Opinión: Por qué Jesús amaba la amistad

EL CONCEPTO DE UN DIOS VULNERABLE ES UNA PARTE FUNDAMENTAL DE LA HISTORIA CRISTIANA.

El significado imperecedero de la Navidad es que representa quizá el rasgo más distintivo de la fe cristiana: el concepto de la encarnación, la creencia de que Dios cobró forma humana en Jesús. Los teólogos hablan de la “unión hipostática” de Jesús, es decir, de la misteriosa fusión de su divinidad y su humanidad.

La humanidad de Jesús se manifiesta en sus momentos de dolor, agonía, ira, frustración, alegría y compasión. Pero hay un aspecto particular de esa humanidad que me ha intrigado durante mucho tiempo: su amistad profesada con el resto de nosotros.

En el Nuevo Testamento, este punto se enfatiza en el capítulo 15 del Evangelio de Juan. El contexto es el discurso de Jesús ante sus discípulos, en el que les dice que como Dios Padre lo ha amado, así los ama él a ellos. El mandato que les da a sus discípulos es que se amen los unos a los otros. A continuación, Jesús dice esto: “Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Padre”.

John Swinton, ministro ordenado de la Iglesia de Escocia y profesor de la Universidad de Aberdeen, llama a este cambio de siervo a amigo un “profundo acto de renombramiento”.

Entiendo por qué la relación entre una deidad todopoderosa y unos seres humanos bastante menos que todopoderosos (entre el creador y lo creado, lo perfecto y lo imperfecto) se definiría por el sobrecogimiento, la reverencia y la obediencia de estos últimos. Pero una relación entre Dios y nosotros (entre Dios y yo, entre Dios y tú) que se defina como una verdadera amistad es sorprendente. ¿Por qué una entidad divina y trascendente, a la que las Escrituras se refieren como el Dios eterno, el Altísimo, no solo condesciende a volverse humano, sino que inicia una relación con nosotros que se define por el afecto mutuo, la intimidad y la autorrevelación? Así que me puse en contacto con ministros y teólogos para preguntarles qué significa que Jesús diga que somos sus amigos.

El hilo de la amistad se remonta al Antiguo Testamento, al libro de Isaías, donde el profeta transmite la descripción que Dios hace de Abraham como “mi amigo”. El concepto de Dios como amigo no es, pues, ajeno a la Escritura hebrea, aunque parece haberse limitado a Abraham y, de forma algo diferente, a Moisés, “como si tuvieran una relación especialmente íntima con Dios a diferencia de los demás”, en palabras del estudioso del Antiguo Testamento Tremper Longman III. “Pero hay una intensificación y expansión de la intimidad a medida que pasamos a Juan 15”, agrega.

Varias personas mencionaron lo revolucionario que era este concepto de amistad y señalaron que habría sido casi inaudito que un rey antiguo, y mucho menos Dios, se refiriera a sus súbditos como amigos de la forma en que lo hizo Jesús. Con toda seguridad, un rey terrenal no habría caminado y vivido entre ellos como lo hizo Jesús. En la antigüedad era muy improbable que personas de riqueza y estatus desiguales fueran amigas. Pero Jesús echó por tierra esas expectativas y la relación jerárquica entre Dios y los seres humanos.

“Jesús eleva a sus oyentes”, me dijo el filósofo Nicholas Wolterstorff, “al tratarlos como si estuvieran al mismo nivel que él”. Jesús reconoce el valor intrínseco de los seres humanos, que no solo están hechos a imagen divina, sino que también son sus confidentes y compañeros.

Scott Dudley, pastor sénior de la Iglesia Presbiteriana de Bellevue, Washington, me señaló que las palabras en el Evangelio de Juan revelan el amor y la gracia radicales de Dios. “Uno esperaría que Dios se hiciera amigo de personas dignas de él, educadas, valientes o, como mínimo, morales”, me dijo. Pero, en lugar de eso, Jesús eligió como seguidores suyos a los incultos (varios pescadores), los vilipendiados (Mateo, recaudador de impuestos del repudiado régimen romano), las personas que lo negarían (Pedro) e incluso lo traicionarían (Judas). El acceso a lo divino ya no es exclusivo de una casta especial de personas influyentes y privilegiadas. Y lo que Jesús hizo en el proceso fue alterar en lo más profundo la comprensión de la dinámica de poder entre Dios y los mortales.

El pastor Dudley me comentó: “El poder no puede generar amor. El poder puede generar obediencia, miedo, sobrecogimiento, sumisión a regañadientes, pero no amor. El Dios que viene a nosotros en Jesús no quiere sumisión a regañadientes; quiere que lo amemos y que seamos amados por él. Quiere una relación, incluso de amistad, y por eso vino con vulnerabilidad, no con poder”.

El concepto de un Dios vulnerable, manso y humilde de corazón era casi insondable para muchos en aquella época, y para muchos lo sigue siendo. Pero el concepto de un Dios vulnerable es una parte fundamental de la historia cristiana. Lo vemos en la vida de Jesús, desde su nacimiento en un pesebre y su llanto por la muerte de su amigo Lázaro hasta la angustia en el huerto de Getsemaní, donde fue traicionado la noche antes de su crucifixión. Jesús estaba acompañado por tres de sus amigos más íntimos, Pedro, Juan y Santiago, a quienes les pidió permanecer despiertos y orar con él (le fallaron, ya que Jesús los encontró dormidos, “exhaustos por la pena”).

Renée Notkin, copastor de la Iglesia de la Unión en Seattle, al explicar los versos de la amistad en el Evangelio de Juan, me dijo que las palabras de Jesús “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” son esenciales para entender el mensaje de Jesús. Entre otras cosas, una comprensión adecuada de la amistad cambia radicalmente la perspectiva sobre cómo debemos vivir en comunidad.

“Nuestro testimonio no es la doctrina correcta; es nuestra orientación relacional”, me dijo el pastor Notkin. “Como amigos de Jesús, nos amamos los unos a los otros, y eso incluye a las personas diferentes a nosotros. De hecho, nadie puede ser un ‘otro’, porque en Cristo nos pertenecemos unos a otros”. Estamos llamados a amarnos unos a otros, a honrarnos unos a otros, a acogernos unos a otros, a animarnos unos a otros y a compartir las cargas de los demás. “En lugar de ser personas que apestan por sus juicios y críticas, debemos ser un aroma de bendición, esperanza, alegría, paz y amor”, afirmó.

John Swinton contrasta la amistad tal como se entiende en la sociedad occidental contemporánea con lo que Jesús tenía en mente: “La amistad modelada por Jesús es con 'el de fuera', el marginado social, el estigmatizado, el paria, la prostituta, el pecador”.

Y añadió que: “Si la Iglesia pretende ser la comunidad de los amigos de Jesús, debe forjar amistades similares a las que forjó Jesús, con toda la gente, en especial con aquellos que han sido marginados o todavía lo son. El regalo de la amistad les muestra y les recuerda a las personas que son individuos valorados y, de hecho, valiosos. Es un don que la Iglesia debe ofrecer a todas las personas”.

El teólogo Curtis Chang me explicó que, en la vida de los cristianos, la amistad con Jesús no sustituye el llamado a obedecerlo ni elimina su autoridad. Chang lo comparó con una relación empleador-empleado que ha pasado a un nivel más profundo de confianza y conocimiento compartido. En esta lectura, aún debemos someternos a la autoridad de nuestro empleador, pero la relación se ha ampliado para incluir mucho más que eso. Jesús no renuncia a su papel de Señor y maestro; le ha añadido nuevas dimensiones.

“En la verdadera amistad, hay reciprocidad”, me comentó Shirley Hoogstra, presidenta del Consejo de Colegios y Universidades Cristianas. “Cuando Jesús llamó amigos a sus discípulos, los elevó y los acercó a la vez”. Sus mundos se fusionaron.

Cuando Jesús dijo a sus discípulos que los llamaría amigos en lugar de siervos, estaba expresando con palabras lo que demostró durante su vida, que es que Dios busca por encima de todo tener una relación significativa con nosotros. Jesús nos enseñó lo que significa depositar su confianza en nosotros, sincerarse, alentarnos y corregirnos, llorar con nosotros, amarnos e incluso morir por nosotros.

Esas son las cualidades que se ganaron el afecto de mi corazón como persona de fe cristiana (más que el poder de Dios, más que su perfección). Es el saber que podemos ser vistos por Dios y que puede conocernos, y que nosotros podemos verlo y conocerlo. Que lo necesitamos, pero que también, de algún modo esencial, él nos necesita.

Sin embargo, la amistad de la que habla Jesús viene con una condición. Al articular lo que Gail R. O’Day denomina su “teología de la amistad”, Jesús dice que, si somos sus amigos, haremos lo que nos manda, y especifica lo que eso significa varias veces en Juan 15: Ámense los unos a los otros como yo los he amado. Hay innumerables maneras de amar a los demás, según nuestros talentos y circunstancias de vida, pero el mandamiento es bastante claro. No solo debemos experimentar el amor; debemos extenderlo a los demás.

A lo largo de la historia y ciertamente en la actualidad, los cristianos con gran frecuencia se han quedado cortos, muy cortos, en el cumplimiento del mandamiento de Jesús; en muchos casos la fe cristiana ha sido despojada del amor. Cuando esto sucede, el cristianismo se convierte en una religión caracterizada por la dureza y el prejuicio, por la fragilidad y la arrogancia moral, por la falta de misericordia y de gracia. Los que dicen ser seguidores de Jesús, pero se comportan así, no se convierten en sus amigos, sino en sus enemigos.

A pesar de los fracasos, durante 2000 años siempre ha habido al menos un remanente de seguidores de Jesús que han llevado su vida como él lo mandó, hombres y mujeres cuyas vidas han sido tocadas y transformadas por la gracia y el amor de Dios. Conozco personas así. Para mí, cuando mi propia fe era confusa, incierta y abstracta, cuando tenía más preguntas que respuestas, cuando Dios parecía estar a un millón de kilómetros de distancia, estas personas fueron reflejos de lo divino.

Esas personas han compartido las alegrías de mi vida y me han ayudado a sostenerme en momentos de dolor y pérdida. Me han amado, como Jesús los amó a ellos. Son amigos de Jesús, pero también son amigos míos, y eso ha marcado la diferencia.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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