Opinión: Mi hija estaba muy viva. ¿Cómo es posible que ya no esté?

AUN CUANDO ESTOY DESTROZADA POR EL DOLOR, MI HIJA, QUE NOS DEJÓ A LOS 14 AÑOS, SIGUE ENSEÑÁNDOME. Y SEGUIRÁ HACIÉNDOLO SIEMPRE.

A finales de 2008, en la recta final de mi embarazo de Orli, entrevisté al actor Harvey Fierstein, quien entonces protagonizaba Hairspray. Al escabullirme en la multitud que se agolpaba entre los bastidores del Neil Simon Theater, y llegar más allá de los miembros del reparto, los técnicos del escenario y las personas que habían ido a felicitarlo, Fierstein se fijó en mi barriga. “¡Abran paso!”, rugió con aspereza. “¡Esta mujer lleva las esperanzas y los sueños de toda su familia!”. Todos rieron.

He pensado a menudo en ese momento durante las desconcertantes y terribles semanas transcurridas desde la muerte de Orli, a los 14 años. He pensado en lo increíblemente exultante que me sentía, en la expectación que todos parecíamos compartir.

Pensé en aquella noche cuando añadí unas palabras desgarradoras a mi vocabulario. Mi pareja, Ian, y yo somos av shakul y em shakula, en hebreo: un padre y una madre desconsolados. En inglés, la palabra bereaved (desconsolado) suena educada, incluso higienizada. Yo necesitaba una palabra tan demoledora como lo es la experiencia. Somos unos padres que han visto robado un futuro. Criar a un hijo es asumir que tú partirás antes que él, pero nosotros hemos enterrado a nuestra primogénita. He intentado procesarlo a través de otros idiomas. “Estoy de luto”, en español: por todo lo que fue y por todo lo que pudo haber sido. “Je suis en deuil”: estoy de duelo.

Unas semanas después de nacer Orli, la llevé conmigo a trabajar en un reportaje. Empezó a inquietarse. “¿Quién vas a ser, niña?”, le dijo con ternura el hombre al que estaba entrevistando. “¿Quién vas a ser?”. El mundo parecía entonces abrirse y despertar ante su nueva presencia, con esa cándida sensación de que, como me aseguró desde muy pronto mi padre, no debía tener miedo a estropearlo todo. Al fin y al cabo, habíamos sobrevivido como especie.

Todo ese potencial parecía confirmarse también en Orli, y después en su hermana, Hana: en sus temperamentos, en su curiosidad y, finalmente, en su resiliencia durante tres años y medio de terrible enfermedad. El diagnóstico de cáncer de Orli no torció esa capacidad de asombro que compartían: la agudizó, la hizo menos arbitraria. No hubo experiencias menores después de tantas horas de tantas semanas engullidas por los plomizos días en el hospital, en pasillos sofocantes bajo el reflejo de las luces fluorescentes, las interminables extracciones de sangre y los tratamientos que a veces parecían más propios de los barberos cirujanos que de la ciencia moderna. La alegría se podía encontrar en un paseo nocturno por la ciudad, en un maratón de series de televisión, en un buen ramen, en un rato de risas, en soplar a la perfección un diente de león, en el columpio de un árbol donde cabíamos dos o en una inesperada noche extra de vacaciones. El orgullo llegó con los conocimientos, con tanto esfuerzo adquiridos, que Orli enseñó a los demás sobre cómo atravesar las cosas más imposibles a las que una persona se puede enfrentar.

Me ha costado mucho, desde que escribí el panegírico para mi hija de 14 años, utilizar los verbos en pasado. ¿Cómo puedo aplicar el tiempo pasado a alguien que está tan presente? ¿Tan plenamente ella, tan plenamente formada, tan insistentemente viva? Cuando los médicos le preguntaron si de verdad quería seguir con el tratamiento, respondió con insistencia y exasperación: “¡Sí! ¡Han dejado de creer en mí!”.

Dicho esto, Orli no era ajena al miedo. Interactuó con el miedo: habló con él, se sumergió en él, quiso entenderlo, no huyó de él. Insistió en que nosotros, sus padres, no nos resistiéramos a él y no le mintiéramos sobre él. No quería morir, contrariamente a la falacia, al parecer sostenida por algunos de nuestros médicos, de que su voluntad de vivir se fue desvaneciendo a medida que sus posibilidades se atenuaron. Ni siquiera cuando el cáncer le arrebató gran parte de su autonomía, sus momentos de dignidad y, al final, su movilidad y, frustrantemente, incluso sus valiosísimas palabras, quiso dejar este mundo atrás.

En sus últimas semanas, comprendí instintivamente por qué lavarle los pies a una persona es un acto sagrado.

Mientras nuestro mundo se estrechaba, nadie pudo explicarnos lo suficiente cómo ayudarnos —a nosotros o a ella— a contemplar, sin rabia o histeria, la monstruosa posibilidad de la muerte a una edad tan prematura. Tuvimos tanto impulso hacia adelante durante tanto tiempo, que parecía inconcebible.

Aun así, en algún momento, su sentido del tiempo pareció cambiar: antes hablaba de ir a la universidad; después solo quería ir al bachillerato. Me preguntó por qué no la había inscrito a un campamento de verano. Un médico de cuidados paliativos, de visita junto a su cama, le preguntó si había algún lugar que le gustaría conocer. Ella dijo que quería ir a Tokio.

La pérdida de Orli es una extremidad fantasma que me despierta por la noche o, a veces, yace dormida conmigo durante horas; nunca sé si pasará una cosa o la otra. Hace poco, al ver a unos viejos amigos, bromeé, sin llorar, sobre lo asombrosos y terroríficos que son los primeros siete días del luto judío —la shivá—: como una especie de cóctel en el infierno. La noche anterior, en un encantador restaurante, empecé a llorar, porque sí, sobre mi plato, y corrí para huir de la mesa. Ahora solo uso máscara de pestañas resistente al agua.

La ausencia de Orli es una presencia palpable. Como me dijo Hana: “Este es nuestro primer mayo sin Orli”. Ya hemos hecho nuestro primer viaje por carretera sin ella, y nos hemos llevado como mísero sustituto uno de los adorados zorros de peluche de Orli. Cada uno de nosotros ve los lugares nuevos como nos imaginamos que ella los habría visto, y los ya conocidos, como ella los recorriera una vez; nos preocupa lo difícil que será hacer sin ella las cosas que estaba deseando hacer.

El tiempo tiene ahora un carácter difuso. La otra noche, fui a una clase de baile, con la idea de centrarme en el movimiento, hasta que me apunté y me di cuenta de que era el mismo estudio donde Orli bailaba hasta que llegó la enfermedad. Me vi allí, unos 40 meses antes, hablando con su profesora sobre el dolor extraño que impedía a mi hija asistir a clase.

Los amigos y compañeros me preguntan a diario cómo estoy. Intento explicarles que siento una tristeza terrible, inefable y surrealista, pero no siempre me siento desdichada. Hana es, después de todo, nuestra alegría. Pero el dolor que siente por haber perdido a su hermana es concreto y de dimensiones diversas; le preocupa el presente alterado y es consciente del futuro cambiado. En los primeros días, su dolor en carne viva era tal que apenas podíamos sostenerla en medio de su conmoción. A Hana le preocupaba estar tan enfadada con Dios que Dios se enfadara con ella. Le explicamos que venimos de una tradición donde se cuestiona a Dios y nos enfrentamos a él. La tranquilizamos: todos estamos enfadados. Al fin y al cabo, Hana solo tiene 9 años. Sigue necesitando que corramos con ella hasta el parque, para seguir experimentando el mundo de nuevo. No podemos hundirnos. Debemos flotar todos juntos.

La peculiaridad del duelo por una adolescente es que sigue habiendo mucha Orli que absorber. Una parte nos llega a través de las anécdotas que cuentan los amigos y conocidos, y otra por lo que escribió en sus diarios. La gran mayoría proviene de su teléfono, que sigue vivo con sus fotos y sus videos, los comienzos de historias que escribió, con talento y mordacidad, con observaciones mundanas, con rabia. La Orli de su teléfono no está atada por la terrible cronología de su enfermedad; puede andar, puede bailar, puede narrar su propia historia. A veces echo de menos su teléfono cuando estoy lejos de él. Lo ansío. Me lo suministro en pequeñas dosis.

Pero las historias del teléfono de Orli son finitas. Tengo todas las fotos de Orli que tendré jamás. Solo puedo mirar hacia atrás.

Tampoco puedo cambiar lo que para ella quedó por resolver. No puedo acabar las historias que empezó a escribir, ni responder a los mensajes de texto que siguen sin respuesta. No puedo pedirles que mantengan la relación a quienes han dejado de relacionarse.

“No he tenido un año completo desde que empezó esto”, me dijo unas semanas antes de morir; se refería a un año dedicado en exclusiva a los estudios y a la infancia, sin pasillos de hospital, sin cirugía y radiación, sin quimioterapia, extracciones de sangre y miedo. Una vez me dijo que la vida había terminado para ella cuando empezó el cáncer. Pero en realidad no era cierto. Vivió inmensamente cada momento. Ya no era una vida que ella hubiese elegido, ni nosotros. Orli sabía que era más madura que sus compañeros y, al mismo tiempo, que se estaba perdiendo las cosas que hacen que la infancia sea infancia y que permiten madurar hasta la madurez.

Unas semanas después del funeral, soñé que me robaban la cartera. Les suplicaba a todos los que me rodeaban que me la devolvieran, llorando irracionalmente por haber perdido también a mi hija. Cuando me desperté, me di cuenta de que la cartera que describía en el sueño —un pequeño monedero morado, con cremallera, en el que se lee “Steve’s Pack Jerusalem”— era la que llevaba el año que cumplí 20 años, cuando tenía por delante toda mi vida, con su potencial y teórica alegría. Por aquel entonces, no sabía nada de este dolor, de esta sensación que tengo a veces de andar por ahí sin ninguna capa dérmica que me proteja del mundo. En el sueño, me devolvían la cartera de Orli, en vez de la mía.

En el desgarrador tiempo transcurrido desde que nos dejó, hemos luchado por entender cómo es posible que una vida tan grande ya no esté aquí. Me consuela saber que, la noche que murió, sus últimas palabras fueron para decirle a su hermana que la quería. Me consuela saber que todos le susurramos, una y otra vez, que la queríamos, aun en esos últimos momentos, aun cuando sentí que me estaba dejando. Me quedé tumbada con ella durante horas después de que se marchara, sabiendo que nunca volvería a tener esa oportunidad, hasta que Ian tuvo que decirme con delicadeza que era el momento de dejar entrar a los hombres de la funeraria.

Hace poco, varias personas me contaron serenamente que ella las había ayudado de algún modo, que las había inspirado o ayudado con su propio dolor. Si ella pudo seguir comprometiéndose, y preocuparse por algo más que ella misma, ellos también podrían. Su instinto fue siempre ayudar, escribir a la chica en la otra punta del país que lidiaba con la caída del pelo a causa de la quimioterapia, averiguar si el hermano de un amigo necesitaba consejo sobre cómo superar esos momentos en el hospital, estar pendiente de si un niño recién diagnosticado necesitaba consejos sobre cómo hacer una vida con cáncer más llevadera e incluso animar a bailar a alguien que pasaba por un divorcio. De modo que, aun cuando estoy destrozada por el dolor, Orli sigue enseñándome. Algunas de las lecciones son básicas, pero merece la pena repetirlas: es importante comunicarse, una y otra vez, aunque sea de pequeñas formas. Es importante hacer visitas. Es importante cuidar.

Sorprendentemente, sigo despertando cada mañana. En los primeros momentos de cada día, una parte de mí sigue preguntándose si la realidad volverá a recolocarse de algún modo, o si este nuevo desorden está aquí para quedarse. Solo tuvimos el honor de contar con la presencia de Orli durante 14 años. Pero su espontaneidad, su desenfado, su alegría y su dolor son nuestros para siempre, aunque vivamos otros 50 años sin ella.

c.2023 The New York Times Company