Opinión: La gente de Shanghái se pregunta de qué sirvió todo

La gente de Shanghái se pregunta de qué sirvió todo (The New York Times)
La gente de Shanghái se pregunta de qué sirvió todo (The New York Times)

DESPUÉS DE HACER GRANDES SACRIFICIOS PARA CONTENER EL VIRUS, LOS CIUDADANOS CHINOS AHORA DEBEN ENFRENTARLO DE MANERA DIRECTA.

SHANGHÁI — Durante casi tres años, salir de mi departamento implicaba una rutina no muy distinta a la de un piloto de avión antes de despegar. Cubrebocas: puesto. Desinfectante de manos antiviral: a la mano. Código verde en mi celular con la prueba negativa de COVID más reciente: preparado. Valor para salir a la calle y arriesgarme a que me encierren en algún lugar: listo.

Y entonces, de repente, la engorrosa estrategia china de “cero COVID” y la propaganda alarmista se acabaron. Casi de la noche a la mañana, un Gobierno que hacía poco se había comprometido a “apegarse de manera inquebrantable” a su enfoque de no tolerancia ha virado hacia el otro extremo, haciendo girar la ruleta de la salud pública y dejando que el virus haga estragos entre una población ansiosa y totalmente confundida.

Durante gran parte de la pandemia, China estuvo relativamente a salvo. Cenamos, bailamos y trabajamos con poco riesgo de infección en comparación con el resto del mundo. Pero teníamos nuestros propios temores a los cierres repentinos y duros, a acabar en una gigantesca sala de cuarentena con mil camas, inodoros portátiles y luces brillantes. En cualquier momento, el centro comercial en el que compraba o el edificio en el que trabajaba podían cerrarse durante días por un caso sospechoso. La noticia de un cierre inminente bastaba para hacer que los trabajadores y clientes escaparan hacia las salidas. Una vez, al pasar por un restaurante de mi barrio de Shanghái, vi a los clientes del interior acurrucados contra la ventana, intentando ponerse cómodos para poder dormir. Empecé a llevarme el cargador del celular y mi neceser a todas partes.

En 2020, al principio de la pandemia, envié a mis dos hijos pequeños de vuelta a los Países Bajos. Desde entonces he ido y venido, dividiendo mi tiempo entre ellos y mi trabajo como periodista en China. En las brevísimas visitas familiares pesaba la ansiedad de no contraer COVID para que me permitieran volver a China. Pasé casi tres meses de mi vida en cuarentena de reingreso en hoteles chinos.

Otros, tanto extranjeros como chinos, la pasaron mucho peor. Muchos de los que tenían parientes en el extranjero no pudieron verlos durante meses o incluso años debido al endurecimiento de los controles fronterizos chinos. Las restricciones de viaje, los cierres arbitrarios de ciudades y los daños económicos provocaron la pérdida de empleos y negocios. El duro cierre de Shanghái, que comenzó a finales de marzo y duró dos meses, acaparó la atención mundial debido a la escasez de alimentos, el costo mental que pagaron los ciudadanos, las muertes innecesarias, pues la gente no podía llegar a los hospitales, y las mascotas asesinadas de manera brutal a manos de los trabajadores sanitarios y la policía. Pero difícilmente era la única ciudad china que sufría.

Al llegar a Shanghái en junio, al día siguiente de su reapertura, pude ver el trauma en los rostros a mi alrededor. La gente llenaba sus congeladores de comida por si se producía otro bloqueo y se agolpaban como zombis en las colas para las frecuentes pruebas obligatorias de COVID. La ciudad seguía presa de los “dabai”, o “grandes blancos” —los trabajadores sanitarios omnipresentes del gobierno y la policía con sus temidos trajes de equipo de protección blancos de la cabeza a los pies, que introducían hisopos en las gargantas o se llevaban a la gente para que estuviera en cuarentena. Era difícil imaginar a una persona dentro de esas siluetas blancas y saber que controlaba el destino de todos. Miraba detrás de las caretas de plástico y las gafas, buscando un par de ojos con un destello de empatía. Normalmente fracasaba. Parecían criaturas robóticas sacadas de una película de ciencia ficción. Solo cuando veía a uno haciendo un recado en patineta, o bromeando con otro “dabai”, me parecían brevemente humanos.

Hacía tiempo que estaba claro que las variantes del COVID como ómicron eran más contagiosas, pero a menudo menos peligrosas para muchas personas. Sin embargo, China no tenía plan para salir de ese lío incluso mientras las medidas contra la COVID sofocaban la economía. Cada día me cruzaba con más tiendas cerradas. Un joven “dabai” me dijo que se había formado como ingeniero, pero que el único trabajo disponible era vigilar las instalaciones de cuarentena. El sacrificio individual por el colectivo es un mantra del Partido Comunista. Pero no se sostenía. La sociedad sufría colectivamente, ¿y para qué?

A finales de noviembre, los dirigentes chinos por fin cedieron cuando los ciudadanos hartos salieron a las calles para decir basta. Y funcionó. El gobierno cambió de tono tan repentina y completamente que nos dejó sintiéndonos como el personaje de dibujos animados que corre por un acantilado, pero se queda suspendido en el aire hasta que se da cuenta de que está a punto de caer. La línea oficial pasó de “adhesión inquebrantable” a la estrategia “cero COVID” a, básicamente, “arréglate como puedas”. Cientos de millones de personas, con escasa inmunidad natural, corren ahora riesgo de infección, muchas de ellas personas mayores sin las vacunas suficientes. Las muertes relacionadas con la COVID están aumentando.

Hasta hace poco, gran parte de mi espacio mental estaba dedicado a mantenerme al día de las últimas normativas para evitar acabar en las garras del “dabai”. Sin embargo, no se puede desconectar una sensación de pavor reforzada de manera constante durante tanto tiempo. Las autoridades han relajado los requisitos de las pruebas pero, por costumbre, sigo pasando a veces por mi cabina de pruebas local, una de las pocas que no fue desmantelada apresuradamente. El hisopo que roza mi garganta me reconforta y me hace sentir segura.

Por supuesto, muchos se alegran de que la normativa de “cero COVID” haya desaparecido. Una mujer con la que hablé en un pueblo había soportado tres encierros solo este año. Ahora estaba infectada y visiblemente enferma. Pero, dijo, “cualquier cosa es mejor que quedarse adentro”.

La voluntad de los ciudadanos chinos para cumplir las medidas contra la COVID, a menudo irrazonables e ilógicas, siempre me llamó la atención. Algunos cuantos despotricaban a puerta cerrada, pero la mayoría se tragaba la propaganda del miedo. El prolongado compromiso nacional de “cero COVID” no habría funcionado de otro modo. Como era de esperar, ahora la gente se aferra con el mismo entusiasmo a la nueva línea oficial acerca de que cada persona es responsable de mantenerse libre del virus y que para muchas personas sanas solo se trata de una gripe fuerte.

Después de soportar tanta ansiedad y trastornos en sus vidas con el objetivo de suprimir la COVID, los habitantes de China tienen que enfrentarse al virus de todos modos, con los viejos temores sustituidos por otros nuevos. Además de cubrebocas y antisépticos, ahora se esfuerzan por obtener analgésicos y antigripales, preparándose para la creciente ola de COVID. Quizá cobre pocas vidas. Puede que muchos mueran. De cualquier manera, ¿de qué sirvieron estos tres años de esfuerzos y sacrificios?

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2022 The New York Times Company