Opinión: Determinar el origen de la pandemia es difícil; prevenirla no debería serlo

Determinar el origen de la pandemia es difícil; prevenirla no debería serlo. (Daniel Berehulak for The New York Times).
Determinar el origen de la pandemia es difícil; prevenirla no debería serlo. (Daniel Berehulak for The New York Times).

LOS DEBATES SOBRE LAS INCERTIDUMBRES NO PUEDEN PRODUCIRSE A EXPENSAS DE LA ACCIÓN.

En 1999, el Departamento de Salud del Estado de Nueva York me pidió que analizara muestras del cerebro de residentes de Queens que padecían encefalitis, o inflamación cerebral. Para mi sorpresa, descubrimos que estaban infectados del virus del Nilo Occidental, un virus transmitido por mosquitos del que nunca se había tenido noticia en Norteamérica. ¿Cómo llegó a Queens un virus endémico de África y el Medio Oriente?

En aquel momento, los científicos plantearon la hipótesis de que los mosquitos se habían colado en un vuelo procedente de Tel Aviv. Parecía factible que estos polizones se alimentaran de gansos infectados en Israel antes de infectar a las aves de Nueva York. Los mosquitos locales que se alimentaron de las aves de Nueva York luego se alimentaron de las personas, y así fue como surgió el brote.

Al igual que sucede hoy con los orígenes del COVID-19, hubo otras teorías, que muchas veces se contradecían. En 1999, se afirmaba que el virus había sido un biodiseño ordenado por Sadam Husein.

Aunque la comunidad internacional nunca logró establecer de manera oficial la procedencia del virus del Nilo Occidental, el brote se controló reduciendo la población de mosquitos en Queens; aunque este virus sigue siendo la principal causa de enfermedades transmitidas por mosquitos en el territorio continental de Estados Unidos. Desde 1999, ha infectado al menos a siete millones de personas, y ha provocado más de 51.000 casos de encefalitis y más de 2300 muertes.

De igual manera, en 2008, mi equipo investigó un brote de fiebre hemorrágica con una tasa de letalidad del 80 por ciento en Zambia y Sudáfrica. La secuenciación viral permitió identificar un nuevo virus denominado Lujo (por la localización del primer caso en Lusaka, Zambia, y el posterior brote en Johannesburgo, Sudáfrica). Predijimos que sería sensible a un medicamento antiviral existente y, por suerte, así fue. Aunque murieron cuatro personas, salvamos a la última persona infectada y detuvimos su propagación. Pero 15 años después todavía no sabemos cómo se infectó la primera persona, aunque sospechamos que el transmisor fue un roedor silvestre.

Descubrir el origen de un brote epidémico puede ser muy difícil, incluso con la cooperación de los gobiernos y las mejores tecnologías disponibles. Es importante intentarlo, porque los conocimientos sobre cómo surgió un virus pueden ser útiles para reducir el riesgo de futuros brotes. Pero estos esfuerzos y debates sobre las incertidumbres no pueden producirse a expensas de la acción. No podemos esperar respuestas que quizá nunca lleguen para hacer lo necesario a fin de prevenir la próxima pandemia.

Se han dedicado varios ciclos de noticias a las teorías sobre el origen del COVID-19 que se centran en los mercados de animales silvestres y los incidentes relacionados con la investigación. Las últimas revelaciones no nos han acercado más a la resolución y al consenso que cuando visité China en enero de 2020, al comienzo de la pandemia, para intentar investigar la causa y contenerla. Por el contrario, el rencor ha aumentado y la incesante atención prestada a los orígenes del virus ha oscurecido el objetivo primordial: prevenir futuras pandemias.

Incluso si los científicos pudieran confirmar el vínculo del SARS-CoV-2 con un laboratorio o un perro mapache, eso no significaría que los mercados de animales silvestres en las ciudades puedan continuar operando con seguridad o que las normas relativas a la experimentación científica con agentes infecciosos sean menos importantes. Y, sin embargo, muy poco se ha hecho tras esta pandemia para mejorar cualquiera de las dos fuentes de riesgo.

Lo que debe mejorar es nuestra capacidad de rastrear virus. Calculamos que al menos 300.000 virus están al acecho en los animales silvestres. Es improbable que todos ellos puedan infectar a humanos o animales domésticos. No obstante, el riesgo es considerable, aunque solo el uno por ciento de ellos pueda hacerlo. Más del 70 por ciento de las enfermedades infecciosas emergentes, como el virus de la inmunodeficiencia humana, la gripe, el virus del Nilo Occidental, el ébola, el chikungunya, el zika, el mpox (antes conocido como viruela del mono) y el síndrome respiratorio agudo grave (SARS, por su sigla en inglés), pueden atribuirse a la exposición humana a la fauna salvaje.

Más de una década antes de la pandemia de COVID-19, los científicos y los responsables de la formulación de políticas públicas pidieron mayores esfuerzos para detectar las amenazas infecciosas para la salud humana. Un informe de 2011 del Subcomité Asesor Nacional de Biovigilancia de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades y la Casa Blanca recomendaba medidas para reducir los riesgos de una pandemia, entre ellas un llamado a la inversión global en las personas y la ciencia necesaria para proporcionar un sistema de alerta temprana eficiente y eficaz para las posibles amenazas. Esto incluye la toma de muestras en personas, animales domésticos y fauna silvestre con enfermedades inexplicables para detectar la presencia de virus conocidos y desconocidos y el desarrollo de métodos para vigilar las redes sociales en busca de indicios de brotes. Contar con un sistema de este tipo sería útil, sin importar si un brote se debe al contacto con animales silvestres o si es resultado de un suceso relacionado con la investigación.

Deben prohibirse los mercados de animales silvestres, así como su comercio como alimento o mascotas, para reducir la frecuencia de la exposición humana a patógenos infecciosos. Pero estas prohibiciones serían difíciles de vigilar y seguirían produciéndose exposiciones accidentales. Por ello, es importante continuar la investigación necesaria para identificar de inmediato las posibles amenazas para la salud humana y los animales domésticos que ponen en peligro la seguridad alimentaria.

Las autoridades de salud pública deben vigilar a los seres humanos en riesgo de exposición a enfermedades infecciosas por proximidad a fauna salvaje, viajes, residencia en zonas densamente pobladas o participación en reuniones multitudinarias. Como hemos aprendido con el reciente brote de mpox, los agentes infecciosos pueden globalizarse rápidamente tras la celebración de festivales en los que convergen personas de muchas regiones geográficas, que luego vuelven a dispersarse. Al comparar los resultados de las pruebas con las muestras de humanos y animales tendremos la capacidad de detectar y responder a las primeras pruebas de transmisión entre especies mediante la contención y el desarrollo de pruebas de diagnóstico, medicamentos y vacunas. Estas inversiones favorecerán tanto a la economía como a la salud pública. Un costo conservador de 100 millones de dólares anuales para vigilancia es una fracción pequeña de los más de 10 billones de dólares del producto interno bruto global que se calcula que se perdieron por la pandemia en 2020 y 2021.

La investigación de enfermedades infecciosas en laboratorio es esencial, pero debe regularse mejor. En la actualidad tenemos un conjunto de normativas que varían de un país a otro y, en algunos casos, dentro de un mismo país. La Organización Mundial de la Salud debería convocar un grupo internacional de expertos para definir las mejores prácticas de investigación con fauna salvaje y agentes infecciosos. Con el auge de la genómica sintética es posible crear nuevos virus y recrear antiguos, como el de la viruela. Debería exigirse a los fabricantes que den seguimiento a los pedidos de secuencias genéticas que pudieran ensamblarse para crear posibles agentes patógenos.

Un sistema de vigilancia mundial debe ser realmente mundial. Los riesgos de exposición suelen ser mayores en los países de bajos y medianos ingresos que en los de mayores recursos. Desde siempre, los países con sistemas de vigilancia sólidos han sido capaces de detectar y contener los brotes con rapidez, mientras que los que carecen de ellos han tenido dificultades para responder con eficacia. La igualdad de acceso a la ciencia y la medicina es un derecho humano fundamental. Dado que las enfermedades infecciosas no respetan fronteras, también nos conviene contenerlas antes de que nos afecten más de cerca.

No debemos quedarnos estancados repasando una y otra vez los orígenes del COVID-19 sin actuar; debemos movilizarnos para poner en marcha los programas y políticas necesarios para detener el comercio de animales silvestres, así como las regulaciones y supervisión internacionales para las investigaciones que puedan considerarse riesgosas, y construir un sistema de vigilancia que en verdad sea mundial, con intercambio de datos entre científicos y funcionarios de salud pública, para detener la próxima pandemia.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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