Opinión: Deberíamos mitificar el deporte femenino

Debemos mitificar el deporte femenino (Mel Haasch para The New York Times)
Debemos mitificar el deporte femenino (Mel Haasch para The New York Times)

EL TIEMPO, EN LUGAR DE AUMENTAR EL ESPLENDOR DE LOS DEPORTES FEMENINOS COMO LO HACE CON EL DE LOS HOMBRES, LO EROSIONA.

La fotografía de Muhammad Ali enardecido sobre un Sonny Liston tirado en la lona es una de las más famosas en la historia del deporte. Tanto el momento como la imagen son icónicas, se venden en todos los formatos imaginables, mientras que al mismo tiempo ayudan a mitificar a un atleta, un deporte e incluso una época.

No había pensado mucho en esta foto, o en la fotografía deportiva en general, hasta hace un año, cuando me topé con el trabajo de Lynn Johnson, quien en 1998 tuvo acceso íntimo a la legendaria entrenadora de baloncesto femenino de la Universidad de Tennessee, Pat Summitt. Johnson había tomado docenas de fotos de Summitt que nunca había visto, lo cual fue una gran sorpresa. Como la mayoría de las niñas jugadoras de baloncesto que alcanzaron la mayoría de edad en la década de 1990, tengo un profundo afecto (léase: leve obsesión) por Summitt.

Mi fotografía favorita de Johnson es una toma a nivel del suelo que muestra a Summitt agachada, con un estadio entero a su espalda. Quise una impresión de alta calidad para mi oficina, firmada por la fotógrafa, numerada. Si quería mitificar a Summitt como lo habían hecho con Ali, tendría que buscar la imagen en línea, licenciarla, enviarla a una imprenta en línea, comunicarme con Johnson para una posible firma, enviar la impresión por correo… en fin, se entiende.

Cuando dedicas tu vida, como yo, a considerar el lugar que ocupan los deportes femeninos en nuestra sociedad, asumes que en algún momento te quedarás sin perspectivas. Pero ahí estaba, una vez más: había encontrado otra pieza del rompecabezas de lo que limita el crecimiento de los deportes femeninos.

Algunas de las diferencias entre la forma en que son representados los deportes masculinos y femeninos son absurdamente obvias: las horas de grandilocuente cobertura televisiva, las costosas campañas publicitarias y las espectaculares presentaciones de medio tiempo. Pero otras, como esta conclusión, son más sutiles: el tiempo, en lugar de aumentar el esplendor de los deportes femeninos como lo hace con el de los hombres, lo erosiona.

De generación en generación, hemos escuchado las historias de Babe Ruth y Jim Thorpe, de “Shoeless Joe” Jackson y Jesse Owens. Estas historias se cuentan una y otra vez, y se transmiten a través de películas, documentales y fotografías. Nos han hecho sentir como si estuviéramos conectados con algo más grande que nosotros mismos porque nos permitieron creer que tal vez algún día podríamos estar presentes en un momento icónico en el que podamos señalar una fotografía en la pared y decir: “¿Ves esa foto? ¡Yo estuve allí cuando sucedió!”.

La historia de los deportes masculinos es una mitificación ininterrumpida, del tipo a través del cual se genera impulso. Podemos ver el linaje que conecta a un jugador o entrenador con el siguiente hasta llegar al día de hoy. James Naismith inventó el baloncesto y fue contratado para entrenar este nuevo deporte en la Universidad de Kansas, donde tuvo en su equipo a Forrest “Phog” Allen, quien luego pasaría a entrenar a Dean Smith, quien luego fue entrenador en la Universidad de Carolina del Norte y de Michael Jordan, cuyo currículo se compara de manera habitual con el de la actual superestrella de la NBA, LeBron James.

Tomémonos un segundo para pensar en esos puntos de conexión, cómo fluyen entre sí y crean algo más grande. Los habitantes de Kansas que comenzaron a seguir a Dean Smith, quienes quizás luego quedaron cautivados con un joven Jordan, y quizás luego estuvieron pendientes de toda su carrera con los Bulls, tal vez hoy miran la NBA para ver si alguien alguna vez será así de bueno. (¡Blasfemia!, dicen).

Si investigas lo suficiente, descubrirás que la mayoría de los deportes femeninos también tiene una rica historia: simplemente no ha sido metabolizada en cultura general, y sin duda no ha sido ininterrumpida. ¿Sabías que, en Inglaterra, la Asociación de Fútbol (FA, por su sigla en inglés) prohibió que las mujeres jugaran fútbol desde 1921 hasta 1971? ¿O que aquí en Estados Unidos, el baloncesto universitario femenino comenzó, con mucha cobertura y fanfarria, con un juego entre la Universidad de Stanford y la Universidad de California en la Armería de San Francisco en 1896, solo para luego ser eliminado (“por el bien de la salud de las estudiantes”, como fue escrito en ese momento) por las autoridades de la Universidad de Stanford? La mayoría de los programas deportivos no comenzaron de nuevo, o comenzaron por primera vez, hasta la década de 1970, y no pudieron encontrar impulso —ahí va esa palabra otra vez— hasta las décadas de 1980 y 1990.

Eso, si es que lograron encontrar algún impulso en absoluto. Y por “impulso”, me refiero a los hilos que arrastran a los aficionados y crean una herencia generacional en los deportes. ¿Por qué existe cierto nivel de fama y prestigio vinculado con ponerse un uniforme de los Yankees de Nueva York? ¿Estamos de acuerdo en que tiene más poder cultural que, digamos, usar una camiseta de los Marlins de Miami? (Lo siento, fanáticos de los Marlins). ¿Y tal diferencia podría resumirse un poco en una palabra: historia? El tiempo genera una especie de jerarquía suprema en el deporte masculino; imaginemos entonces cuánto impacta la falta de esa jerarquía en el deporte femenino.

De las muchas explicaciones que existen de por qué los deportes masculinos son más populares que los femeninos, la más frecuente es que los hombres corren más rápido y saltan más alto. Por ende, los hombres son más emocionantes de ver. Este no es un argumento sin mérito; solo es simplista e incongruente con —y este es solo uno de los muchos ejemplos— nuestra obsesión con la Serie Mundial de Pequeñas Ligas.

Lo que no consideramos con suficiente frecuencia es cuán sigilosamente los deportes masculinos se entrelazan con la historia. Los equipos (y los jugadores) se convierten en cápsulas del tiempo de épocas: los “Fab Five” de Míchigan y el auge de la moda urbana, o el beisbolista Ted Williams representando el servicio militar y el sacrificio de la llamada “generación grandiosa”.

En otras palabras, la nostalgia. Y la nostalgia es un subproducto de la historia. De hecho, siendo más precisos, la nostalgia es un subproducto de la historia compartida. Entonces tal vez, solo tal vez, el problema no sea el salto vertical de un atleta, sino el rápido deterioro de la historia del deporte femenino: su vida promedio es mucho más fugaz.

La mayoría de la gente se refiere a la Copa Mundial Femenina de Fútbol de 1999 como el momento crucial de la selección nacional femenina de Estados Unidos. Como si después de eso, todo hubiera sido una línea recta ascendente. Pero no es cierto. Olvidamos, o nunca supimos, que 12 años después, en su partido de despedida antes de la Copa Mundial Femenina de 2011, el Red Bull Arena estaba solo a la mitad de su capacidad y las jugadoras podían sentir que el impulso de 1999 se había agotado. Unas semanas más tarde, cuando el equipo estaba perdiendo ante Brasil al final del partido de los cuartos de final de la Copa del Mundo de 2011 (en lo que potencialmente habría sido su salida más temprana), parecía que el programa volvería al punto de partida. De hecho, se necesitó de uno de los momentos más grandiosos en la historia del fútbol —un cabezazo elevado en el último segundo de Abby Wambach, tras un centro épico de Megan Rapinoe— para resucitar a la selección.

Para una selección masculina, una victoria en la Copa del Mundo te otorga la inmortalidad; para las mujeres de Estados Unidos, tres te brindan una oportunidad de lograr estabilidad. Para tomar prestada una línea de Jay-Z, los deportes femeninos siempre están intentando presentarse de nuevo a las grandes audiencias. O más bien, están obligados a hacerlo.

Pero, ¿deberían hacerlo?

La actualidad del deporte femenino es excepcional. Basta con pasar unos minutos viendo a la estrella de la Universidad de Iowa, Caitlin Clark, dentro de un Carver-Hawkeye Arena con entradas agotadas, o a Chelsea Gray de las Aces de Las Vegas librarse de una marca y anotar un tiro en suspensión. (Por supuesto, lo más probable es que los deportes femeninos siempre se hayan sentido excepcionales para las mujeres que los practican, aunque no para la cultura en general). El proyecto ahora debe ser la preservación, la cual conducirá, con el tiempo, a la mitificación.

Es posible que nunca obtenga mi impresión de la fotografía edición limitada de Pat Summitt, pero reconozco que, para toda una generación anterior a la mía, no habría habido ninguna foto de ella en absoluto. Además, la gente buena de Knoxville, Tennessee, incluso consiguió tener una estatua.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company