar. Aquellos que creen en el Estado de derecho y en la soberanía de los hechos tendrán que contrarrestar con la verdad el encubrimiento. No será fácil.

Hasta 2021, el 6 de enero no era un día importante en el calendario estadounidense. De 1892 a 1996, el ganador del voto popular también ganaba el Colegio Electoral, lo que significaba que el vicepresidente abriendo los certificados de los votos electorales era un ritual vestigial que rara vez aparecía en primera plana.

Lo fue el 6 de enero de 1961, cuando el vicepresidente Richard Nixon, que perdió por un pelo frente a John F. Kennedy, anunció la elección de JFK desde el estrado. Cuarenta años después, el vicepresidente Al Gore, quien venció a George W. Bush en el voto popular de 2000, anunció la victoria de Bush en el Colegio Electoral luego de que Bush ganara en Florida por 537 votos. Y el lunes, la vicepresidenta Kamala Harris pondrá la misma sonrisa apagada que lucieron Nixon y Gore, y anunciará que Trump ganó las elecciones.

Nixon calificó la declaración de la victoria de un adversario el 6 de enero como “un ejemplo llamativo y elocuente de la estabilidad de nuestro sistema constitucional”.

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Ahora el 6 de enero es más bien un ejemplo llamativo y alarmante de la fragilidad de nuestro sistema constitucional.

La Ley de Reforma del Conteo Electoral de 2022 ha hecho más difícil que el vicepresidente y las legislaturas estatales anulen elecciones. Pero la aterradora lección del 6 de enero sigue vigente: si el presidente está decidido a sabotear nuestro sistema, él (o ella) puede salirse con la suya. Y si a los votantes no les importa —como no les importó a la mayoría en 2024—, el saboteador en jefe puede volver a ocupar un cargo alto.

El 6 de enero está en el centro de lo que los historiadores probablemente considerarán una trágica serie de oportunidades perdidas. El comité del 6 de enero de la Cámara de Representantes hizo un trabajo magnífico al esclarecer lo sucedido y cómo se podía pedir cuentas a Trump. Pero el Departamento de Justicia de Merrick Garland se demoró demasiado en 2021 y 2022, y la Corte Suprema, negligente, dejó que el tiempo se agote.

Ahora Trump afirma que ese día nadie hizo “nada” malo, salvo algunos demócratas como Nancy Pelosi. “Nada” es una buena palabra para asociar con él sobre el 6 de enero. Eso es lo que hizo durante 187 minutos, mientras la Constitución que juró defender estaba siendo atacada. Estaba demasiado ocupado viendo la televisión.

Kash Patel, la elección de Trump para dirigir el FBI, ha recaudado dinero para las familias de los presos del 6 de enero y ha difundido extravagantes teorías conspirativas según las cuales agentes encubiertos del FBI instigaron el motín para desacreditar al movimiento MAGA. Patel, sometido al interrogatorio de los demócratas en sus audiencias de confirmación, tendrá que decidir si el 6 de enero fue un maravilloso “movimiento por la libertad de expresión”, como él lo llamó, o un motín inspirado por el FBI. No puede ser las dos cosas. De ser la segunda, ¿apoyará el indulto de los desalmados agentes del FBI que ha prometido despedir?

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Entre los alborotadores que Trump se ha comprometido a indultar podrían estar los condenados por atacar a 140 agentes de policía, muchos de los cuales resultaron gravemente heridos. Esto hace que los partidarios de MAGA que afirman apoyar una aplicación enérgica de la ley se retuerzan en una madeja de hipocresía. Apoyan a los uniformados… a menos que se trate de un golpe de Estado.

Por fortuna, las encuestas muestran que aproximadamente el 60 por ciento de los estadounidenses se oponen al plan de Trump de indultar a los insurrectos. Incluso a muchos votantes de Trump no les gustó lo que ocurrió ese día. Pero la incansable campaña del nuevo presidente para vender su narrativa exculpatoria podría difuminar el tema. El púlpito es un buen lugar para intimidar a los críticos y borrar de la memoria la bandera confederada cerca de la Rotonda y la soga para Mike Pence en el jardín.

Y tendrá mucha ayuda. Es fácil olvidar cuánto apoyo seguía teniendo Trump la noche del 6 de enero por parte de miembros que apenas unas horas antes se acobardaban de miedo. Incluso entonces, consiguió que 147 republicanos de la Cámara de Representantes y del Senado aceptaran impugnar los resultados de unas elecciones justas.

Para cubrir sus huellas, Trump siempre pasa a la ofensiva. Primero viene el “y qué hay de…” (“¿Y qué hay de los antifa en Portland y Minneapolis en 2020?”), seguido de la proyección. Así que ahora quiere que Liz Cheney sea procesada por “manipulación de testigos” porque habló con Cassidy Hutchinson antes del explosivo testimonio de Hutchinson en 2022 ante el comité del 6 de enero. Sus perros de ataque en el Capitolio saben perfectamente que es habitual que los miembros del Congreso hablen en privado con testigos amistosos de los comités. Ellos mismos lo hacen.

Ambas partes en la lucha sobre el 6 de enero intentan crear lo que el crítico Van Wyck Brooks denominó un “pasado utilizable”.

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A veces, estas grandes narraciones históricas se utilizan para el bien. Los fundadores aludieron a la Rebelión de Shays de 1786-87 —una revuelta de agricultores agobiados por las deudas en el oeste de Massachusetts— como argumento para desechar los Artículos de la Confederación y escribir una autoridad central más fuerte en la nueva Constitución de Estados Unidos, incluido el poder de “suprimir las insurrecciones nacionales”.

Y a veces el pasado no es más que el prólogo de la propaganda. Horst Wessel, un joven nazi que se creía que había sido asesinado por comunistas, fue convertido en mártir y celebrado en una infame canción nazi. No te sorprendas si el Coro J6 —formado por miembros del movimiento MAGA presos, cuya grabación se escuchó en los mítines de Trump— pasa de su versión del himno de Estados Unidos a “The Ashli Babbitt Song”, llamada así por la mujer asesinada a tiros mientras irrumpía violentamente en el Capitolio.

“La democracia es un proceso y sobreviviremos a este golpe”, dijo la semana pasada la representante Jamie Raskin, demócrata por Maryland. Pero también es un músculo que debe ejercitarse. La percepción futura del 6 de enero dependerá no solo de los hechos, sino de quién gane las próximas elecciones. La democracia determinará cómo se discute, sin fin, sobre la amenaza a la democracia.

Jonathan Alter es autor de American Reckoning: Inside Trump’s Trial - and My Own.

c. 2025 The New York Times Company