Opinión: El final de la nieve

LA FRASE “MEZCLA INVERNAL” ME LLENA DE DESOLACIÓN. PERO, AUN ASÍ, LA FALTA DE FRÍO Y HIELO EN 2023 ME RESULTÓ INQUIETANTE.

Cada Navidad, mi marido y yo hacemos las maletas con nuestro hijo de 8 años y nos vamos de Brooklyn a Nebraska (donde viven mis suegros) o Alabama (donde vive mi familia). Si vamos a Omaha, nos ponemos ropa muy gruesa, porque el tiempo está a medio camino entre la tundra ártica y la sensación de vivir dentro de un raspado. Si es un año en el que vamos a Wetumpka, llevamos capas moderadas, pero también mangas cortas e incluso pantalones cortos, pues las Navidades de 16 a 21 grados Celsius no son inauditas allí.

El año pasado fue un año Omaha, y llegamos el día 22 para encontrarnos con que la temperatura era leve —casi 10 grados Celsius— y no había nieve. Y lo más inusual es que no había nevado en todo diciembre. Además de algunas ráfagas breves y muy escasas, tampoco había nevado en Brooklyn, ni en noviembre ni en diciembre. Soy una buscadora de calor incorregible, y la frase “mezcla invernal” me llena de desolación. Pero, aun así, la falta de frío y hielo en 2023 me resultó inquietante.

Una de las razones es fácil de cuantificar: las temperaturas más cálidas del año pasado se sintieron en todo el mundo, y son un recordatorio de que, sin intervenciones significativas contra el cambio climático, podríamos tener un futuro en el que las temperaturas más altas sean la norma. Otra razón —más severa para la psique, pero cada vez más omnipresente— es la sensación de que las vacaciones templadas son un anticipo de algo más oscuro: mayores extremos climáticos, más desastres naturales, el espectro no de un mundo en el que los humanos sufren estas cosas y encuentran formas de sobrevivir, sino en el que hemos hecho el planeta tan inhabitable que, a largo plazo, el planeta sobrevivirá, pero nosotros no.

Hace un par de días pensaba en esto mientras estaba en la puerta de un museo de ciencias con una amiga. Estábamos hablando del tiempo, pero no del tipo de conversación trivial cuando no tienes nada más que decir. “No estoy segura de que nuestros nietos vayan a saber qué es la nieve”, dijo, con una risa irónica de “estoy bromeando, pero no”. Ella y su familia se iban a esquiar la semana siguiente, sin saber si habría suficiente nieve.

Para la gente supersticiosa como yo, que cree que, si pensamos en los peores escenarios, los productos de nuestra imaginación servirán como talismanes para alejarlos, la desaparición de la nieve es solo una posibilidad desafortunada de un contexto futuro. En la medida en que esto no sea un defecto de la arquitectura personal de mi cerebro, comprometerse con la idea de un mundo sin humanos es lo que Eugene Thacker, autor y profesor que escribe sobre horror y filosofía, llama “pesimismo cósmico”.

“Su pensamiento-límite es la idea de la nada absoluta”, escribe Thacker, “representada inconscientemente en las numerosas imágenes populares de los medios de comunicación sobre guerras nucleares, desastres naturales, pandemias globales y los efectos cataclísmicos del cambio climático”. Justo antes de irnos a Omaha, yo había estado leyendo su libro, alegremente titulado “En el polvo de este planeta”, en el que se refiere a la incapacidad humana para enfrentarse plenamente a esta “nada absoluta” como un horror único, y aunque no habla de películas de terror, per se, es fácil imaginar un “thriller” apocalíptico que empiece con la repentina desaparición de la nieve.

Estamos acostumbrados a ver el mundo de una manera antropocéntrica que dicta que el planeta existe para nosotros. Y eso se refleja en gran medida en nuestra cultura y tradiciones religiosas, incluida aquella en la que crecí, en la que un dios malhumorado “amaba tanto al mundo” que sacrificó a su hijo para salvarlo. Existe en el tecnooptimismo de los multimillonarios de Silicon Valley, que creen que, si el planeta se destruye, ellos se limitarán a colonizar uno nuevo. Pero cuando el clima hace cosas extrañas, se socava la idea de que somos el centro del universo y de que tenemos capacidad de acción sobre cualquier cosa que la naturaleza pueda hacernos.

Hace aproximadamente una década, cuando los pensamientos sobre el apocalipsis climático estaban más lejos de mi mente, fui a ver un espectáculo en el Planetario Hayden titulado “Dark Universe” (Universo oscuro). Me gustan las cosas relacionadas con el espacio y otras que pueden ir precedidas por la palabra “oscuro” (chocolate, sátira, gente alta y guapa). Mientras la película llevaba a los espectadores a los rincones más profundos del espacio acompañados por la voz tranquila y dulce de Neil deGrasse Tyson, aprendí sobre el universo, y la lista mucho más larga de lo que entonces no se sabía sobre él. El tamaño y la magnitud de varias características del universo se estimaron en relación con la Tierra, y las líneas de tiempo en relación con el tiempo del ser humano en la Tierra.

La escala nos recordaba lo diminuta y fugaz que es nuestra existencia. Fue glorioso y hermoso, y cuando salí a la luz, tuve lo que se sintió como el principio de un ataque de pánico al darme cuenta de que vivimos en un ecosistema delicado que a menudo es hostil y podría destruirnos fácilmente. Luego me fui a casa y probablemente hice una lista de tareas pendientes o participé en un largo debate en las redes sociales sobre si un perrito caliente es técnicamente un sándwich.

Esos momentos de temor son más frecuentes hoy, a medida que las catástrofes climáticas suceden tanto lentamente como en grandes y horribles estallidos de incendios forestales y tormentas tropicales. Lo alarmante no son los acontecimientos absolutos, sino la desviación de la norma. Si el 25 de diciembre la temperatura es de 21 grados Celsius en Alabama, no lo noto porque es normal pero, hace unos años, cuando en enero la temperatura alcanzó cerca de los 15 grados Celsius en Brooklyn, me pregunté si no debería aumentar mi medicamento contra la ansiedad.

El pasado mes de junio, Brooklyn estaba cubierto por un manto de humo procedente de los incendios forestales de Canadá. El cielo era de un siena quemado apagado y el aire olía como una parrillada que había salido muy mal. Le aseguré a mi hijo, que tenía muchas preguntas, que el barrio no estaba en llamas.

Mi trabajo es hacer que mi hijo se sienta seguro, así que respondo sus preguntas sobre cosas terroríficas y calamitosas, pero con cuidado. No es un niño sobreprotegido, y quizá está más expuesto al mundo de los adultos que muchos de sus compañeros; le gustan las cosas espeluznantes y las películas de miedo, y en general no tiene miedo. Gravita hacia las preguntas sobre la muerte y me ha preguntado tantas veces si yo preferiría morir congelada o en un incendio que, si no le conociera, podría preocuparme de que estuviera planeando algo. Pero sigue considerando las condiciones meteorológicas extremas como una novedad y no como una amenaza. Espero que sea mucho mayor antes de que note un cambio drástico de temperatura, o más humo en el aire, o el hecho de que sea Nochevieja y no haya nieve en el suelo donde vivimos. Creo que los humanos podemos revertir parte del daño que hemos causado al medioambiente —lo hemos hecho antes, por eso el estado de la capa de ozono ya no es un problema tras el Protocolo de Montreal—, así que no soy una pesimista total. Pero sí estoy preocupada.

Por fin ha nevado un poco en Omaha, y nada menos que el día de Navidad: un pequeño alivio temporal. No me preocupa que mis nietos, si algún día los tengo, crezcan sin saber qué es la nieve, como sugirió mi amiga. Pero me pregunto si, en algún momento, uno de mis descendientes creará el último muñeco de nieve en Omaha.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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