Opinión: La herida autoinfligida de Israel

El 24 de julio, la Asociación Estadounidense de Antropología aprobó una resolución para boicotear a las instituciones académicas israelíes. Se trata del tipo de gesto iliberal con un blanco que genera extrañeza (la asociación le confirmó a The New York Times que no ha aplicado ningún boicot similar en contra de las instituciones académicas de ningún otro país, ni siquiera de Rusia) y que cualquier otro día me habría enfurecido.

Pero, ¿para qué enfadarme por el daño que algunos ociosos antropólogos pretenden causarle al Estado judío cuando el propio Estado se trata mucho peor?

La resolución del grupo coincidió con el voto del Knéset israelí a favor de aprobar legislación polémica que limita las facultades del poder judicial. Es un verdadero desastre para Israel, no porque esa ley sea “antidemocrática” (si acaso, es demasiado democrática, al menos en el sentido meramente mayoritario de la palabra), sino porque amenaza con privar al país de su arma más potente: la firme lealtad de sus ciudadanos más productivos y con más clara conciencia cívica.

Con esos ciudadanos (los emprendedores del sector tecnológico, los reservistas de la Fuerza Aérea, los novelistas y médicos de fama mundial), Israel se ubica en la misma liga que Suiza y Singapur: una nación “boutique”, pequeña e imperfecta, pero asociada en general con la excelencia en decenas de disciplinas.

Sin esos ciudadanos, Israel pertenece al mismo club que Hungría y Serbia: un país pequeño, insular y de lo más corrupto, bueno sobre todo para prolongar sus agravios.

Por eso importan menos los detalles de la legislación que la manera en que se creó y los motivos de quienes la impulsaron. En su mayoría, representan a los ciudadanos menos productivos y participativos de Israel, los judíos ultraortodoxos a favor de prestaciones sociales y exenciones militares, los colonizadores que desean ser su propia ley y los ideólogos de grupos de expertos que aprovechan su mayoría temporal para obtener exenciones, beneficios, inmunidad y otros privilegios que le hacen burla a la idea de la igualdad frente a la ley.

Tampoco quiere decir que la idea de una reforma judicial no tenga ningún mérito, al menos en los abstracto. Israel tiene un poder judicial con atribuciones inusuales que, a lo largo de varias décadas, se ha atribuido facultades que nunca se otorgaron de forma democrática y en otros países se consideran estrictamente políticas, como decretar si las acciones y designaciones ministeriales son “razonables”. La doctrina de lo “razonable” fue el objeto de la legislación del 24 de julio.

Además, Israel no cuenta con una Constitución escrita que establezca con claridad, como lo hace la estadounidense, la separación de poderes. Por si fuera poco, no cuenta con ningún mecanismo institucional significativo de control del poder ejecutivo o el legislativo fuera de la Corte Suprema. La corte se encarga de garantizar el respeto a los derechos humanos, civiles, de las mujeres y las minorías y de que las mayorías parlamentarias no puedan sencillamente hacer lo que les plazca.

Al mando de un primer ministro más escrupuloso que Benjamin Netanyahu, quizá habría funcionado un amplio acuerdo entre el gobierno y la oposición, un pacto que refrenara al poder judicial sin eliminar partes esenciales, sin darle a ninguno de los bandos la victoria total, sino más bien mantener un amplio consenso social. Isaac Herzog, el presidente de Israel, pasó meses con sus asesores legales para crear propuestas que cumplieran precisamente esos objetivos.

Pero el objetivo de la legislación no es lograr una reforma… y mucho menos crear consenso. Es un vil ejercicio de poder político puesto en práctica por legisladores decididos a intentar obtener impunidad legal de un tribunal que ha hecho todo lo posible para que rindan cuentas. Israel no estaría en este desastre nacional si Netanyahu no intentara asirse al poder para librarse de una acusación penal en su coalición de intolerancia, corrupción, dependencia y extremos.

Un estadista se sacrifica por su nación. Un demagogo sacrifica a su nación para salvarse.

La crisis que vive Israel se describe en ocasiones como una batalla entre la izquierda y la derecha, entre la bandada secular y la religiosa, entre judíos de origen askenazí y de origen mizrají. Todas estas son generalizaciones exageradas. Netanyahu es un vástago de las élites seculares askenazís, mientras que muchos de la oposición, como el ex primer ministro Naftali Bennett, observan las normas religiosas y son de derecha.

Lo que sí es cierto es que la nueva línea divisoria en Israel, como ocurre en muchas otras democracias, ya no está entre los liberales y los conservadores. Esa línea divide a los liberales de los iliberales. A quienes están convencidos de que la democracia abarca un conjunto de normas, valores y hábitos que respetan y hacen valer límites marcados en el poder de aquellos que aprovechan su mayoría para hacer lo que les place en cuestiones políticas, para lograr en cierto momento hacer lo que les plazca en cuestiones de derecho.

Quizá debido a la larga historia de desposeimiento de los judíos, muchos israelíes parecen estar muy conscientes del peligro. Una encuesta realizada la semana pasada con 734 fundadores y directores ejecutivos israelíes de empresas emergentes y de inversión en primeras fases reveló que más de dos terceras partes de los encuestados estaban tomando medidas para sacar sus bienes de Israel antes de la aplicación de la nueva ley. También se dice que ahora más israelíes tramitan un segundo pasaporte. Las dificultades demográficas de Israel son bien conocidas, pero hay una dificultad más que se deriva ellas: si quienes convirtieron a Israel en el milagro económico descrito en “Startup Nation” optan por abandonar el lugar, se erosionará la base a largo plazo del poder de Israel. Ningunas oraciones salvarán a Israel si no cuenta con una economía de primera clase que le permita mantener un ejército dominante en la región.

Los israelíes tienen cierta afición por la exageración y esta semana se han escuchado muchos lamentos en torno al “fin de la democracia israelí”. Es una admisión de la derrota que no está justificada y una franca exageración: la democracia israelí ha sobrevivido peores situaciones.

De cualquier manera, como me recordó un amigo de Jerusalén, bien dice el viejo proverbio jasídico que, antes de caer, parece que solo te inclinas.

c.2023 The New York Times Company