Opinión: Hay una forma correcta y una incorrecta de aplicar sanciones

LAS SANCIONES A INDIVIDUOS OFRECEN UNA EXTRAORDINARIA FORMA DE RENDICIÓN DE CUENTAS PARA LOS AUTOCRATAS.

Pascale Solages, una activista anticorrupción de Haití, lloró de alegría el mes pasado cuando se enteró de que el Departamento del Tesoro de Estados Unidos por fin había sancionado a Michel Martelly, expresidente de Haití acusado de tráfico de drogas, lavado de dinero y de fomentar la existencia de pandillas violentas en Puerto Príncipe. Era una señal de que el gobierno estadounidense, que en su día apoyó a Martelly, estaba escuchando al pueblo haitiano. Y despertó sus esperanzas de que Martelly, radicado en Miami, pudiera acabar por perder su influencia política y ser llevado ante la justicia.

“Es un paso muy importante”, me dijo.

Sus palabras me impactaron porque en los últimos años he criticado la proliferación de sanciones estadounidenses, tras leer compulsivamente artículos de investigación sobre los daños colaterales que causan. Cuanto más leía, más me convencía de que imponer sanciones paralizantes a países enteros — como en el caso de Cuba, Irán y Venezuela — es contraproducente. Crean miseria generalizada, pero refuerzan el control de los autócratas sobre el poder al llevar a la quiebra a empresas independientes que podrían haber servido de contrapeso. Las que quedan en pie pasan a estar en deuda con el régimen o con redes criminales que pueden ayudarles a eludir las leyes estadounidenses.

Las sanciones también resultan contraproducentes al empujar a adversarios como Cuba, Irán y Venezuela a los brazos de Rusia y China, lo cual solidifica lo que se ha llamado el “eje de los sancionados”. No me crean sin comprobarlo por ustedes mismos. Lean el análisis que The Washington Post publicó este verano sobre cómo incluso altos funcionarios estadounidenses temen que las sanciones, que se han convertido en una herramienta de primer recurso, se estén utilizando en exceso. O lean la carta que cientos de juristas de todo el mundo escribieron al presidente Biden el mes pasado, en la que calificaban las sanciones a Irán, Cuba, Siria y Corea del Norte de “castigo colectivo”.

Sin embargo, el congelamiento de activos y la negación de visados a individuos, como el expresidente haitiano, puede ser otra historia. Sanciones selectivas como éstas son a menudo la única manera de hacer que los cleptócratas y los violadores de los derechos humanos rindan cuentas. Aunque las sanciones no cambien el comportamiento, envían una señal clara e imponen un estigma que puede servir de advertencia a otros. Causan menos daños colaterales y brindan más oportunidades para llegar a acuerdos que puedan cambiar el statu quo. Una vez impuestas, proporcionan a Estados Unidos una valiosa baza para negociar, como la promesa de descongelar activos si el infractor libera a los presos políticos o abandona el poder.

Thomas J. Biersteker, que asesora a las Naciones Unidas y a varios gobiernos en el diseño de sanciones selectivas eficaces, me dijo que las sanciones selectivas a personas concretas “ofrecen más opciones y oportunidades” que las sanciones generales a países enteros. En su opinión, los gobiernos deberían ser más estratégicos a la hora de utilizarlas y experimentar más a menudo con su revocación para ver si se produce un cambio de comportamiento. “Por eso digo que las sanciones se utilizan en exceso, pero se desaprovechan”, afirmó.

No son perfectas. Siguen sin resolverse las cuestiones relativas al debido proceso: cuántas pruebas de mala conducta deben exigirse para imponer sanciones a alguien y para saber si sus cónyuges o hijos pueden ser sancionados.

Sin embargo, en los países que desean seguir siendo bien vistos por Washington, someter a un malhechor a sanciones puede producir resultados rápidos. En 2019, las sanciones contra un oligarca letón corrupto llevaron al gobierno de Letonia a despojarlo del control de un puerto que dirigía. En 2022, las sanciones estadounidenses contra un juez ucraniano notoriamente corrupto ayudaron a impulsar algunas reformas judiciales esperadas desde hacía mucho tiempo.

Y el año pasado, en Guatemala, las sanciones selectivas ayudaron a rescatar al presidente democráticamente elegido del país, Bernardo Arévalo, un activista anticorrupción, de un golpe de estado de la élite cleptocrática. Cuando fuerzas poderosas parecían dispuestas a impedir que Arévalo asumiera el cargo, dos cosas salvaron la democracia del país. La primera fue un movimiento de protesta inesperadamente fuerte iniciado por líderes indígenas y jóvenes guatemaltecos. La segunda fue el gobierno de Biden y Harris, que canceló casi 300 visas estadounidenses de miembros de la élite guatemalteca y sancionó a Miguel Martínez, estrecho colaborador del presidente en funciones, Alejandro Giammattei, por corrupción e “interferir en la transferencia democrática de poderes del país”.

Un mes después, Arévalo prestó juramento. “El gobierno de Biden y Kamala Harris ha sido muy importante para la democracia en Guatemala”, me dijo Andrea Reyes, legisladora guatemalteca del partido Movimiento Semilla.

Por supuesto, victorias como estas son frágiles y más difíciles de alcanzar en países a los que no les importa enemistarse con Washington. En Venezuela, la herida sangrante del hemisferio occidental, el gobierno de Biden moderó las sanciones petroleras a cambio de unas elecciones libres y justas. Pero el presidente Nicolás Maduro se ha negado a abandonar el poder desde las elecciones presidenciales de julio, en las que casi con toda seguridad fue derrotado. En lugar de ello, se atrinchera y reprime a manifestantes y rivales políticos. Edmundo González, exdiplomático que se cree que ganó las elecciones, huyó a España. María Corina Machado, líder de la oposición, se encuentra escondida.

Estados Unidos no puede cruzarse de brazos. No tiene más remedio que seguir añadiendo personas a la lista de venezolanos sancionados. Aunque no consigan sacar a Maduro del poder, las sanciones son una forma de conseguir un mínimo de justicia para el pueblo de Venezuela.

Maduro y su esposa ya han sido objeto de sanciones, pero hay una serie de empresarios relacionados con el régimen que permanecen intactos, incluidos 232 oficiales y ex mandos militares que viven en Florida o tienen negocios allí, según Ewald Scharfenberg, un periodista de investigación venezolano.

“Es casi una broma”, me dijo.

Su reportaje sugiere que uno de los miembros más infames del régimen de Maduro, Alexander Enrique Granko Arteaga, a quien la Unión Europea acusó de tortura, se las arregla para mantener un pie financiero en Florida a través de una red de empresas propiedad de sus familiares y aliados, a pesar de haber sido golpeado personalmente con sanciones estadounidenses en 2019.

Scharfenberg argumenta que atacar a empresarios relacionados con Maduro en Florida podría debilitar el apoyo al régimen. “Quieren disfrutar de su riqueza no en La Habana o Bielorrusia, sino en Londres, París o Miami, sobre todo Miami, que es el sueño de todos los venezolanos”, dijo Scharfenberg.

Es muy posible que el mayor beneficio que pueden aportar estas sanciones sea elevar la moral de los activistas que se encuentran en el territorio y que arriesgan sus vidas y buscan señales de que es posible derrotar a la dictadura un día de estos. Adam Keith, director de rendición de cuentas de Human Rights First, que trabaja con defensores de los derechos humanos de todo el mundo, me dijo: “Escuchar una voz externa tan poderosa como la del gobierno estadounidense significa algo para ellos”.

Para Solages, significa reivindicación. Se ha pasado los últimos seis años luchando contra la corrupción y la impunidad en Haití a través de su organización, Nou Pap Dòmi, e intentando que las autoridades estadounidenses reconozcan que el expresidente estaba implicado en el tráfico de drogas y las pandillas, y que haga algo al respecto. Se ha visto obligada a huir de su país, y amigos suyos han muerto en la lucha por la justicia y una mejor gobernanza de Haití.

Según ella, las sanciones por sí solas no bastan. “Queremos que vayan a la cárcel”, me dijo. “Queremos confiscar lo que le robaron al país”. Pero por lo menos las sanciones sirven como una especie de promesa de que la lucha de los haitianos no será en vano.

Este artículo fue publicado originalmente en The New York Times.

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